Rancho Las Voces: Textos / Sam Shepard: «Carretera 70», cuento
La inteligencia de Irene visita México / La Quincena

miércoles, marzo 03, 2010

Textos / Sam Shepard: «Carretera 70», cuento

.
El autor. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 27 de febrero 2010. (RanchoNEWS).- Day out of days, el nuevo libro del versátil artista estadunidense (dramaturgo, actor, guionista, narrador, músico y poeta) es un conjunto de relatos que giran alrededor del viaje y las carreteras de Norteamérica, como el que aquí presentamos, ejemplo de una obra poblada de pesadillas. «Carretera 70», una traducción de Elisa Montesinos, publicado en el suplemento Laberinto de Milenio:

Domingo, mediodía. Pocos carros. Hombres de paseo. Se cruza con una cabeza en una zanja, a un costado del camino; sigue caminando, pensando que no ha visto lo que acaba de ver; pensando que no es posible. Se detiene. Su corazón acelerándose un poco. La respiración entrecortada. Ahora tiembla, nunca ha comprendido por qué su cuerpo siempre se apropia de los momentos de pánico como éste; por qué su cuerpo se niega a escuchar a su cabeza. Da media vuelta y regresa. Se detiene de nuevo y mira a la zanja. Ahí está. Grande como la vida. La mira. Una cabeza amputada en un canasto de mimbre. Recoge un palo y lo entierra como ha hecho antes con perros muertos o ciervos. La piel hinchada y azul y los ojos cerrados, tensos, entornados, como si se hubieran congelado en el momento de la amputación. La cabeza con un bigote al estilo de Pancho Villa; dos dientes de conejo ligeramente visibles; una única mancha de sangre en el labio inferior.

Ninguna otra señal de derrame. Ni arterias a la vista ni suciedad violácea. Es una cabeza decapitada limpiamente descansando inmóvil en el fondo de un canasto, con lo que parece una arpillera colocada con esmero alrededor del cuello cercenado. Mechones de cabello negro enmarañado serpentean como espirales al lado de cada oreja. El cuerpo no está a la vista. El hombre se siente aliviado por eso. De hecho, espera no tropezar con él como con la cabeza. Eso sería más de lo que puede manejar a estas alturas. De pronto, la cabeza comienza a hablarle con voz suave, cadenciosa. Los ojos no se abren; los labios no se mueven. La voz sólo parece flotar desde la parte superior del cráneo. Es humilde, una voz tranquila sin ningún acento que el hombre pueda reconocer. Tal vez las islas. La cabeza le pregunta al hombre si recogería amablemente el canasto para llevarlo a mejor sitio. Un lugar tranquilo no muy lejos de aquí, fuera de la embestida del sol y del rugir del tráfico. La cabeza le dice al hombre que ha sido difícil pensar claro en esta zanja miserable. El pánico se apodera del hombre y corre. Corre tan de prisa y desesperado que pronto se agota y cae de bruces al suelo. No ha caído así desde que era un chico escapando de su padre; corriendo por su vida. Con sus dientes en el barro el hombre escucha a la cabeza llamarlo con la voz más desolada y melancólica que ha oído nunca. Le hace doler el corazón. El hombre se levanta del suelo, escupiendo pequeños granos de arena. Se vuelve y regresa a la cabeza. No puede ayudar. Su corazón golpea en forma salvaje. Le dice a la cabeza que no quiere estar involucrado; esto fue puramente accidental, este encuentro entre ambos, y él sólo desea continuar su camino como si nada hubiera ocurrido. La cabeza le ruega al hombre y su voz es tan anhelante que el hombre permanece enraizado en el suelo. La cabeza le cuenta que por días ha estado llamando a los carros que pasan, pero ninguno la oye, ninguno se detiene. El hombre es el primero en detenerse. Esto hace que el hombre se sienta de algún modo importante; la idea de que pueda ser una clase de héroe le gusta, y su corazón comienza a relajarse y regresa a la normalidad. El hombre le pregunta a la cabeza, con gran vacilación, adónde le gustaría que la llevara y la cabeza responde «a un lago, no muy lejos de aquí. No tomará mucho. Puedes arrojarme al agua y seguir tu camino». El hombre lo considera por un momento y luego accede a llevar a la cabeza con una condición, y es que no le hable más que para indicar el camino y que, sobre todo, no vuelva a hacer ese fúnebre, melancólico sonido. La cabeza accede ansiosa y guarda silencio de inmediato.

