lunes, agosto 08, 2005

William Burroughs: los atajos del placer


Allen Ginsberg
William Burroughs Slightly Zonked, 1961/1996
Mural, RC photographic paper
Signed by both Burroughs and Ginsberg
48 x 72 in.
$1,500.00 Posted by Picasa

La vida de William Burroughs (1914-1997), el gurú de la generación beatnik, que presidió el panorama contracultural de la segunda mitad del siglo XX fue, como en su novela más celebrada, El almuerzo desnudo, un viaje por el mundo de la droga, en el que se mezclaron las alucinaciones y las metamorfosis, las pesadillas y los delirios poético-científicos, el erotismo y una amplia gama de perversiones. Este ensayo, que no hace concesiones a la leyenda, revisa la relación de Burroughs con las adicciones, bajo una luz que alumbra de modo inédito una obra cada vez menos leída y más comentada.

Por: Eric Griffiths

William Burroughs se sentía orgulloso de su cuerpo. En Interzona (1989) escribió sobre sí mismo en tercera persona: “Tenía el cuerpo esbelto de un adolescente. Bajó la mirada para ver su estómago, que dibujaba una curva plana desde el pecho.

La heroína había esculpido su cuerpo hasta reducirlo a hueso y músculos.” En Tánger, las inyecciones de dihidroxy-codeina cada dos horas le producían un irse consumiendo que, incluso bajo sus propios estándares, era muy lento, y el protagonista de El almuerzo desnudo (1959) encuentra tiempo para preguntarse: “¿Sería posible aislar de la heroína la molécula que elimina la grasa?”. A Burroughs le gustaba imaginar salvadoras o por lo menos lucrativas soluciones para sus debilidades, no importa cuán terminales fueran. En esto, como en tantas otras cosas, se mantenía fiel a las raíces que odiaba, al “grisáceo horror del suburbio del medio oeste”. Hijo de empresarios, mantenía, de un modo fantástico, el hábito familiar de
la planeación financiera (hasta los cincuenta y un años vivió de la mesada que obtenía gracias a las regalías que generaba una máquina sumadora inventada por su abuelo).

Burroughs era a la vez una réplica del carácter distintivo que lo crió como un rebelde que se sublevaba contra él. De su vida y de su obra puede afirmarse exactamente lo mismo que él dijo sobre uno de sus recuerdos de juventud: “No sé si es o no una parodia”.

Hoy pueden parecer extrañas sus fantasías acerca de crear un nicho para la heroína en el mercado de las dietas milagrosas, pero en los años cincuenta miles de millones de personas consumían legalmente anfetaminas como un atajo libre de riesgos hacia la moderación y la esbeltez. (“Con Metedrina ella puede negarse felizmente”, rezaba la publicidad que aparecía en una revista de medicina, ilustrada con la caricatura de una dama que —complacida de sí misma— rechaza una rebanada de pastel.) Durante un par de décadas las drogas estimulantes se consideraron sanas. Los pilotos la consumían antes de efectuar sus vuelos contra las fuerzas de Hitler; ayudaron a Kennedy, atiborrado de dexedrina, a acabar de manera abrumadora con Nixon en los debates que se transmitieron por televisión; Auden era laureado por su espejismo de energía.

Mientras todos a su alrededor adelgazaron químicamente, Burroughs le tenía pavor a los Estados Unidos, a cebarse, según le escribió a Ginsberg: “Cuando estaba en casa... algo espantoso me ocurría... Unos centímetros de horrenda carne blanda desfiguraba mi vientre plano, del que siempre me he sentido tan orgulloso.”

Burroughs escribe acerca de ese brote de gordura como algo “que le ocurría”, y que en apariencia sucedía sin que él jugara algún papel en ello. La gordura, como la edad madura o la adicción, nos asalta en un descuido, pero pocos han nombrado su propia negligencia con una autonomía tan maligna como Burroughs, a veces logrando un efecto vívido en sus muchas historias sobre cómo se apoderó de él “un organismo autónomo adosado al sistema nervioso” (El tiquet que explotó, 1962), pero con frecuencia, debido a una mera incapacidad para reconocerse a sí mismo como agente de su propia vida tanto como una víctima de su modo de vivir. Los diarios de Interzona están cargados con una “sabiduría a chorros” como la que él admiraba en sí mismo: “Siento que hay una horrenda fuerza que está desatada en el mundo y que avanza como una enfermedad, diseminándose como una plaga... El control, la burocracia, la reglamentación, éstos son apenas síntomas de una enfermedad más profunda que ningún programa político o económico puede tocar. ¿Qué es la enfermedad en sí misma?” Burroughs jamás advirtió que dos párrafos atrás se había advertido a sí mismo: “Me estoy quedando sin dinero. Tengo que dejar el hábito”, y jamás se preguntó qué relación podría haber entre su aprehensión con respecto a la desazón del mundo y su propio estado drástico. El espectral titilar de sus historias, sus veloces cambios de escenas y sus dislocadas líneas temporales, su elenco de miles de seres intercambiables y fácilmente desechables, traducen la verdadera intermitencia de su preocupación por los otros y por el mundo de los otros en los estremecimientos y los vuelcos de un vodevil psíquico. Su vida y su estilo de vida eran uno solo.

