CONVERSACION
Derrida: voces y trazas
Quizá el último de los grandes pensadores vivos, heredero de esa tradición, la de la filosofía, que ha contribuido, sin embargo, a deconstruir. Hoy, las voces de Derrida se multiplican en todos los ámbitos de la cultura y sus trazas delimitan la cartografía de la contemporaneidad. ¿Será acaso la ‘deconstrucción’ el termómetro de nuestra época? En todo caso, el siglo que balbucea es ya derridiano. Aquí, Derrida dialoga con Hélène Cixous, la escritora y teórica que, quizás, mejor lo conoce y más lo ha pensado. Cada uno de ellos ha escrito sobre el otro y, aquí, vuelven sobre los grandes temas
ALIETTE ARMEL - 00:00 horas - 28/07/2004 La Vanguardia
La relación que mantienen desde hace cuarenta años Jacques Derrida y Hélène Cixous es un rarísimo ejemplo de amistad literaria, de intercambio cultural que enriquece los textos y que se alimenta de ellos, de correspondencia de pensamiento que cada uno orquesta de modo diferente en su obra, filosófica para uno, literaria para la otra, aunque ambos habitan ese lugar de la lengua "donde los dos lados pueden coexistir con su dentro, su entre, su intercambio". Nacieron en Argelia en el seno de familias judías, Cixous en Orán, en 1937, y Derrida en El Biar, cerca de Argel, en 1930. Se conocieron cuando Cixous todavía no había publicado nada y acababa de leer los primeros textos de Derrida. La mirada que cada uno de ellos dirige sobre la obra del otro la enriquece con profundas resonancias y perspectivas nuevas. Derrida y Cixous han aceptado continuar de viva voz su diálogo.
Aliette Armel: Han aceptado ustedes una conversación oral donde interviene el decir, sobre cuyo peligro en relación con el pensar ha escrito
Hélène Cixous. La voz también desempeña aquí un papel: ocupa un lugar importante en los textos de los dos.
Jacques Derrida: Quienes no leen me reprochan a veces practicar la escritura contra la voz, como para reducirla al silencio. En realidad, he propuesto una reelaboración y una generalización del concepto de escritura, de texto o de marca. La oralidad es la facilitación de una marca. Pero el tratamiento serio de estos temas exige tiempo, paciencia, retraimiento, escritura en sentido estricto. Me cuesta improvisar sobre aquello que más cuenta para mí. Nuestras tres voces se aventuran aquí en un ejercicio temible y singular: pasarnos la palabra, dejárnosla para facilitar un camino más bien imprevisible. Nuestras palabras tendrán que marcar más de un ángulo, tendrán que triangularse, practicar la interrupción al tiempo que se articulan entre sí. Sí, para Hélène y para mí, a pesar de una diferencia abisal, la escritura se regula a partir de la voz. Interior o no, se coloca o se encuentra siempre en escena. Escribo en voz alta o en voz baja. Tanto para las clases como para los textos que no están destinados a ser proferidos. Desde hace más de cuarenta años, escribo lo que enseño desde la primera palabra hasta la última, experimento por adelantado el ritmo y la tonalidad de lo que, fingiendo improvisar, vocalizaré en el aula. No escribo nunca en silencio, me escucho o escucho el dictado de otra voz, de más de una voz: puesta en escena, pues, baile, escenografía de los vocablos, del aliento y del cambio de tono. La preparación de un seminario es como un camino de la libertad: puedo dejarme hablar, tomarme todo el tiempo que me es dado escribiendo. Para la publicación, como se trata de textos de géneros muy diferentes, el registro de la voz cambia cada vez.
Hélène Cixous: Los dos tenemos diversas prácticas de escritura. Una que envía por medio de la voz que llamamos alta, pero que para mí es delgada y unívoca, que pertenece al ámbito de la enseñanza; la otra va profundizándose por los grados de lo escrito silenciosamente, parece sin voz, cuando en realidad consigue en una voz hacer oír un coro de voces. Cuando escribes tus seminarios, pre-dices, tu voz es una pre-voz, escribes un texto para rehablarlo. Este rehablar es una teatralización que es ya una puesta en escena. Doblas la puesta teatral. Eres un actor de quien eres en tanto que actor. Te doblas, en todos los sentidos. Yo no escribo mis clases. Durante días surco una región que tiene múltiples textos mediante ramificaciones, entrecruzamientos, injertos, hasta pensarlos de memoria. A continuación improviso durante cuatro o cinco horas partiendo de un semillero de notas de un par de páginas. Necesito dejarme frecuentar por las voces procedentes de otras partes mías y que resuenan a través de mí. Quiero tener voces. De pronto me encuentro a merced de su insuflación. Pueden fallarme. No domino, me someto a los oráculos. Ese riesgo es la condición de mi impulso y mis hallazgos. Es posible que esté sin aliento, que algo se ahogue. Me reconocí mucho en tu inaudito texto sobre Artaud, La palabra soplada, en esa bivalencia de lo soplado: una palabra soplada/dada por alguien a otro y una palabra robada, arrebatada. Los dos dejamos que la palabra tome su vuelo: ese soltar el habla como se suelta un pájaro o un soplo, dejar partir algo que hará una travesía. Coreografilósofo, corifeo, corazón, obligas al texto a bailar, valsar, girar, resbalar, incluso rapear a merced de tu pensamiento supremamente preciso e improvisado. Un volar de textos. Me parece más bien un canto, una música. ¿De dónde me viene? Me guían hermosas voces antiguas, ¿las de mis padres? JD: La palabra soplada es también el dictado de voces plurales (masculinas y femeninas). Se encabalgan, se entrelazan, se reemplazan. Siempre más de una voz que dejo resonar con diferencias de altura, timbre y tono: otros tantos hombres o mujeres que hablan en mí. Que me hablan. Como si me arriesgara entonces a aceptar la responsabilidad de una especie de coro al que de todos modos debo hacer justicia. Refrendando, para confirmarlo, en el encuentro o en contra del otro, aquello que me llega de más de uno o más de una. Intervienen también otros inconscientes, o las siluetas de destinatarios conocidos o desconocidos, para los que hablo y que me dan la palabra, que me dan su palabra. AA: En El monolingüismo del otro, Jacques Derrida explica que esta lengua que los ha reunido se ha forjado en unos orígenes comunes. Los dos son: "Escritores, judíos, de Argelia".