Cuando el hombre se dobla para recogerla en el canasto, descubre que es más pesada de lo que había imaginado. Debe pesar cincuenta libras o más. Peso muerto. La cabeza ríe y rápidamente se calma para no enfadar al hombre; para no hacerlo creer que se está burlando de él. El hombre levanta el canasto hasta su cintura y, por unos pocos metros, lleva la cabeza en su cadera, como una madre llevaría a un bebé, y entonces la vuelve a dejar en el suelo, jadeando sofocado. La cabeza ríe sin querer y el hombre se enoja, tal como la cabeza había anticipado. «¿Qué es tan divertido?», pregunta el hombre, pero la cabeza no le responde. El hombre se marcha furioso sintiendo que ha sido el blanco de una broma. La voz llama de nuevo con la voz más desgarradora y triste que el hombre haya oído jamás. «¡Prometiste que no harías ese sonido horroroso!», grita el hombre.

«Disculpa», dice la cabeza, «pero es la única forma de llamar tu atención». El hombre camina a regañadientes hacia la cabeza y se detiene frente a ella. Siente que está enganchado a esta cabeza. La mira hacia abajo. Otra vez está en silencio. Los ojos permanecen entrecerrados y tensos. Parece no haber vida en ella. El hombre sabe que es diferente. «¿Cómo te separaste de tu cuerpo?», pregunta a quemarropa. Es la pregunta que lo ha estado inquietando.

–Me decapitaron –dice la cabeza.

–¿Cómo? –pregunta el hombre.

–Con un reluciente sable plateado.

–¿Pero quién empuñó el sable?, ¿quién lo hundió en tu cuello?

–No lo vi venir –dice la cabeza.

–Pero debes haber sabido que venía –dice el hombre.

–Sí, pero no ayudó.

–¿Qué? –dice el hombre.

–Saber. Saber no ayudó.

–¿Así que no tienes idea de quién pudo ser? –pregunta el hombre.

–Tengo muchas ideas pero ahora no importa.

–¿No deseas buscar venganza? –pregunta el hombre–. La cabeza comienza a reír y no puede parar. –¡No te rías de mí! –grita el hombre–. La cabeza se detiene. –No puedo soportarlo –dice el hombre–. Toda mi vida se han reído de mí.

–Disculpa –dice la cabeza.

–No puedo llevarte, eso es seguro. Estás muy pesada –dice el hombre y la cabeza comienza a llorar. Lágrimas salen desde los ojos entornados.

–No hagas eso. No puedo soportar que hagas eso.

–Eres mi única alternativa –dice la cabeza tratando de controlarse.

–Estás mucho más pesada de lo que esperaba –insiste el hombre.

–Sólo intenta levantar el canasto hasta tu hombro. Es más fácil de esa manera.

–No puedo –dice el hombre.

–Debes –dice la cabeza.

–¿Por qué debería? ¡Ni siquiera te conozco! No puedes empezar a exigirme. ¡Te estoy haciendo un favor!

–Te lo debes a ti mismo –dice la cabeza.

–¡Qué! –exclama el hombre, dándole por completo la espalda–. Yo sólo caminaba por aquí, la carretera 70, preocupado de mis propios asuntos, como lo hago cada tarde de sábado a esta hora, y sucedió que tropecé con una cabeza en un canasto ¡y ahora me estás diciendo que me lo debo a mí mismo! ¡Ni siquiera me conoces!

–Con mayor razón –dice la cabeza.

–¡Con mayor razón qué! –grita el hombre.

–Con mayor razón deberías llevarme contigo.

–No te estoy entendiendo –dice el hombre.

–Me debes tu vida –dice la cabeza y el hombre se queda helado.

–¿Qué? –dice el hombre.