Algo que resulta triste acerca de escritores que, como Burroughs, se convierten en leyendas en vida, es que pocos leen sus libros y, en cambio, muchos admiran ciegamente sus vidas, aunque antes la palabra “leyenda” quería decir “material de lectura”. Estandartes y camisetas aún perpetúan sus rasgos siniestramente remilgados debido a que se le rinde culto por asociación con Ginsberg y con Kerouac, a quien se parece sólo en sus debilidades, y porque las obras y los desastres de admiradores tardíos como Patti Smith, David Cronenberg y Will Self, reemplazan su fascinación. En una tienda de autoservicios como Tesco, uno puede adquirir diecisiete de sus producciones pero sólo una de las de Samuel Beckett, aunque Burroughs consideraba que “uno de los mayores elogios que he recibido en mi vida” fue la respuesta de Beckett cuando le preguntaron qué pensaba de Burroughs: “Bueno, es un escritor”: un reclamo menor que “profeta junkie” y probablemente más duradero.

Aquí una anotación sobre la química del cerebro puede ayudar a aclarar un error común. La adicción a los opiáceos le dio a Burroughs un tema frecuente y una de sus analogías favoritas, pero fue la marihuana y no la heroína la que coloreó su imaginación cuando escribía, como él mismo lo describió en El lugar de los caminos muertos (1984): “El cannabis hacía que todo se volviera mucho más nítido... también hacía que él se volviera tonto y espectral de una manera un poco fantasmagórica”. Aunque hace mucho Walter Benjamin clamó por una “fisiología del estilo”, los estudios literarios no han avanzado mucho en esa dirección, y no digamos ya intentado una neurofisiología del estilo.

Quizá los prospectos explicativos no sean prometedores: el Marqués de Sade, por ejemplo, era adicto al chocolate, pero puede ser que no sea fácil relacionar la ingestión masiva de teobromina con el carácter de su obra. Sin embargo, en el caso de Burroughs él mismo se autodiagnosticaba con tal avidez que esto parece suficiente como para calibrar una gráfica de consumo contra rendimiento.
A menudo su escritura se halla en el peligroso borde entre la lascivia y la indignación.

Cuando describe a sus anchas los orgasmos que le produce el ahorcarse, un lector puede no estar muy seguro de si el autor está criticando mordazmente la pena capital o si se está regodeando en la asfixofilia. Es probable que Burroughs haya compartido este suspenso de actitud cuando se encontraba bajo su estilo “intoxicado”, pues anotó en sus “Cartas de un adicto experto” que: “una característica particularmente desconcertante de la intoxicación con marihuana es la perturbación de la orientación afectiva. Uno no sabe si alguien le cae bien o no, si una sensación es placentera o desagradable.”

Al someter las historias de Burroughs a observación a fin de detectar la presencia de efectos colaterales que nos den alguna indicación, caemos en su juego más que lograr explicarlas. En medio del desenfreno que conjuraba cuando estaba bajo los efectos de la marihuana, a menudo aparece la voz certera del escritor del Scientific American, reportando que algo “le ha ocurrido a este investigador”, añadiendo una idea lateral al registro etnológico: “El autor ha notado que el pene de los árabes tiende a ser ancho y en forma de cuña)”, o cuando insiste después de hacer una referencia a “las alas silenciosas del Anófeles” de que: “Ésta no es una forma retórica. Los mosquitos Anófeles no hacen ruido”. Burroughs estaba habituado a leer textos científicos desde los trece años y tachonó su prosa con distintivos de la práctica clínica: “proctitis”, “aureomicina, terramicina y algunos de los mohos más nuevos”.

Cuando escribe como si fuera el capitán Ahab: “Yo, William Seward, capitán de este lujurioso e intoxicado vagón, someteré al Monstruo del Lago Ness con rotenona y me montaré en la ballena blanca”, más vale que uno crea que, al igual que Melville, él sabía de qué alardeaba, ya que la rotenona es, en efecto, un pesticida lacustre (utilizado en las aguas de Oregon sólo unos años antes de que fueran a parar a El almuerzo desnudo). Burroughs era, y esto lo enorgullecía, un escritor menos inventivo de lo que sus seguidores de ojos más vidriados suponen. De modo que cuando en Ciudades de la noche roja (1981) menciona a “una doctora con título” que dispensa “cualquier cantidad de heroína, cocaína, o ambos”, la burlona extravagancia exagera un hecho sencillo: la doctora se llamaba Isabella Frankau, que expedía recetas desde su consultorio en la calle Wimpole a principios de los años sesenta, en la época en que Burroughs vivía en Londres.

Las salpicaduras de vocabulario técnico son comunes en la ficción gótica; entre mayor sea la ignorancia de una ciencia, más encrespada se vuelve la curiosidad léxica que genera. La ciencia no sólo proveyó el sustento de algunos de los cuentos de Burroughs, sino que justificó modos de escribir que él consideraba como un método científico, aduciendo que su técnica de “cortar”, “puede conducir a una ciencia precisa de las palabras y a descubrir la forma en que ciertas combinaciones de palabras producen ciertos efectos en el sistema nervioso humano.” La precisión viene de la revisión, y Burroughs era determinadamente antirrevisionista.