JD: Al principio, aunque acababa de finalizar la guerra de Argelia, esos orígenes no estuvieron muy presentes en nuestros intercambios. Más tarde, de modo siempre más agudo, fuimos adquiriendo conciencia de ellos. Empecé a escribir sobre mi Argelia, la infancia, el judaísmo, etc., con La tarjeta postal, El monolingüismo del otro, Circonfesión y otros libros. Más allá de cuanto nos resulta común de ese lado, de este otro lado, escribimos, es más que evidente, textos que no pueden ser más diferentes. Nuestra explicación con la lengua francesa también es diferente. No tenemos la misma formación. Si bien mi gusto por la literatura fue primero, soy filósofo. Empecé intentando legitimar mi trabajo filosófico mediante la institución universitaria. Para poder tomarme algunas libertades de escritura, era necesario que primero se me concediera cierto crédito. Antes sólo traicioné las reglas de forma prudente, astuta y casi clandestina. Por más que no pasara inadvertido a todo el mundo. Mi pasión extraña y tempestuosa por la lengua francesa se liberó poco a poco. Sigo siendo obstinadamente monolingüe, sin acceso natural a otra lengua. Leo en alemán, puedo enseñar en inglés, pero mi apego a la lengua francesa es absoluto. Inflexible. En cambio, por sus orígenes que no son únicamente sefardíes, sino también, por su madre, askenazíes, Hélène tiene una relación nativa con el alemán. Y lee muchas otras lenguas.
HC: Cuando nos conocimos, estábamos ocupados cada uno de nuestro lado en aproximarnos al espejeante corazón de la lengua francesa, en tutearla. Yo, desde mis otras lenguas, también. Cada uno de nosotros es extranjero de modo distinto. Y esa extranjería también presidió nuestro encuentro: él me percibió como extranjera, incluso de su mundo, por esta parte que llama askenazí y que para mí es alemana. Lo que aproxima nuestras desemejanzas es una experiencia tematizada del dentro desde fuera. Mi imaginación quedó marcada por la primera experiencia de mi infancia, el acontecimiento, diría él. Fue en 1939, tenía dos años y mi padre era teniente médico, de pronto tengo derecho a entrar en ese lugar de admisión y exclusión que se llamaba en Orán el Círculo Militar. Entro en ese jardín: he aquí que no estaba dentro. Viví la Experiencia: se puede estar dentro sin estar dentro, hay un dentro en el dentro, un fuera en el dentro y así hasta el infinito. En ese lugar que me había parecido como el paraíso se abre el infierno: no conseguía entrar en aquello en que era admitida, puesto que estaba excluida por mi origen judío. Y todo es inextricable. Sólo lo comprendí cuando el mensaje de rechazo me fue escupido por los otros niños. No he dejado de vivir la exclusión, sin que me estorbe ni se convierta en un domicilio. El tránsito entre el dentro y fuera se encuentra en todo cuanto escribo, como en todo el pensamiento de Jacques Derrida. (…) Ya entonces trabajaba la cuestión de la presencia del presente, del presente de la presencia, de la supervivencia. E incluso del a partir de ahora. Habíamos vivido la expulsión por Vichy. Tenía tres años cuando vi a mi padre desatornillar su placa de médico. Tenemos en común lo que he llamado nosbleridas: unas heridas, pero nuestras y que se convierten en nuestros títulos de nobleza. Hemos podido comprendernos al milímetro de palabra, porque el trabajo de la estigmatización, de la cicatriz, estaba inscrito originariamente en el libro de la vidad de ambos.
AA: La escritura de ambos se apoya en las palabras, parte de un juego de palabras, de una expresión que alimenta el avance del pensamiento y a veces la progresión de la historia.
HC: Se podría hacer un poema con los títulos de sus libros. Si bien La escritura y la diferencia todavía se portaba bien en términos gramaticales, a medida que avanza, más el giro de la palabra comporta enganches y algunos textos son engendrados por una palabra genial de la lengua francesa genialmente reinterpretada en derridiano. Fichus. Il faut le faire. Demeure. Béliers. Le envidio los títulos. Su hipersensibilidad a lo que ocultan las palabras francesas tanto filosofónica como literaldemente.