–Ya escuchaste –dice la cabeza–. Si te vas y me abandonas, pagarás el precio –y ahora la voz de la cabeza ha caído varias octavas y toma una gravedad que es realmente chocante para el sistema nervioso central del hombre. Puede sentir la carretera temblar bajo él. Su respiración se acelera y la boca se le seca.

–¿Qué se supone que significa eso? –pregunta el hombre, su voz temblorosa como pasto en el viento.

–Dame la espalda y lo descubrirás –dice la cabeza–. El hombre se queda ahí mirando de arriba abajo la carretera casi vacía. Siente como si sus rodillas fueran a doblarse. Lejos, en el pueblo, puede sentir las campanas de la iglesia episcopal tocando «adelante, soldados cristianos». Conoce bien la canción. Se recuerda como niño del coro en esa misma iglesia. Un Camaro verde lima pasa centelleante. Adolescentes rapados con serpientes tatuadas alrededor de la boca le gritan insultos desde el otro lado de las ventanas. Una botella de Coors Light pasa rozando sus pómulos. El hombre comienza a sentirse ahora como si él fuera el abandonado y no la cabeza. Siente como si él pudiera hacer el mismo terrible gemido fúnebre, pero no sale nada. Ningún sonido real, sólo una carraspera aterrorizada como de animal perdido. El hombre se pregunta cómo puede verse repentinamente separado de su vida anterior, de su antiguo yo. Y entonces un terror aún más profundo lo invade, ya que no puede recordar siquiera una vida anterior. ¿Quién era, primero que nada, esta mañana después del café el que salió por la puerta a esta caminata dominical?

–¡Muy bien! –dice el hombre súbitamente, como para sacudirse la duda terrible–. Lo intentaré, intentaré llevarte, sólo un rato.

Levanta otra vez la cabeza en el canasto hasta su cadera y entonces, con un tremendo gruñido, la lleva hasta su hombro, tambaleándose precariamente como un levantador de pesas olímpico. La cabeza imita el vitorear de una multitud gigantesca. Suena absolutamente real. El hombre vuelve a tener la impresión de que la cabeza se burla de él y sin embargo continúa, zigzagueante por el peso, canasto en el hombro en la dirección que la cabeza ha proclamado.

–Lo estás haciendo muy bien –le dice con sinceridad la cabeza–. Siento orgullo de ti.

–No trates de halagarme –dice el hombre–. No me conoces.

–Te conozco mejor de lo que tú mismo te conoces –dice la cabeza.

–¿Quién eres? –exige el hombre.

–No te preocupes por eso. Sólo sigue el camino.

El hombre se tambalea, mal. Los músculos del cuello ardientes por el peso. Los costados agarrotados. No está acostumbrado a este tipo de trabajo. Ha crecido habituado a una existencia fácil y pasiva en la que nada ocurre, nada vale; ni un solo día destaca más que cualquier otro; soñar y caminar son lo mismo; todas las personas de su vida han desaparecido y su principal actividad es dormitar y ver telenovelas mexicanas protagonizadas por lacrimosas bellezas morenas y sus fantasías. De pronto se desploma bajo un puente de concreto y dejar caer a la cabeza. La cabeza rueda hasta quedar con el enorme orificio negro de su cuello amputado hacia arriba. El hombre mira el orificio, jadeando, y escucha la voz de la cabeza decir con gran calma:

–Sólo necesitamos doblar hacia la derecha aquí, después del puente, y luego seguir el canal de riego. No es muy lejos.

–No puedo –protesta el hombre–. ¡He tenido demasiado con esto! Voy a dejarte aquí.

La cabeza chilla y comienza a llorar otra vez y el sonido hace que todo el cuerpo del hombre tiemble. Siente como si se electrocutara.

–No hagas eso por favor –dice el hombre–. Te lo ruego. No puedo soportarlo. Ya te lo dije. El sonido de tu llanto y tus gemidos me recuerdan todo lo que quiero olvidar. Todo lo que maté para poder continuar.

–Entonces, termina de llevarme al lago –dice la cabeza.

–No creo que sea físicamente capaz –dice el hombre–. No es que no quiera, es que no puedo.

–Entonces dame vuelta por lo menos –dice la cabeza.