En este caso, él no revisó los términos que él mismo utilizó para referirse a premisas que no examinó, como la superstición positivista de que las palabras operan sobre el “sistema nervioso” de una manera casi farmacéutica. Nada en las obras de la imaginación corresponde al objetivo del científico de poner a prueba una hipótesis y de aislar factores significativos de causalidad mediante la repetición con control de variables. Sin embargo, cuando en 1963 apareció en The Times Literary Supplement una reseña adversa a Burroughs, vanguardistas como John Calder y Michael Moorcock se lanzaron en su defensa, chirriando que “investigaba sobre líneas que T.S. Eliot había advertido por primera vez”, y que su obra era “tanto un experimento literario como científico”. Este tipo de trapacería es la compañera constante de la ciencia, y Burroughs la parodiaba y la practicaba con igual agudeza. En muchas ocasiones él era su víctima. Cuando, al inicio de su carrera, escribía textos publicitarios para Cascade, un producto para limpiar el colon, es probable que no se haya creído sus propias peroratas, y sin embargo, esos refranes publicitarios sentaron el tono de gran parte de lo que escribiría después: “Los desperdicios acumulados durante años simplemente desaparecen sin dejar rastro. Sentirá que vuelve a nacer.”

Para Burroughs resultaba difícil rechazar cualquier ofrecimiento de limpieza integral, ya fuera asegurada por la narcosis, la insurrección o la terapia. Impresionado por el modelo mohoso y filamentoso de la memoria como bodega de experiencias, elaboró una base de esperanza irracional que puede esbozarse así: memoria=experiencias pasadas almacenadas en el cerebro; grabadoras=máquinas para almacenar sonidos pasados; de este modo, la memoria es una especie de grabación; por lo tanto, las grabadoras que permiten borrar y volver a grabar encima pueden liberar del sometimiento a los recuerdos dolorosos: “Entre más escuchemos las cintas y más las editemos, menor será su poder”. No es de extrañar que durante un tiempo Burroughs perteneciera a la Iglesia de la Cienciología, misma que, según declaró, podía “hacer más en diez horas que el psicoanálisis en diez años” (quizá sea cierto sin que por ello la cienciología sea la acolada por la que él la tomó). Pero ninguna técnica disponible de auto-mejoramiento era suficientemente segura para sus anhelos. Él creía que la fuerza y la producción en masa eran necesarias para “condicionar a las personas en una línea de ensamblaje de control de ondas cerebrales y procesos corporales... Es tiempo de dedicarse a la bio-electrónica del mecanismo del cerebro para sintonizarlo y expulsar el conflicto”. Fatuas como pueden ser estas nociones, no se trataba de idiosincracias de Burroughs sino de deseos vivos que eran prácticamente normales entre los iluminados de su día: Bertrand Russell, por mencionar a uno, también creía que la agresión podía sacarse a pellizcos del cuerpo humano, como si se tratara de un repulsivo pelo en la nariz, con pocas molestias aparte de un recular momentáneo. La fe religiosa se esfuma, pero deja tras de sí esperanzas religiosas que se estancan, y luego quienes pretenden llenar esa vacante que tiene forma de Dios, las mantienen resollando con varios cultos de experiencia y satisfacción garantizada. Si los seres humanos no pueden ser salvados, porque no hay ningún Dios que los salve, dejemos que por lo menos resuelvan sus conflictos. En Puerto de santos (1973), una vez más por fin Burroughs se prometió a sí mismo un futuro libre del pasado: “Reescribiremos todos los males de la Historia”. Evidentemente, reescribir los males requiere menos esfuerzo que enmendarlos, de ahí la inclinación que existe entre los regímenes de todo tipo de remendar los libros de texto de Historia. Burroughs compartió con otros nigromantes, ya sea esgrimidores de fetiches o con Stalin, una dolorosísima alta estima por la eficacia de las palabras, y aquí también él aparece como una figura tradicional en muchas culturas: el hombre que identifica el conocimiento con el poder, el escritor que engrandece su propia profesión, el curandero.

Coleridge consideraba su propia adicción al opio como un gran error, ocurrido en parte “por la más perniciosa forma de ignorancia: saber de medicina a medias.” Todo conocimiento médico es un conocimiento a medias, pero las personas ávidas de encontrar una cura, prefieren visiones más expansivas y crédulas que aquello que sabe y receta el doctor. En muchas ocasiones la confianza en la caligrafía de los doctores ha llevado a una adicción iatrogénica (en la época en que Burroughs nació la mayoría de los morfinómanos eran víctimas urbanas de recetas mal escritas); el opio era el Prozac del siglo diecinueve, recetado para muchos males, desde la malaria hasta el temor a las luces brillantes, la masturbación y el “hipo violento”. En 1898 The Lancet aconsejaba a los médicos generales que la heroína carecía de los “desagradables efectos colaterales de la morfina” y, por lo tanto, podía “administrarse... en dosis comparativamente grandes”; Parke Davies incluso llegó a poner a la venta una heroína cubierta de chocolate. Cuando Freud intentó quitarle a un amigo la adicción a la morfina introduciéndolo a la cocaína, sólo hizo estúpidamente lo que los mercachifles de las “curas” para las adicciones hacían de un modo bribonesco, porque preparaciones como “Denarco” u “Opacura” típicamente contenían como ingrediente activo la droga de la cual clamaban liberarlo a uno.