JD: Sí, al principio está la palabra. A la vez nominación y vocablo. Como si no pensara en nada antes de escribir: sorprendido por tal o cual recurso de la lengua francesa que no he inventado, hago a continuación algo que no estaba dentro del programa pero ya hecho posible por un tesoro léxico y sintáctico. De ahí esa sensación sobrecargada: júbilo, misión cumplida al servicio de la lengua... y cierta irresponsabilidad. Todo me vuelve, pero desde la lengua... que pasa de mí pasando por mí. En el transcurso de una entrevista reciente, me llegó por sorpresa la expresión jurer avec. Quería decir exactamente lo que buscaba: desentonar, pero al mismo tiempo refrendar, jurar, hablar bajo juramento con. Y jurar con, esa conjuración misma. Milagro: ni se me había ocurrido un segundo antes. Y entonces exploté los recursos de esa expresión intraducible. No se puede traducir jurer avec en otra lengua salvando cuanto puede tener de múltiple y contradictorio cierto uso de esa fórmula. Lo que me guía siempre es la intraducibilidad: que la frase se endeude para siempre con el idioma. El cuerpo de la palabra tiene que ser hasta tal punto inseparable del sentido que la traducción no pueda sino perderlo. Ahora bien, paradoja aparente, los traductores se han interesado mucho más por mis textos que los franceses, han intentado reinventar en su lengua la experiencia que acabo de describir. Por ejemplo, una vez decidí que H. C. pour la vie era el título más justo, organicé mi texto para que explotara filosóficamente los recursos del idioma en registros diferentes: el análisis minucioso de los textos de Hélène, de Freud, de una idea afirmativa de la vida, etcétera. Es la suerte contingente de su nombre y sus iniciales: Hélène Cixous. C'est pour la vie quiere decir a la vez la amistad fiel e indefectible, de por vida, para la vida, pero también ese para la vida, por la vida, que es en ella una afirmación, una toma de partido por la vida que no he conseguido nunca compartir. No estoy contra la vida, pero no estoy por la vida como ella. Esta discordancia está en el corazón del libro... y de la vida.
AA: El proceso que describen a partir de la palabra puede parecer muy abstracto. En cambio, los libros de los dos están impregnados de autobiografía y, por lo tanto, de la vida misma: las palabras devuelven a la vida.
JD: Desde Le prénom de Dieu, los libros de Hélène han sido narrativos y fantásticos, fantasmales, sí, pero también fecundados por su historia singular, incluso familiar. En mi caso, es muy diferente. En mis primeros libros no hay ningún indicio, ninguna señal biográfica. Son autobiográficos, en caso de que lo sean, de otro modo. Es más adelante, con Circonfesión, El monolinguismo del otro, etcétera, que, de un modo más o menos ficticio, he hecho referencia a lo que se llama mi vida. El yo tiene ahí una posición ficticia, sí, pero diferente del que tenía en mis primeros textos cuando utilizaba la primera persona del singular o del plural al modo abstracto del filósofo o el teórico clásico. Así que nuestras trayectorias son muy diferentes en lo que se refiere a la relación de la palabra con la vida, y a la vida de la palabra.
HC: De todos modos, aunque todos mis libros están pensados a partir de las experiencias que he podido tener, me encuento relativamente ausente de mis textos considerados como autobiográficos. Lo esencial de lo que ha sido mi yo es completamente secreto. Escribo a partir de esta tensión entre lo que se esconde y lo que sucede, es decir, el libro. El libro me ocurre, posee un poder superior al de la persona que cree escribirlo. Mis libros son más fuertes que yo, se me escapan. Me someten a traducción.
AA: ¿Es un elemento de esta autobiografía de tipo desconocido lo que Hélène Cixous ha descrito como la presencia del cuerpo en los textos de Jacques Derrida?
HC: En todos sus textos se pone de manifiesto una ingenuidad, algo nativo. Realiza la autobiografía de su cuerpo en tanto que cuerpo estigmatizado, cuerpo de sangre y signo. Ha tenido la extraordinaria audacia de poner de manifiesto que el filósofo escribe con todo su cuerpo, que la filosofía sólo puede ser traída al mundo por un ser de carne, sangre, sexo, sudores, esperma y lágrimas, con todas sus circuncisiones y escarificaciones físicas y psíquicas. Eso es algo único, y sin precedentes. Ese cuerpo extranjudío que teme, tiembla, goza y triunfa revela lo que esconde. No puede mentir.
JD: Ya ve lo que me da la amistad de Hélène: es sin duda la única en pensar que no miento nunca. Incluso cuando miento (cosa que debo de hacer a veces, como todo el mundo, quizá un poco menos), seguiría siendo (según ella) inocente. Paso por ser alguien que pone en cuestión el valor de la verdad, que al menos la mira dos veces y la somete siempre a preguntas de historia (hay una historia de los valores de verdad), hasta el punto de que mis enemigos me consideran, erróneamente claro, como un escéptico o un nihilista. Sin embargo, cuando algo me parece verdad (aunque doy ahora a la palabra un sentido diferente que no puedo explicar aquí), ninguna fuerza del mundo, ninguna tortura podría impedirme decirlo. No se trata de valor o desafío, es una pulsión irresistible. Si debo interrogar de manera crítica el trabajo de un autor respetado, tengo conciencia del riesgo que tomo, pero no puedo impedirme hacerlo: cuando algo tiene que ser dicho, se dice. Y cuando pasa por mí, ningún dique puede contenerlo.
HC: Este trayecto de la verdad es para mí tu regalo a la humanidad. Leyéndote, aprendemos que la verdad siempre está un poco más lejos. Y del lugar al que llegas, vuelves a partir, prosigues, te relanzas, nunca sientas a la verdad sobre tus rodillas. La verdad te hace caminar siguiendo todos los sentidos de la palabra. Es también la ley de la escritura: sólo se puede escribir en la dirección de lo que no se deja escribir y que hay que intentar escribir. Lo que puedo escribir, ya está escrito, no tiene ningún interés. Voy siempre hacia lo más espantoso. Es lo que hace que la escritura sea exaltante pero dolorosa. Escribo hacia lo que rehúyo. Sueño con ello. Es siempre un Jardín de Ensayo (jardín botánico de Argel), pero es un jardín infernal, que expulsa.