–¿Qué?

–Voltéame con el lado correcto hacia arriba.

–Yo no voy a tocarte –dice el hombre.

–Sólo empújame con la rodilla.

–¿Qué?

–Empújame con la rodilla. Rodaré.

El hombre muestra coraje y empuja con su rodilla el cuello negro de la cabeza, que rueda hasta quedar correctamente erigida, tal como había anunciado.

–Ahora ponme de nuevo en el canasto por favor.

–¡No voy a tocarte! –repite el hombre–. Sigues pidiéndome cosas contra mi voluntad.

–¿Temes que al tocarme puedas desaparecer?

–¿Qué se supone que quieres decir? –pregunta el hombre.

–¿Podrías cruzar la línea?, ¿salir y no regresar nunca a tu cuerpo?

–Eres tú el que no tiene cuerpo –dice el hombre.

–Exacto –dice la cabeza–. Ahora, sólo agárrame del cabello y ponme en el canasto por favor.

–¡No! –grita el hombre–. ¡No voy a agarrarte del cabello! Sería como tomar un puñado de serpientes.

Nuevamente, la cabeza suelta su llanto lastimero y, antes que el hombre se dé cuenta de lo que está haciendo, ya ha jalado la cabeza del cabello y la ha arrojado en el canasto.

–No estuvo tan mal, ¿no? –dice la cabeza–. Te agradezco profundamente.

–Eres como un niño malcriado –dice el hombre con indignación.

–No me parezco a nada de lo que hayas conocido –dice la cabeza.

–Bueno, no es para enorgullecerse –dice el hombre.

–Levántame una vez más –dice la cabeza–. Esta vez levántame por sobre tu cabeza y cárgame ahí.

–¿Estás loco? –dice el hombre–. Me resulta imposible levantarte hasta mi cabeza. Apenas podría llevarte cargado en la cadera.

–Puedes –dice la cabeza–. Sólo haz un gran esfuerzo. Un esfuerzo como el que nunca has hecho en toda tu vida. Como si fuera asunto de vida o muerte.

–No está en mí –dice el hombre–. Esos días pasaron hace mucho.

–Párate e inténtalo –dice la cabeza–. Como un hombre.

–¿Es adrede que me insultas? –pregunta el hombre.

–Te estoy ofreciendo una oportunidad.

–No tengo nada que probar –dice el hombre.

–Entonces ándate y déjame solo –dice la cabeza repentinamente.

–Eso es lo que he estado tratando de hacer todo el tiempo –dice el hombre–. Desde que te encontré.

–Hazlo –dice la cabeza–. Ve si puedes. Sólo camina.

–Me amenazaste. Dijiste que pagaría el precio si te daba la espalda.

–No habrá consecuencias –dice la cabeza–. Créeme. Sólo camina.

Y ahora el hombre se siente más solo que nunca antes en su vida. Una profunda, aplastante desolación oprime su pecho. El mismo sentimiento que trata de evitar desde que era niño. El sentimiento del que se sacude cada mañana cuando camina hacia su cepillo de dientes y cada noche al apagar la luz. Sin pensarlo, se agacha y agarra el canasto de mimbre, con un poderoso empujón lo sube hasta su hombro y, con un gruñido final, se las arregla para ponerlo sobre su cabeza. No tiene idea cómo ha podido lograrlo, pero se siente de pronto bien consigo mismo; como si el sol recién hubiera aparecido entre las nubes.

–Ahora nos vamos a ver como un hombre con dos cabezas tambaleándose en la carretera –le dice el hombre a la cabeza–. Una encima de la otra.

–Somos un hombre con dos cabezas –dice la cabeza alegremente desde la altura.

–No –dice el hombre–. Somos dos cosas separadas. Tú no me perteneces. Te encontré a un lado del camino. No lo olvides.

–Como quieras –dice la cabeza–. Sigue derecho. Puedo ver el lago desde aquí.

–¿Cómo es? –pregunta el hombre.

–Liso. Verde. Totalmente pacífico.

–¿Es lo que esperabas? –dice el hombre.

–Lo veremos al llegar –responde la cabeza.



REGRESAR A LA REVISTA