La adicción es un desorden de aprendizaje del que los propios doctores aprenden lentamente.
Conforme nuevas drogas entraron al mercado en el siglo veinte, “los médicos repitieron el ciclo de: entusiasmo inicial, administración liberal, dependencia concomitante y revaloración crítica que había caracterizado a la administración hipodérmica de la morfina en el siglo XIX” (David T. Courtwright, Dark Paradise: A History of Opiate Addiction in America). Uno de los motivos para la existencia de este ciclo está en la presión para resolverle la vida a los pacientes para los cuales trabaja el médico. La solución también tiende a estar presente en nuestra imaginación como algo técnico, como si pudiera y debiera de haber una solución rápida para la adicción. Así, Tom Carnwath e Ian Smith, en su lúcido volúmen Heroin Century observan que: “Procesos mentales similares subyacen a todas las adicciones… estos procesos están íntimamente conectados con los mecanismos del aprendizaje y de la formación de hábitos”. La química de estos “mecanismos” es “compleja y todavía se le comprende pobremente”, pero “los investigadores se concentran cada día más en los mecanismos que resultan comunes a los diferentes drogas que causan adicción y que son comunes tanto a los procesos de adicción como a los del conocimiento”. La palabra “mecanismo” tiene un tono alegre: evoca algo fácilmente desmantelable y que puede componerse. Pero aunque pueden existir mecanismos bioquímicos que “subyacen” o que están “íntimamente conectados con” el aprendizaje y la formación de hábitos, el aprendizaje y la formación de hábitos no deben identificarse con estos mecanismos, ni tampoco deben persuadirnos locuciones familiares como “subyacen” para hacernos pensar que estas vagas metáforas apuntan el camino hacia un conocimiento preciso de la relación que existe entre los estados mentales y las realidades socioculturales del aprendizaje y de los hábitos; un conocimiento preciso que pronto nos permitirá manejarnos a nosotros mismos y a las dificultades del ser. El cuidadoso y trillado lenguaje de Carnwath y Smith cuando dicen “íntimamente conectado”, etcétera, pronto se diluye para convertirse en formulaciones más mordaces: “El cerebro recuerda los atajos químicos del placer… La adicción es crónica y hace que el cerebro recaiga en la enfermedad” (Cartwright: Forces of Habit).

Pero el cerebro nada recuerda, sólo las personas recuerdan, como sólo una persona experimenta placer, que el cerebro jamás siente. Si la adicción es una enfermedad, es una “memoria” cortical y química de atajos, entonces, en principio, debería existir un remedio farmacéutico para curarla. Debería de haber una droga que dispare la ingestión regular de perspectivas a largo plazo y renuncie a un placer inmediato para alcanzar lo que es mejor para nosotros. Algún día esta droga se comercializará bajo el nombre “Paciencia” y tendrá una garantía de que no produce efectos colaterales indeseables como la adicción.
En contraste, San Pedro entendía la adicción desde dentro: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí. Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero... pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?” (Romanos 7:15, 19. 23-4).

El pecado es al deseo lo que la adicción al hábito: una hipertrofia que termina en atrofia; y el potencial para el pecado como para la adicción es intrínseco al deseo humano y a la formación de hábitos tal y como los conocemos. El auto-extrañamiento del adicto —captado de manera tan vívida en el desaire mutuo de las frases de San Pedro— se siente como la gota de agua que no podemos sacarnos del oído: como una canción que “sencillamente no podemos dejar de canturrear”, como si el cuerpo del adicto tuviera una mente propia. Pero las descripciones en términos de violación ajena resultan desconcertantes (desconcertaron gravemente a Burroughs), pues lo que confronta y confunde al adicto sobre su propia conducta es ni más (ni menos) que un ritmo adquirido irreflexivamente y que se arraiga profundamente, como una habilidad que se posee pero de la cual hemos olvidado las innumerables horas de práctica que nos tomó aprenderla. Para un individuo, una adicción es una destreza que ya no se quiere tener y, a nivel de la comunidad, es una Némesis de ese reemplazo de prácticas que llamamos “aculturación” y, como tal, necesita ser considerada como un fenómeno transpersonal, no sólo como el parloteo bioquímico de grupos individuales de nervios. John Yerbury Dent, cuyo tratamiento con apomorfina mantuvo a Burroughs alejado de las drogas durante mucho tiempo, pensaba que la adicción era sólo “una forma especial de ansiedad”; un aferrarse con pánico a lo ya conocido, aún si lo conocido resulta detestable o injurioso: “Si protegemos a cualquier organismo vivo… o al organismo completo como si se tratara de un niño consentido, entonces cada vez necesitará más y más protección. Se volverá adicto a la protección”.

Burroughs resultaba un paciente ideal para Dent porque nada añoraba más que sentirse a salvo, ya fuera “en la seguridad de la heroína” (1958) o en un loft de Nueva York que “te da la sensación de estar a salvo, como en Suiza” (1981), o mejor aún, en su “idea del cielo” que era “sentirse más seguro” (1983). La idolatría que Burroughs sentía por la seguridad era algo completamente estadounidense, y su adicción podría incluso verse como un sacrificio patriótico ante el cuerpo político, ya que, durante sus años de formación y mucho tiempo después, “la lucha antinarcóticos era esencialmente una función de seguridad nacional” (Douglas Valentine, The Strenght of the Wolf). Durante décadas, la información falsa, con tintes políticos, generada por la CIA y por el Buró Federal Antinarcóticos señaló a la China comunista como la principal fuente de opio, a la vez que ocultaba el involucramiento de los agentes de inteligencia estadounidenses con los barones anticomunistas de la droga así como la cosecha anual —en las tribus de las colinas del Triángulo Dorado— de niños reclutados como soldados para los ejércitos privados que sostenían “la alianza entre el gobierno y los gángsters” (Alfred W. Mc Coy, The Politics of Heroin). Este mundo de agentes turbios, niños ferales y fraude transcontinental es, justamente, el de los cuentos de Burroughs, en cuyas páginas a nadie sorprende toparse con espeluznantes animaciones de atracción diabólica como el príncipe Sopsaisana, el coronel Boris Pash, Joe Adonis, Levi G. Nutt y Santo Traficante.