JD: Encontramos el tema de lo imposible. Perdonar sólo es posible allí donde se perdona lo que es imposible de perdonar. Si se perdona lo que es perdonable, a cambio del arrepentimiento o una petición de perdón, no se perdona. Sólo hay perdón posible en el caso de lo imperdonable. Por lo tanto, la posibilidad cabe en lo imposible. Y eso vale también para la dádiva, la hospitalidad. La hospitalidad incondicional es imposible. Pero es la única hospitalidad posible y digna de ese nombre. Podría multiplicar los conceptos obedeciendo la misma lógica, donde la única posibilidad de algo es la experiencia de la imposibilidad. Si se hace sólo lo que podemos hacer, lo que está en poder de uno, sólo se despliegan posibilidades que están en uno, se desarrolla un programa. Para hacer algo, hay que hacer más de lo que se puede hacer. Para decidir, hay que cruzar la imposibilidad de la decisión. Si yo sé qué decidir, no hay responsabilidad que asumir. Es verdad de la experiencia en general. Para que algo o alguien llegue, tiene que ser absolutamente inanticipable. Un acontecimiento sólo es posible en tanto que imposible, más allá del puedo. A menudo escribo imposible con un guión entre im- y posible, para sugerir que la palabra no es negativa en el uso que hago de ella. Lo im-posible es la condición de posibilidad del acontecimiento, de la hospitalidad, la dádiva, el perdón, la escritura. Cuando algo está previsto, en el horizonte, ya es pasado, así que no llega. Se trata también de un pensamiento político: sólo llega lo que los esquemas disponibles no logran prever.
TRADUCCIÓN: JUAN GABRIEL LÓPEZ GUIX© MAGAZINE LITTÉRAIRE 2004
miércoles, julio 28, 2004
miércoles, julio 07, 2004
NOTICIAS
LA RENOVACIÓN DE LA LITERATURA POLICIACA
La nueva geopolítica del crimen
La Semana Negra de Gijón redibuja el mapa de los detectives de novela
El año del Libro celebrará en enero una ‘cumbre’ de la novela negra europea, que pone el énfasis en el entorno social
XAVI AYÉN - 03:46 horas - 07/07/2004 / La Vanguardia
Gabriel García Márquez dijo una vez que una de las mejores novelas negras que había leído era Edipo Rey, en la que “el detective descubre que él mismo es el asesino”. En esa línea integradora se sitúa la 17ª. edición de la Semana Negra de Gijón, una de las citas europeas más importantes de la literatura criminal, que se celebra del 9 al 18 de julio. Este año, según explica su director, Paco Ignacio Taibo II, predominan dos temas: “El mestizaje de géneros, y las novelas que describen ciudades, donde el lugar es protagonista; para saber cómo es la Atenas de hoy, lo mejor es leer las historias del comisario Jaritos, de Petros Márkaris”.
Un repaso a algunas novedades recientes del género (véase el mapa de la página siguiente) apunta a una Europa fuerte. En el caso español, Barcelona es una ciudad con tradición criminal, y no sólo porque uno de los investigadores más célebres del mundo (Pepe Carvalho) habite en ella. La portada de la última aventura de Petra Delicado publicada en Alemania explota como gancho el atractivo turístico de la ciudad, con una gran fotografía de la Casa Batlló. En Un barco cargado de arroz, Petra y su ayudante, Fermín Garzón, conocerán el mundo de los sin techo. Francisco González Ledesma, al que Taibo II define como “un dinamitador de la Barcelona yuppie”, abandona de momento a su investigador Méndez, y narra la venganza tardía de unos jubilados, que no han olvidado un episodio de su juventud. Andreu Martín y Carlos Quílez explican el robo de una colección numismática. También emergen, en las novedades, Bilbao, con el ex ertzaina Iñaki Artetxe creado por José Javier Abasolo, y el Toledo de Val McDermid, que hace aparecer el cadáver de una guía turística alemana en el desfiladero del Tajo. Y José Carlos Somoza sitúa en un pueblecito andaluz una trama de violencia juvenil con skins.
El próximo mes de enero, dentro de los actos del año del Libro, se celebrará en Barcelona un congreso sobre la novela negra europea, con asistencia de los más destacados autores. “El género en Europa es, sobre todo, novela social –afirma David Barba, coordinador de las jornadas–. A partir de los años 60, se pone énfasis en el entorno sociopolítico, no sólo en la trama criminal. Vázquez Montalbán habla de la transición, Mankell de la otra cara del estado de bienestar sueco…”.
La gran estrella de esta Semana Negra es un norteamericano, Alan Furst, pero de temática europea. Acaba de publicar dos novelas en Umbriel, Reino de sombras y La sangre de la victoria, ambientadas en diversos países de la Europa de los años previos a la segunda guerra mundial, su territorio predilecto. En la primera, conoceremos a un aristócrata húngaro exiliado en el París de 1938. En la segunda, a un escritor ruso, huido de las purgas de Stalin, que vive también en la capital francesa, en 1940, cuya atmósfera Furst recrea con gran habilidad. Por su parte, el británico Robert Wilson dibuja una Lisboa, a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuyas calles bullen de espías. Y John Lawton describe el Londres de la misma época, con sus ataques aéreos, por el que se mueve el sargento Troy, hijo de emigrantes rusos.
