sábado, abril 17, 2004

NOTICIAS

Armando la biblioteca de Babel
Beatriz de Moura, editora de Tusquets

JOSEP MASSOT - 02:47 horas - 12/04/2004 /La Vanguardia

Beatriz es de Moura. De Moura no es un lugar ni un territorio, es un genitivo que en ella no indica pertenencia a nada ni a nadie, y si tuviera que vincularse a un verbo, sería un verbo de memoria y olvido. Porque Beatriz, dice la etimología, viene de feliz; pero más remoto en el tiempo, significa viajera. Así que la imagino viajando feliz, excéntrica de su nombre. De Moura es un bisabuelo que poseía un grandioso ingenio azucarero en Itiparicurú-Mirim, en el estado de Marañón, Brasil, tan extenso como España. De Moura es también su abuelo, un ilustrado seguidor de Benjamin Constant, ingeniero, matemático, positivista, tal vez masón, y general de genio, que estuvo con 18 años en la conjura republicana que derrocó al emperador portugués don Pedro II y después encabezó la rebelión democrática, por supuesto militar, cuando Getulio Vargas quiso imponer una dictadura y que él pagó no con la cárcel, sino con un agravio peor: la pena de degradación con el despojamiento público de sus condecoraciones, honores e insignias. Todo un personaje, Astinphilo de Moura, que antes de ser general encabezó una expedición científica para localizar en el centro de Brasil una zona propicia para alzar la capital del país, y que podría protagonizar una de las muchas novelas que tiene en su memoria Beatriz de Moura.

Hace poco –en Brasil ha vivido en total poco más de tres años– quiso visitar la antigua plantación familiar y halló un inmenso palmeral, sin rastro de las casas, aunque sí una certeza intuida: “No tengo raíces y sigo sin tenerlas: si pertenezco a algún ámbito es al mediterráneo, a su luz, al mar, a su clima, a su cultura”. Lo empezó a descubrir cuando otro De Moura, su padre, fue destinado a la embajada de Argel, tras una breve estancia en Quito, cuando ella apenas tenía seis años y una hermana enferma que le quitó el sueño. Beatriz crecía libre e indisciplinada –“no me gustaría haber estado en la piel de mi madre”, comenta riendo–. Guapa, moderna, orgullosa y terca, estalló su adolescencia en la Roma de la “dolce vita”, de las motos y de los bares de Via Veneto y Piazza Spagna, siguiente destino de su padre, escapando de la disciplina férrea de éste y adiestrándose encantada en la del Liceo Francés, donde un claustro de profesores entusiastas de la literatura le transmitió para siempre la solidez analítica de los textos y le contagió la pasión exigente por las letras, una exigencia que le hizo archivar los cuentos que escribía desde pequeña y que llegó a publicar en “Le Journal d'Argel”. Porque ella quería ser periodista para viajar y vivir aventuras maravillosas vinculadas a sus lecturas, como las de Tintín o “La cartuja de Parma”.

Tras una crisis mística entre fiestas de los cachorros de la alta burguesía romana, se reencontró con el español en Chile. Una breve estancia en Río de Janeiro hizo más clamoroso su espanto al aterrizar en la Barcelona gris de 1956. Recuerda “un pijerío insoportable,las tienduchas minúsculas en las entradas de las casas, los porteros agazapados bajo la luz enfermiza de las bombillas que colgaban de un hilo mugriento y, sobre todo, un silencio aplastante”. Acabado el bachillerato, su válvula de escape fueron el Instituto Francés y su ático, en la torre vecina a la de los Goytisolo, donde bailaba rock and roll con sus amigos. Rebelde aún sin causa, la encontró dolorosamente al querer estudiar una carrera y toparse con la negativa de su padre, que la destinaba al tradicional “beau marriage”. Empecinada, marchó a Ginebra a estudiar en la Escuela de Intérpretes e iniciarse en las amistades peligrosas. En su casa –“bon vivant” antifranquista, pero liberal conservador, su padre; religiosa su madre– detectaron enseguida el peligro de desvío y le prohibieron regresar a Suiza. Ella, libre y terca, transgredió la norma y se quedó sin casa. Pasó de niña bien a tener que ganarse la vida con mil trabajos de subsistencia, mientras pasaba clandestina la frontera con el coche forrado de ejemplares de “Mundo obrero”, blindada por el pasaporte diplomático. En Ginebra estudió tres carreras y se dio cuenta de que no servía para la velocidad de la traducción simultánea. Cuando eligió retornar a Barcelona –su padre ya estaba en otro destino, al otro lado del Atlántico–, consiguió trabajos de traducción literaria mal pagados hasta que entró en Gustavo Gili, donde coincidió con Cirlot, y después en la Enciclopedia Salvat. Fue el principio de su vida central en la cultura barcelonesa, la prehistoria aún de la “gauche divine”. Deslumbró como mujer culta, cosmopolita y libre y después como la editora que ha forjado, en España y América, una biblioteca imprescindible para conocer el pensamiento, la ciencia, la narrativa y la poesía contemporáneas: Tusquets.

Beatriz de Moura
LA VANGUARDIA - 02.47 horas - 12/04/2004

Beatriz de Moura es divertida, exigente, tozuda, cariñosa, temible, geniuda, rigurosa e impulsiva, todo a la vez y en todos los idiomas de cultura. Verla en el Frankfurter Hof pasando del inglés al italiano, del francés al portugués o al español, según la nacionalidad de sus interlocutores, de editores y periodistas a premios Nobel, es un espectáculo fascinante. Tiene pasaporte diplomático para sentirse como en casa propia en la alta literatura que nace de la inteligencia, la que no conoce fronteras geográficas ni aduanas idiomáticas. Demasiado exigente para ser más prolífica con sus textos literarios, es una narradora oral que cautiva en todos los géneros literarios, desde la sátira hasta el pensamiento grave. Como cuando relata su caída del caballo del comunismo mientras viajaba fervorosa a Moscú y su avión –el día que estalló la crisis de Bahía de Cochinos– fue desviado a Leningrado y de noche, en una tétrica sala desastrada, interrogada por la policía soviética, tuvo que recurrir al consejo que le había dado Luis Goytisolo para escabullirse de las celadas que en España tendía la policía franquista. Fue cuando decidió abolir la estatua equivocada del idolatrado Sartre y pasarse al bando del vilipendiado Camus, su cómplice argelino, escéptico, radical entusiasta del ser humano en revuelta