“En lo que a temas médicos se refiere, casi nunca me equivoco”, subrayó Burroughs a Ginsberg cuando le envió “Una teoría general de la adicción”, pero sin duda estaba equivocado en considerar que la adicción es apenas un tema “médico”, y permaneció ciego ante la posibilidad de que la medicina en sí y su mito de panacea, pudiera ser adictivo, como podría serlo también la imagen inversa de las ideas fantásticas acerca de la curación, la fantasmagoría de una plaga. Ya en 1894 William James escribió una carta a The Nation protestando contra los anuncios de medicinas de patente que insistían en los daños a la salud “hasta que el mundo se asome a nuestra imaginación en una especie de vapor catarral, o en una neblina hemorróidica.” La mayoría de los cuentos de Burroughs se desarrollan en medio de ese tipo de efluvios mefíticos. Cuando un lector escudriña —con la fascinación de quien se dedica a buscar costras— la amenaza de “una espantosa enfermedad parecida al cáncer que invade tu cuerpo… y ha enterrado sus repugnantes tentáculos en tus órganos vitales. Un detestable carroñero que lenta e inexorablemente te va consumiendo vida”, la prosa no suena a Burroughs, pero el temor al cáncer y el parasitismo sí (las oraciones son contemporáneas a la escritura de El almuerzo desnudo y provienen del primer libro de Harry M. Hoxsey que, ambiciosamente, se titula No tienes que morir, 1956).

Burroughs creció en medio del apogeo de la teoría de los gérmenes, cuando “los ciudadanos temían una ubicuidad viral de la cual era imposible escapar” (cito la obra fundamental de Harvey Young, American Health Quackery).

Las coloridas tramas de Burroughs, a partir de El tiquet que explotó en adelante, en los cuales un virus global, y quizás intergaláctico, conspira para someternos a todos, reciclan la pseudociencia de su niñez. Sus años de adolescencia coincidieron con la pretensión de conocimiento experto que tenían los eugenistas, quienes lanzaron la advertencia de que organismos invasores y alienígenas “lenta, insidiosa e irresistiblemente están devorando el corazón mismo de los Estados Unidos” (Herny Pratt Fairchild, The Melting Pot Mistake); Burroughs pudo haber leído, mientras desayunaba Corn Flakes, los anuncios de la Fundación para el Mejoramiento de la Raza de la familia Kelloggs y su objetivo de producir “Humanos de Raza Pura”. Evocó el feroz conformismo de sus años de secundaria cuando “cualquiera que expresara dudas sobre la forma en que tratamos a los indios, la pena capital, la inferioridad natural de los negros, la abominación de ser homosexual o drogadicto, habría causado que sus compañeros de clase le rehuyeran por considerarlo un radical peligroso” (The Adding Machine, 1985). Sin embargo, Burroughs era un reaccionario peligroso: reflejaba aquello que repudiaba. Trató de alejar a sus lectores del cristianismo por considerarlo “un virulento veneno espiritual”, al estilo de Charles Davenport que conminó a la Asociación de Criadores Estadounidenses a “aniquilar la repugnante serpiente del protoplasma irremediablemente inmoral”. Burroughs alcanzó la conciencia adulta escuchando a despreciables ejecutores de fraudes —que esperaban descargarse en la incurable ilusión de los dulces de la tía Fanny, las plantillas eléctricas, o la Combinación Suave para el Tratamiento del Cáncer del doctor Johnson—, y al alcance de mercachifles similares que cometieron fraudes aún más grandes imponiendo la Prohibición para asegurar la higiene moral y la calma cívica, a la vez que, por otro lado, promovieron la salud mental de los ciudadanos a base de una dieta de sustos y de estadísticas cocinadas. No es de sorprender que Burroughs tuviera poco tiempo para dedicarle a la democracia: “La democracia es cancerosa y las oficinas son su cáncer”. Y todavía extraña menos el que incluso este aborrecimiento emergiera en un supuesto diagnóstico de una Enfermedad Mortal, ya que la visión que tenía Burroughs de un gurú verdaderamente liberador incluía una bata blanca: “…esa rareza: un doctor que piensa. Puede advertir qué está mal en cualquier situación, ya sea en el cuerpo humano o en una estructura social.”.