Otro invitado a Gijón es el estadounidense Dan Fesperman, que ha sido corresponsal en Berlín y enviado especial a la guerra de los Balcanes. En El barco de los grandes pesares (RBA), descubrimos a Vlado Petric, ex policía de Sarajevo que vive en el Berlín reunificado. Fesperman nos explica que “la capital alemana fue el destino de muchos refugiados bosnios. Es una ciudad en la que, a poco que escarbas, salen rastros de cualquier hecho horrible del siglo XX”. Su obra cuenta cómo, en la posguerra europea, “EE.UU. permitió la huida de muchos fascistas a cambio de que se convirtieran en aliados en la guerra fría, hubo una red de franciscanos croatas que hicieron huir a criminales de guerra”. El autor cree que “en EE.UU. surgen ahora muchas novelas sobre el conflicto Oriente-Occidente, pero se presentan como una lucha del bien contra el mal”.
El comisario siciliano Montalbano, de Andrea Camilleri, se enfrenta al caso más difícil de su carrera, y el sardo Marcello Fois –que asistirá a Gijón– publica Hierro reciente (Espasa), donde se toca el tema del terrorismo de los años 70 en Italia, que ha traspasado la ficción y ha causado polémica en la vida real en Francia, donde la justicia acaba de autorizar la entrega a Italia del escritor Cesare Battisti (también del género negro, por cierto), implicado en dos asesinatos. En Justicia uniforme (Seix Barral), el escéptico comisario veneciano Guido Brunetti, creado por Donna Leon, se ocupa del caso de un cadete de una academia militar que ha aparecido ahorcado. Asimismo, en Suicidio perfecto, el griego Costa Jaritos, un policía un tanto cutre –del ya citado Petros Márkaris– investiga en medio de una ciudad en obras, que prepara a contrarreloj los JJ.OO. de 2004.
El toque más exótico del mapa de novedades lo aporta la única detective de Botswana, la muy divertida Mme Ramotswe, creada por Alexander McCall Smith, de la que Umbriel y La Campana acaban de publicar Lágrimas de jirafa, la segunda entrega de sus aventuras. De McCall Smith también es El club filosófico de los domingos (Roca), protagonizado por Isabel Dalhousie, entrometida filósofa de Edimburgo.
La Semana de Gijón tendrá acento argentino, pues entregará su premio de novela inédita a Guillermo Orsi, por Sueños de perro, sobre el asesinato de un ex jugador de rugby, mientras Horacio Vázquez Rial y Raúl Argemí exploran aspectos oscuros de la dictadura. Y también acudirán dos ejemplos de la nueva narrativa negra cubana, Lorenzo Lunar y Amir Valle, que publican en Zoela. El primero refleja la vida en la ciudad de Santa Clara, que vive a ritmo de bolero, mientras que el segundo describe el degradado barrio de Centro Habana, a través de “un policía atípico, hijo de embajadores, racista, padre y amante esposo”. Ambos –y su visión nada oficial de la isla– cuentan con seguidores a ambos lados del Atlántico.
No hay que olvidar la importancia del bolsillo y las reediciones, como las que realizan RqueR (Sherlock Holmes, con nuevas traducciones) o Edhasa (clásicos como Eric Ambler o Graham Greene, cuyo centenario se celebra este año
LA RENOVACIÓN DE LA LITERATURA POLICIACA
La nueva geopolítica del crimen
La Semana Negra de Gijón redibuja el mapa de los detectives de novela
El año del Libro celebrará en enero una ‘cumbre’ de la novela negra europea, que pone el énfasis en el entorno social
XAVI AYÉN - 03:46 horas - 07/07/2004 / La Vanguardia
Gabriel García Márquez dijo una vez que una de las mejores novelas negras que había leído era Edipo Rey, en la que “el detective descubre que él mismo es el asesino”. En esa línea integradora se sitúa la 17ª. edición de la Semana Negra de Gijón, una de las citas europeas más importantes de la literatura criminal, que se celebra del 9 al 18 de julio. Este año, según explica su director, Paco Ignacio Taibo II, predominan dos temas: “El mestizaje de géneros, y las novelas que describen ciudades, donde el lugar es protagonista; para saber cómo es la Atenas de hoy, lo mejor es leer las historias del comisario Jaritos, de Petros Márkaris”.
Un repaso a algunas novedades recientes del género (véase el mapa de la página siguiente) apunta a una Europa fuerte. En el caso español, Barcelona es una ciudad con tradición criminal, y no sólo porque uno de los investigadores más célebres del mundo (Pepe Carvalho) habite en ella. La portada de la última aventura de Petra Delicado publicada en Alemania explota como gancho el atractivo turístico de la ciudad, con una gran fotografía de la Casa Batlló. En Un barco cargado de arroz, Petra y su ayudante, Fermín Garzón, conocerán el mundo de los sin techo. Francisco González Ledesma, al que Taibo II define como “un dinamitador de la Barcelona yuppie”, abandona de momento a su investigador Méndez, y narra la venganza tardía de unos jubilados, que no han olvidado un episodio de su juventud. Andreu Martín y Carlos Quílez explican el robo de una colección numismática. También emergen, en las novedades, Bilbao, con el ex ertzaina Iñaki Artetxe creado por José Javier Abasolo, y el Toledo de Val McDermid, que hace aparecer el cadáver de una guía turística alemana en el desfiladero del Tajo. Y José Carlos Somoza sitúa en un pueblecito andaluz una trama de violencia juvenil con skins.