Ahora las computadoras figuran como ayudantes sin ambigüedades para lograr avances en el bienestar colectivo e individual. Jugaron este papel desde la juventud de Burroughs y hasta los años sesenta en la radio, quizá debido a una sospecha retorcida de que los radios tenían algo que ver con la radioterapia. Hubo una pequeña estafa que tenía forma del “Instrumento de Radio Terapéutico” del doctor Ruth B. Drown; hubo ofertas propagandísticas por parte de eruditos como Marshall McLuhan: “El sistema nervioso humano puede reprogramarse biológicamente con tanta facilidad como cualquier cadena de radio que quiera alterar su programación.” Este es un mundo donde los extraños transmisores y receptores que aparecen en esa novela de Burroughs que se llama La máquina blanda (1961) —“el equipo de emisión de calor que era un radio viviente con partes de insectos”— parecen de lo más normales. La radio también se oculta en una broma escalofriante cuando en El almuerzo desnudo imagina a un adicto ciego llamado Willy the Disk, “tratando de tocar la silenciosa frecuencia de la heroína”. Los “instrumentos como cajas” eran la pasión del escritor, desde sus escapadas con acumuladores hasta cofres todavía más talismánicos, como la “caja de plata” con un “intrincado arreglo de alambres de cobre, plata y oro, que formaban un revestimiento entrecruzado”, como una antigua radiofascia, en la que se le aconseja al personaje de Tierras del Occidente que deposite su fe: “Si no confías de manera absoluta en esta caja, la caja es absolutamente inútil”.
Confiaba en enclaves de todo tipo —“el grueso capullo del comfort”— que hallaba en la heroína, las fortalezas de proscritos que aparecen en sus cuentos posteriores, las fortalezas de asesinos de Alamout.
En Crime Zone el coronel Gerard Richarson, jefe de la CID en Tánger en la época en que Burroughs empezó a escribir allá, lo recordaba como “Morphine Minnie”.

Burroughs mandó a hacer una caja grande con hoyos en los lados.
A veces convencía a algún joven para que se metiera a la caja y se acostara...

Después de que, al parecer de Burroughs, el joven había permanecido ahí suficiente tiempo, volvía a abrir la caja, dejaba salir al muchacho y lo encaminaba. Luego él mismo se metía a la caja y se recostaba. Cuando reemergía, supuestamente lo hacía rejuvenecido.

Para cualquier homosexual que se respete, el joven habría sido el centro de toda su atención, y sin embargo, para Burroughs el centro de atención era la caja.
La caja más resistente de todas fue el País de Nunca Jamás de su adolescencia, al cual volvía con frecuencia en su escritura, a veces en torrentes de evocación desorientada: “El fragmentado punto de origen, las revistas de músculos de San Luis Misuri que están encima de la florería, jadea una vieja y triste telenovela”, y a veces haciendo alusión a los clásicos que había leído en casa y en Harvard, donde obtuvo un título en Literatura Inglesa. Se imaginaba a sí mismo como médico, atendiendo a “un niñito pelirrojo de trece años” y “poniéndole un vendaje en la pierna con una dulce, renuente y amorosa demora”.
Por un momento, en la memoria del comportamiento de Eva en el Libro Cuatro del Paraíso Perdido, sale a la luz que tentar al joven podría compararse con la frescura erótica de la primera hora de la Creación, pero Burroughs no suele más que coquetear con las implicaciones que podría tener la alusión. Sus versos favoritos, como los que pronuncia Próspero: “Y se diluyen para volverse aire”, derivan de manera semirelevante a lo largo de su escritura, como un cambio de humor sin causa u objetivo definido: “Dos malditos hijos de puta, se diluyen para volverse aire y polvo”; “leí un libro titulado Thin Air acerca de un proyecto ultra secreto de la marina para hacer que un buque de batalla y todos sus marineros desaparezcan”. Cita libremente a T.S. Eliot, otro nativo de San Luis, llevándolo a él también hasta la estrecha órbita de sus preocupaciones, como cuando Prufrock se reprocha a sí mismo: “He medido mi vida en cucharadas de café” y se consume en el repudio que siente Yonky del libre albedrío: “He visto que la vida se mide en gotas de solución de morfina.” Algunos escritores, cuando hacen alusión a algo, abren su trabajo a formas de pensar que de otro modo no se les habrían ocurrido: su escritura se reorienta, como si se le amonestara desde otro mundo; pero Burroughs más bien absorbe al colega que cita y lo incorpora a su guetto de actitudes, de acuerdo con su programa para un “retiro de individuos que piensan de manera similar en comunidades separadas.”

Withdrawal (“abstención”) es una palabra que temen la mayoría de los adictos, pero Burroughs no, pues fue cuando se abstuvo de consumir drogas que más confiablemente ideó hallar al joven que él fue, allá en San Luis: “Sentí una aguda nostalgia del silbido de los trenes, del sonido de la música del piano en una calle, de las hojas quemándose. Un grado medio de malestar por la heroína siempre me recordó la magia de la infancia. ‘Nunca falla’, pensé.” Burroughs sabía por sus adorados libros de consulta médica que esta magia la ejercía el proceso fisiológico de la homeostasis, donde los sistemas que antes estuvieron deprimidos por una droga rebotan en una actividad sin ningún tipo de amortiguamiento. Sin embargo, el saberlo no le restó encanto a los “orgasmos espontáneos” que eran “una de las pocas características agradables de los síntomas de abstinencia”. “Con ardor adolescente, uno puede seguir y tener tres o cuatro orgasmos”, le alardeó juvenilmente a Kerouac.

Aquellos silbatos de los trenes de los años veinte resuenan a través de sus libros. Convirtió ese repetirse a sí mismo en una carrera, o más bien, en un credo, tal y como lo observó en una de sus bromas más alertas cuando en Tierras del Occidente contempla a un escritor incapaz de escribir: “‘El sol frío sobre un muchachito delgado con pecas’, repite Burroughs durante mil años”. Quizá no mil años, pero por lo menos a partir de La máquina blanda (1961): “El sol frío sobre un muchachito delgado con pecas, me conoces desde hace mucho, señor dame-dinero-para-cigarros.”.