El próximo mes de enero, dentro de los actos del año del Libro, se celebrará en Barcelona un congreso sobre la novela negra europea, con asistencia de los más destacados autores. “El género en Europa es, sobre todo, novela social –afirma David Barba, coordinador de las jornadas–. A partir de los años 60, se pone énfasis en el entorno sociopolítico, no sólo en la trama criminal. Vázquez Montalbán habla de la transición, Mankell de la otra cara del estado de bienestar sueco…”.
La gran estrella de esta Semana Negra es un norteamericano, Alan Furst, pero de temática europea. Acaba de publicar dos novelas en Umbriel, Reino de sombras y La sangre de la victoria, ambientadas en diversos países de la Europa de los años previos a la segunda guerra mundial, su territorio predilecto. En la primera, conoceremos a un aristócrata húngaro exiliado en el París de 1938. En la segunda, a un escritor ruso, huido de las purgas de Stalin, que vive también en la capital francesa, en 1940, cuya atmósfera Furst recrea con gran habilidad. Por su parte, el británico Robert Wilson dibuja una Lisboa, a finales de la Segunda Guerra Mundial, cuyas calles bullen de espías. Y John Lawton describe el Londres de la misma época, con sus ataques aéreos, por el que se mueve el sargento Troy, hijo de emigrantes rusos.
Otro invitado a Gijón es el estadounidense Dan Fesperman, que ha sido corresponsal en Berlín y enviado especial a la guerra de los Balcanes. En El barco de los grandes pesares (RBA), descubrimos a Vlado Petric, ex policía de Sarajevo que vive en el Berlín reunificado. Fesperman nos explica que “la capital alemana fue el destino de muchos refugiados bosnios. Es una ciudad en la que, a poco que escarbas, salen rastros de cualquier hecho horrible del siglo XX”. Su obra cuenta cómo, en la posguerra europea, “EE.UU. permitió la huida de muchos fascistas a cambio de que se convirtieran en aliados en la guerra fría, hubo una red de franciscanos croatas que hicieron huir a criminales de guerra”. El autor cree que “en EE.UU. surgen ahora muchas novelas sobre el conflicto Oriente-Occidente, pero se presentan como una lucha del bien contra el mal”.
El comisario siciliano Montalbano, de Andrea Camilleri, se enfrenta al caso más difícil de su carrera, y el sardo Marcello Fois –que asistirá a Gijón– publica Hierro reciente (Espasa), donde se toca el tema del terrorismo de los años 70 en Italia, que ha traspasado la ficción y ha causado polémica en la vida real en Francia, donde la justicia acaba de autorizar la entrega a Italia del escritor Cesare Battisti (también del género negro, por cierto), implicado en dos asesinatos. En Justicia uniforme (Seix Barral), el escéptico comisario veneciano Guido Brunetti, creado por Donna Leon, se ocupa del caso de un cadete de una academia militar que ha aparecido ahorcado. Asimismo, en Suicidio perfecto, el griego Costa Jaritos, un policía un tanto cutre –del ya citado Petros Márkaris– investiga en medio de una ciudad en obras, que prepara a contrarreloj los JJ.OO. de 2004.
El toque más exótico del mapa de novedades lo aporta la única detective de Botswana, la muy divertida Mme Ramotswe, creada por Alexander McCall Smith, de la que Umbriel y La Campana acaban de publicar Lágrimas de jirafa, la segunda entrega de sus aventuras. De McCall Smith también es El club filosófico de los domingos (Roca), protagonizado por Isabel Dalhousie, entrometida filósofa de Edimburgo.
La Semana de Gijón tendrá acento argentino, pues entregará su premio de novela inédita a Guillermo Orsi, por Sueños de perro, sobre el asesinato de un ex jugador de rugby, mientras Horacio Vázquez Rial y Raúl Argemí exploran aspectos oscuros de la dictadura. Y también acudirán dos ejemplos de la nueva narrativa negra cubana, Lorenzo Lunar y Amir Valle, que publican en Zoela. El primero refleja la vida en la ciudad de Santa Clara, que vive a ritmo de bolero, mientras que el segundo describe el degradado barrio de Centro Habana, a través de “un policía atípico, hijo de embajadores, racista, padre y amante esposo”. Ambos –y su visión nada oficial de la isla– cuentan con seguidores a ambos lados del Atlántico.
No hay que olvidar la importancia del bolsillo y las reediciones, como las que realizan RqueR (Sherlock Holmes, con nuevas traducciones) o Edhasa (clásicos como Eric Ambler o Graham Greene, cuyo centenario se celebra este año
viernes, julio 02, 2004
Centenario de Chejov
En busca de Chejov
Maestro del relato (1860-1904), diseccionó como pocos la pequeñez humana en la Rusia anterior a la revolución. Nuevas publicaciones invitan a releer su obra y descubren aspectos de su vida
Cuanta menos razón de ser tiene la realidad, las explicaciones sólo puede venir de fuera. Como Ortega, el escritor ruso creía en un dios a la vista
ÁLVARO DE LA RICA - 03:35 horas - 30/06/2004 / La vanguardia
De entre la extensa nómina de escritores que se han declarado inspirados por Anton Chejov, quizá nadie haya calado más profundamente en su arte que la escritora neozelandesa Katherine Mansfield. La autora de En un balneario alemán sintió por él una auténtica empatía y asimiló varios elementos de su poética. Uno de estos aspectos tiene que ver con la focalización de la prosa de ambos en lo cotidiano, en las fases habituales del comportamiento humano, en aquello cuyo secreto precisamente es más difícil de revelar por estar siempre a la vista de todos. Por eso se ha hablado de una poética de entreactos, que se correspondería con la convicción de Chejov –expresada por ejemplo en Las grosellas– de que la verdadera vida no se encuentra en la escena principal sino oculta y entre bastidores en el gran teatro que es el mundo.
Otra faceta no menos decisiva se refiere al sentido del sufrimiento humano tal y como aparece reflejado en la obra de estos dos grandes creadores. En 1920, en plena crisis, Mansfield anotó: “No quisiera morir sin haber dejado escrita mi creencia en que el sufrimiento puede ser superado. Pues lo creo. ¿Qué es lo que hay que hacer? No se trata de lo que llamamos ir más allá. Esto es falso. Hay que someterse. No te resistas. Acógelo, déjate anonadar. Acéptalo enteramente. Que el dolor sea parte de la vida. Vivir –vivir– eso es todo. Y dejar la vida como la dejó Chejov...”
Pero la lección del dolor supera al hombre. Dos años más tarde, cuando se acercaba su propia muerte, Katherine Mansfield escribió unas palabras amargas: “Chejov murió. Y seamos justos. Por sus cartas, ¿qué sabemos de Chejov? ¿Lo dijo todo en ellas? Seguramente no. ¿No crees que tuvo una vida interior de aspiraciones, que ni una palabra nos ha revelado? Lee, pues, sus últimas cartas. Había perdido toda esperanza. Si uno despoja esas cartas de todo su sentimentalismo, son terribles. No queda nada de Chejov. La enfermedad se lo tragó”.
“No queda nada de Chejov”, un pensamiento que al poeta le hubiera resultado íntimamente familiar. La impasibilidad del universo. La pequeñez del hombre, más cercano a la hierba que amarillea que a las estrellas que alumbran la bóveda celeste. De ahí surge el arte y la escritura. En Luces, otro relato recogido en la magnífica selección de los cuentos que ha realizado Víctor Gallego Ballesteros, el ingeniero Anániev evoca un sentimiento similar: “Cuando un hombre de disposición melancólica se queda a solas con el mar o contempla un panorama que le parece grandioso, por alguna razón, con su tristeza se entrevera el conocimiento de que vivirá y morirá ignorado, y su reacción automática es coger un lápiz y escribir a toda prisa su nombre en cualquier superficie que encuentra a mano”.
¿No queda nada de Chejov? Cuando se cumplen sólo cien años de su muerte en Badenweiler, la verdad es que nadie desea reconocerlo abiertamente. A Janet Malcolm, en Leyendo a Chejov, no le basta con hacer una lectura del poeta ruso. Deslumbrada por sus cuentos, especialmente por esa historia inmortal de pasión y adulterio que es La dama del perrito, necesita salir físicamente en su búsqueda. Recorre media Rusia: de Taganrog en el mar de Azov a Mélijovo, de Moscú a San Petersburgo. Cada quiebro del camino supone un nuevo fracaso. La ausencia se intensifica y provoca una vuelta más intensa a la lectura. El viaje comienza y termina en la pequeña aldea de Oreanda, cerca de Yalta, donde los amantes Anna y Gúrov se anonadan ante el sonido del mar: “Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era y así seguiría siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y a la muerte de cada hombre reside quizá la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento interrumpido de la vida sobre la tierra, de un perfeccionamiento constante”.
En esta última paradoja se esconde Chejov: la nada del hombre deja paso al todo. Una intuición que roza el sentido religioso. Cuanto más carece de razón de ser la realidad, más patente es la necesidad de afrontar el absurdo y cualquier forma de explicación sólo puede venir de fuera.
Liberal escéptico y progresista
Malcolm se hace eco de algunas lecturas de Chejov recientes (Julie Sherbinin) que ponen el acento en la religiosidad del escritor ruso. Y ofrece argumentos. Chejov conocía bien la Escritura y había sido educado en el ceremonial ortodoxo. Cuando sus amigos deseaban conocer algún dato bíblico, recurrían a él. Una parte de la simbología testamentaria, además de las estructuras narrativas, pasa a sus relatos. Janet Malcolm ofrece abundantes ejemplos. Pero es bien sabido que Chejov era un liberal escéptico y progresista, reacio a aceptar un juicio unívoco sobre las cosas, tampoco en materia religiosa. Rechazaba cualquier intento de acaparamiento de Dios.
Chejov creía como Ortega en un dios a la vista. En una carta a Diáguilev, citada por Vladimir Lashkin dice: “La cultura actual constituye el principio de un trabajo en nombre de un gran futuro, una labor que proseguirá quizás durante decenas de miles de años, que la humanidad alcance la verdad del auténtico Dios, que lo conozca como dos y dos son cuatro”. Pero este discurso recuerda demasiado al quietismo del que Chejov siempre abominó. Sabía que no podemos esperar tanto. Y que nadie puede negar tampoco la posibilidad, como se expresa en el relato El estudiante, de que lo esencial haya ocurrido ya y esté plenamente vigente.