Estas repeticiones podrían clasificarse como síntomas desconsoladores de un ritual adictivo, o considerarse —al igual que Burroughs lo hizo a veces— como herramientas de una autopurgación terapéutica, pero también deben reconocerse como rutinas cómicas. En su aguda respuesta a Burroughs, Mary McCarthy señaló que estos elementos pertenecen a un tipo de humor muy estadounidense, y son a la vez explícitos y furtivos. Es el humor de un comediante frente a la cortina de asbesto. Surgen las mismas bromas, ligeramente retocadas para adaptarse a las circunstancias, tal y como un artista de vodevil cambiaba la ubicación de sus chistes según la ciudad en la que se presentara.

Con frecuencia Burroughs se quejaba de que algunos de sus seguidores lo tomaban con demasiada solemnidad. (“Sólo me burlo un poquito. Estoy tan harto de que me sometan a algo pesadísimo cuando lo único que hago es una bromita”), y ciertamente ni los comentaristas académicos ni quienes lo consideran un diagnosticador cultural han señalado sus innumerables chistes, como, por ejemplo, el de “la rata que se condicionó para ser reina” y que lamentó: “el mío es un amor que no se atreve a chillar su nombre”. El chiste es insensible acerca del sufrimiento de los animales de laboratorio, pero enérgico en darle crédito a la víctima-roedor ridiculizando a Lord Alfred Douglas. Muchos de los animales que aparecen en dibujos animados muestran esta simultaneidad de abyección y adaptabilidad, y Burroughs era un caricaturista con sus “personas en un departamento de duela, estilizados como figuritas de plomo en un galería de tiro al blanco.”

La caricatura es un arte demacrante, pues sus figuras quedan drenadas de dimensión y, sin embargo, adquieren un perfil más sensacional, con la segmentación de sus acciones, cuadro a cuadro, a lo largo de un cinturón de cajas transportadoras. Este tipo de arte era algo natural para Burroughs, como también lo era la matanza esquemática y el moralismo adolescente. Calmaba sus gastados nervios porque su resplandor alucinante siempre insiste tácitamente en que “esto no puede estar sucediendo”. Es por esto que afirmó que era adicto a la escritura. Cuando adopta una “galería de tiro al blanco” como emblema de su propio estilo, se burla del sentido de las palabras en el argot de los drogadictos de los años cincuenta, tal y como la revista Life tan sobriamente lo definió: “un establecimiento que no sólo vende droga al adicto sino que también le proporciona las agujas.” En semejante galería, la pistola (que en el lenguaje de los adictos significa una jeringa) apunta y mitiga a la vez; se ejerce la violencia y entonces, al mismo tiempo, llega un suspiro analgésico de que no hay ningún daño. Esta es la esencia de la comedia burda —el fuerte de Burroughs—, y también la realidad geopolítica de la extensa colaboración entre las agencias de inteligencia y el negocio de la estupefacción. Su comedia saca a relucir estas terribles verdades pero les notifica una respuesta que no es más sustancial que la fragilidad de la risa que, como Bergson escribió, le confiere “una anestesia momentánea al corazón”. Burroughs hizo de ese alivio fugitivo el hábito de toda una vida.
Si sólo hubiera sido incapaz de registrar su propio infortunio, su caso habría sido triste, pero no serio. Pero, como a menudo sucede con la vida de los adictos, no sólo se devastó a sí mismo, sino que era tan profundamente auto compasivo que omitió sentir compasión por los demás. En 1952, le escribió a Ginsberg: “Estoy enganchado de nuevo. Y todo gracias a mi dealer y a mi propia estupidez. No entiendo cómo un hombre que vive alimentándose de sus congéneres puede mirar su imagen en el espejo para afeitarse.”