En busca de Chejov
Maestro del relato (1860-1904), diseccionó como pocos la pequeñez humana en la Rusia anterior a la revolución. Nuevas publicaciones invitan a releer su obra y descubren aspectos de su vida
Cuanta menos razón de ser tiene la realidad, las explicaciones sólo puede venir de fuera. Como Ortega, el escritor ruso creía en un dios a la vista
ÁLVARO DE LA RICA - 03:35 horas - 30/06/2004 / La vanguardia
De entre la extensa nómina de escritores que se han declarado inspirados por Anton Chejov, quizá nadie haya calado más profundamente en su arte que la escritora neozelandesa Katherine Mansfield. La autora de En un balneario alemán sintió por él una auténtica empatía y asimiló varios elementos de su poética. Uno de estos aspectos tiene que ver con la focalización de la prosa de ambos en lo cotidiano, en las fases habituales del comportamiento humano, en aquello cuyo secreto precisamente es más difícil de revelar por estar siempre a la vista de todos. Por eso se ha hablado de una poética de entreactos, que se correspondería con la convicción de Chejov –expresada por ejemplo en Las grosellas– de que la verdadera vida no se encuentra en la escena principal sino oculta y entre bastidores en el gran teatro que es el mundo.
Otra faceta no menos decisiva se refiere al sentido del sufrimiento humano tal y como aparece reflejado en la obra de estos dos grandes creadores. En 1920, en plena crisis, Mansfield anotó: “No quisiera morir sin haber dejado escrita mi creencia en que el sufrimiento puede ser superado. Pues lo creo. ¿Qué es lo que hay que hacer? No se trata de lo que llamamos ir más allá. Esto es falso. Hay que someterse. No te resistas. Acógelo, déjate anonadar. Acéptalo enteramente. Que el dolor sea parte de la vida. Vivir –vivir– eso es todo. Y dejar la vida como la dejó Chejov...”
Pero la lección del dolor supera al hombre. Dos años más tarde, cuando se acercaba su propia muerte, Katherine Mansfield escribió unas palabras amargas: “Chejov murió. Y seamos justos. Por sus cartas, ¿qué sabemos de Chejov? ¿Lo dijo todo en ellas? Seguramente no. ¿No crees que tuvo una vida interior de aspiraciones, que ni una palabra nos ha revelado? Lee, pues, sus últimas cartas. Había perdido toda esperanza. Si uno despoja esas cartas de todo su sentimentalismo, son terribles. No queda nada de Chejov. La enfermedad se lo tragó”.
“No queda nada de Chejov”, un pensamiento que al poeta le hubiera resultado íntimamente familiar. La impasibilidad del universo. La pequeñez del hombre, más cercano a la hierba que amarillea que a las estrellas que alumbran la bóveda celeste. De ahí surge el arte y la escritura. En Luces, otro relato recogido en la magnífica selección de los cuentos que ha realizado Víctor Gallego Ballesteros, el ingeniero Anániev evoca un sentimiento similar: “Cuando un hombre de disposición melancólica se queda a solas con el mar o contempla un panorama que le parece grandioso, por alguna razón, con su tristeza se entrevera el conocimiento de que vivirá y morirá ignorado, y su reacción automática es coger un lápiz y escribir a toda prisa su nombre en cualquier superficie que encuentra a mano”.
¿No queda nada de Chejov? Cuando se cumplen sólo cien años de su muerte en Badenweiler, la verdad es que nadie desea reconocerlo abiertamente. A Janet Malcolm, en Leyendo a Chejov, no le basta con hacer una lectura del poeta ruso. Deslumbrada por sus cuentos, especialmente por esa historia inmortal de pasión y adulterio que es La dama del perrito, necesita salir físicamente en su búsqueda. Recorre media Rusia: de Taganrog en el mar de Azov a Mélijovo, de Moscú a San Petersburgo. Cada quiebro del camino supone un nuevo fracaso. La ausencia se intensifica y provoca una vuelta más intensa a la lectura. El viaje comienza y termina en la pequeña aldea de Oreanda, cerca de Yalta, donde los amantes Anna y Gúrov se anonadan ante el sonido del mar: “Así era su rumor cuando ni Yalta ni Oreanda existían, así era y así seguiría siendo, sordo y monótono, cuando nada quede de nosotros. En esa constancia, en esa total indiferencia a la vida y a la muerte de cada hombre reside quizá la prueba de nuestra salvación eterna, del movimiento interrumpido de la vida sobre la tierra, de un perfeccionamiento constante”.
En esta última paradoja se esconde Chejov: la nada del hombre deja paso al todo. Una intuición que roza el sentido religioso. Cuanto más carece de razón de ser la realidad, más patente es la necesidad de afrontar el absurdo y cualquier forma de explicación sólo puede venir de fuera.
Liberal escéptico y progresista
Malcolm se hace eco de algunas lecturas de Chejov recientes (Julie Sherbinin) que ponen el acento en la religiosidad del escritor ruso. Y ofrece argumentos. Chejov conocía bien la Escritura y había sido educado en el ceremonial ortodoxo. Cuando sus amigos deseaban conocer algún dato bíblico, recurrían a él. Una parte de la simbología testamentaria, además de las estructuras narrativas, pasa a sus relatos. Janet Malcolm ofrece abundantes ejemplos. Pero es bien sabido que Chejov era un liberal escéptico y progresista, reacio a aceptar un juicio unívoco sobre las cosas, tampoco en materia religiosa. Rechazaba cualquier intento de acaparamiento de Dios.
Chejov creía como Ortega en un dios a la vista. En una carta a Diáguilev, citada por Vladimir Lashkin dice: “La cultura actual constituye el principio de un trabajo en nombre de un gran futuro, una labor que proseguirá quizás durante decenas de miles de años, que la humanidad alcance la verdad del auténtico Dios, que lo conozca como dos y dos son cuatro”. Pero este discurso recuerda demasiado al quietismo del que Chejov siempre abominó. Sabía que no podemos esperar tanto. Y que nadie puede negar tampoco la posibilidad, como se expresa en el relato El estudiante, de que lo esencial haya ocurrido ya y esté plenamente vigente.