Unos años después, en El almuerzo desnudo, un par de homosexuales muy afeminados pasan por Tánger, anunciando a los árabes: “Hemos venido a alimentarnos de su subdesarrollo... En palabras del Bardo Inmortal, a cebarnos con estos moros.” La deformación que se le da a las palabras de Hamlet es refinada, pero el susurro no debe volvernos sordos al hecho de que Burroughs era un turista sexual que explotaba adolescentes paupérrimos desde México hasta África. Cuando se le preguntó cómo era la vida sexual en Tánger, contestó: “Terriblemente sencilla. Los muchachos son pobres.” Burroughs no tuvo ninguna dificultad para mirarse al espejo y afeitarse. Para él el Tercer Mundo era un vasto adolescente cuya “dulce inocencia masculina” y su “inocente y tosco culo” canturreaba, y cuyos servicios él aseguraba, por lo general mediante una tarifa de cincuenta centavos al día, más alimentos. Y, sin embargo, en Interzona deplora a un bailarín árabe de catorce años cuyos “impulsos codiciosos y sexuales están completamente fusionados... Hay en él una absoluta falta de juventud, de toda la dulzura y la falta de certeza y timidez de la juventud.” Y cuando Burroughs advirtió que El almuerzo desnudo se “convertía en una saga de la inocencia perdida”, fue sólo su propia pérdida la que lloró.
Todos tenemos puntos débiles, sin duda, e incluso los cultivamos cuando necesitamos tamizar nuestros apetitos con una pantalla de decencia. Sin embargo, Burroughs proclamó para sí mismo una claridad experta a la vez que se burlaba de semejantes afirmaciones. Definió el “almuerzo desnudo” de su obra más celebrada como “un momento congelado en el que todos ven qué hay en el otro extremo del tenedor”, pero fue miope en cuanto a las verdaderas razones y resultados de su propia destrucción. No veía ningún obstáculo para que las amapolas no se sembraran fácilmente en los Estados Unidos, “a lo largo y ancho de las Montañas Rocallosas, digamos, de mayo a septiembre”. Eso habría sido maravilloso, pero “como el opio se recolecta en pequeñas cantidades y a mano, y los resultados que rinde cada trabajador apenas se miden en onzas, esta labor debe ser barata a la vez que debe ejecutarse con cuidado. Los recolectores turcos de principios del siglo veinte ganaban entre treinta y cincuenta centavos por un día de catorce horas de trabajo” (La fuerza de la costumbre), que es la cantidad aproximada que Burroughs le pagaba a sus jóvenes acompañantes. En la tierra de la libertad esta tarifa habría resultado inaceptable. El suyo era un almuerzo desnudo en el que jamás se fijó en los meseros, no digamos ya en los cargadores de la cocina, que se necesitaban para servirlo, como Chardin notó sobre los recolectores de opio en la Persia del siglo diecisiete: “son como muertos extraídos de sus tumbas, lívidos, enjutos y temblorosos como si tuvieran parálisis.”

Estos sufrientes no pudieron haber captado la mirada errante de Burroughs, porque su entusiasmo por lo médico no se extendía al tratamiento de los afectados: “los enfermos me desquician”. Viajaba no por la aventura o por curiosidad, sino de acuerdo a las leyes de la oferta y la demanda, conforme lo guiaran sus antojos. La atracción del subdesarrollo consistía en que le permitía regresar al hogar de su pasado, una y otra vez. En La máquina blanda observó de camino a México: “Entre más al Sur nos dirigíamos más fácil era anotarse un tanto, como si hubiéramos llevado los años veinte con nosotros.” Adondequiera que iba, llevaba a los Estados Unidos con él, aunque rechazaba a su país con desdén llamándolo “viejo y sucio y maligno antes de los colonos, antes de los indios”, porque él era un bohemio en remisión, sensibilizado a los tipos de cambio, que se regocijaba cuando veía al dólar “elevarse como un ave hermosa”. Su amigo Alan Ansen lo llamó una “personalidad completamente anónima”, pero se requiere de más que un ingreso autónomo para asegurar la independencia de pensamiento, por no mencionar la condición más deseable que es la independencia reconocida.
Otro de sus amigos, Jack Kerouac, nos pidió que viéramos a Burroughs como “el más grande satirista desde Jonathan Swift”. De hecho, se parecía más a Gulliver; era más una parábola viviente acerca de la sátira y su confianza en sí mismo que en el satirista en sí. Gulliver estaba seguro de que el mundo podía reformarse en un lapso de “siete meses” siguiendo lineamientos “fácilmente deducibles de los preceptos desarrollados en mi libro”. Burroughs prometió “algunas respuestas a la pregunta del origen de la Palabra”, si le dábamos “diez años y mil millones de dólares para la investigación.” El orgullo que siente Gulliver de la forma en que detesta el “vicio absurdo” del orgullo está igualado por Burroughs, que había protestado en contra de la “absurda condición llamada auto-respeto”, pero quien terminó echándose porras en su diario con el pensamiento de que a través de “la propia medicina de Dios” (la morfina) él había alcanzado el “auto-respeto y, al hacerlo, el respeto de los demás”. Gulliver se retiró a su propiedad para conversar con sus caballos de piedra y así evadir a su hedionda esposa, como si los yahoo (los brutos con forma humana) no hubieran tenido nada que ver en la historia de Equus caballus. Burroughs regresó al Medio Oeste, rehuyendo casi siempre al “animal malo: el Hombre” y siendo más feliz entre sus múltiples gatos: “Sí, adoro a los animales, en detrimento de los animales humanos que pueden, en muchos casos, desafortunadamente, HABLAR” (Las últimas palabras de Dutch Schultz, 1969), aunque fue mediante sus conversaciones con gatos —entre otros métodos— que el hombre trajo al Felis domesticus a la existencia. Es más difícil huír de los seres humanos de lo que uno podría pensar o esperar. Por otro lado, Gulliver pasó cuatro años ficticios y a la vez reales, como aprendiz de cirujano, mientras que Burroughs fraguó su disfraz de pericia a partir de sus lecturas en revistas y de un semestre en la escuela de Medicina, en Viena, justo antes del Anschluss. Se salió de la carrera porque “no quería atiborrar mi mente con todos esos datos”. Pero Burroughs y Gulliver son hermanos en el arte de recomponer el mundo fracturado y hacer el bien, y ambos se deleitan en el juego de jugar al doctor con las otras criaturas, aunque ninguno de los dos tiene estómago para el más arduo de todos los procedimientos que es detectar el haz en la propia mirada y luego extraerlo.

Griffiths. Catedrático del Trinnity College de Cambridge. Autor de Dante in English (Penguin Classics, 2005).

© The Times Litterary Supplement, 22 de julio de 2005

Traducción de Emma Palacios.