
Por: Eric Griffiths
William Burroughs                se sentía orgulloso de su cuerpo. En Interzona (1989) escribió                sobre sí mismo en tercera persona: “Tenía el                cuerpo esbelto de un adolescente. Bajó la mirada para ver                su estómago, que dibujaba una curva plana desde el pecho.
             
              La heroína había esculpido su cuerpo hasta reducirlo                a hueso y músculos.” En Tánger, las inyecciones                de dihidroxy-codeina cada dos horas le producían un irse                consumiendo que, incluso bajo sus propios estándares, era                muy lento, y el protagonista de El almuerzo desnudo (1959) encuentra                tiempo para preguntarse: “¿Sería posible aislar                de la heroína la molécula que elimina la grasa?”.                A Burroughs le gustaba imaginar salvadoras o por lo menos lucrativas                soluciones para sus debilidades, no importa cuán terminales                fueran. En esto, como en tantas otras cosas, se mantenía                fiel a las raíces que odiaba, al “grisáceo horror                del suburbio del medio oeste”. Hijo de empresarios, mantenía,                de un modo fantástico, el hábito familiar de
              la planeación financiera (hasta los cincuenta y un años                vivió de la mesada que obtenía gracias a las regalías                que generaba una máquina sumadora inventada por su abuelo).
             
              Burroughs era a la vez una réplica del carácter distintivo                que lo crió como un rebelde que se sublevaba contra él.                De su vida y de su obra puede afirmarse exactamente lo mismo que                él dijo sobre uno de sus recuerdos de juventud: “No                sé si es o no una parodia”.
             
              Hoy pueden parecer extrañas sus fantasías acerca de                crear un nicho para la heroína en el mercado de las dietas                milagrosas, pero en los años cincuenta miles de millones                de personas consumían legalmente anfetaminas como un atajo                libre de riesgos hacia la moderación y la esbeltez. (“Con                Metedrina ella puede negarse felizmente”, rezaba la publicidad                que aparecía en una revista de medicina, ilustrada con la                caricatura de una dama que —complacida de sí misma—                rechaza una rebanada de pastel.) Durante un par de décadas                las drogas estimulantes se consideraron sanas. Los pilotos la consumían                antes de efectuar sus vuelos contra las fuerzas de Hitler; ayudaron                a Kennedy, atiborrado de dexedrina, a acabar de manera abrumadora                con Nixon en los debates que se transmitieron por televisión;                Auden era laureado por su espejismo de energía.
             
              Mientras todos a su alrededor adelgazaron químicamente, Burroughs                le tenía pavor a los Estados Unidos, a cebarse, según                le escribió a Ginsberg: “Cuando estaba en casa... algo                espantoso me ocurría... Unos centímetros de horrenda                carne blanda desfiguraba mi vientre plano, del que siempre me he                sentido tan orgulloso.”
             
              Burroughs escribe acerca de ese brote de gordura como algo “que                le ocurría”, y que en apariencia sucedía sin                que él jugara algún papel en ello. La gordura, como                la edad madura o la adicción, nos asalta en un descuido,                pero pocos han nombrado su propia negligencia con una autonomía                tan maligna como Burroughs, a veces logrando un efecto vívido                en sus muchas historias sobre cómo se apoderó de él                “un organismo autónomo adosado al sistema nervioso”                (El tiquet que explotó, 1962), pero con frecuencia, debido                a una mera incapacidad para reconocerse a sí mismo como agente                de su propia vida tanto como una víctima de su modo de vivir.                Los diarios de Interzona están cargados con una “sabiduría                a chorros” como la que él admiraba en sí mismo:                “Siento que hay una horrenda fuerza que está desatada                en el mundo y que avanza como una enfermedad, diseminándose                como una plaga... El control, la burocracia, la reglamentación,                éstos son apenas síntomas de una enfermedad más                profunda que ningún programa político o económico                puede tocar. ¿Qué es la enfermedad en sí misma?”                Burroughs jamás advirtió que dos párrafos atrás                se había advertido a sí mismo: “Me estoy quedando                sin dinero. Tengo que dejar el hábito”, y jamás                se preguntó qué relación podría haber                entre su aprehensión con respecto a la desazón del                mundo y su propio estado drástico. El espectral titilar de                sus historias, sus veloces cambios de escenas y sus dislocadas líneas                temporales, su elenco de miles de seres intercambiables y fácilmente                desechables, traducen la verdadera intermitencia de su preocupación                por los otros y por el mundo de los otros en los estremecimientos                y los vuelcos de un vodevil psíquico. Su vida y su estilo                de vida eran uno solo.
             
              Algo que resulta triste acerca de escritores que, como Burroughs,                se convierten en leyendas en vida, es que pocos leen sus libros                y, en cambio, muchos admiran ciegamente sus vidas, aunque antes                la palabra “leyenda” quería decir “material                de lectura”. Estandartes y camisetas aún perpetúan                sus rasgos siniestramente remilgados debido a que se le rinde culto                por asociación con Ginsberg y con Kerouac, a quien se parece                sólo en sus debilidades, y porque las obras y los desastres                de admiradores tardíos como Patti Smith, David Cronenberg                y Will Self, reemplazan su fascinación. En una tienda de                autoservicios como Tesco, uno puede adquirir diecisiete de sus producciones                pero sólo una de las de Samuel Beckett, aunque Burroughs                consideraba que “uno de los mayores elogios que he recibido                en mi vida” fue la respuesta de Beckett cuando le preguntaron                qué pensaba de Burroughs: “Bueno, es un escritor”:                un reclamo menor que “profeta junkie” y probablemente                más duradero.
             
              Aquí una anotación sobre la química del cerebro                puede ayudar a aclarar un error común. La adicción                a los opiáceos le dio a Burroughs un tema frecuente y una                de sus analogías favoritas, pero fue la marihuana y no la                heroína la que coloreó su imaginación cuando                escribía, como él mismo lo describió en El                lugar de los caminos muertos (1984): “El cannabis hacía                que todo se volviera mucho más nítido... también                hacía que él se volviera tonto y espectral de una                manera un poco fantasmagórica”. Aunque hace mucho Walter                Benjamin clamó por una “fisiología del estilo”,                los estudios literarios no han avanzado mucho en esa dirección,                y no digamos ya intentado una neurofisiología del estilo.
             
              Quizá los prospectos explicativos no sean prometedores: el                Marqués de Sade, por ejemplo, era adicto al chocolate, pero                puede ser que no sea fácil relacionar la ingestión                masiva de teobromina con el carácter de su obra. Sin embargo,                en el caso de Burroughs él mismo se autodiagnosticaba con                tal avidez que esto parece suficiente como para calibrar una gráfica                de consumo contra rendimiento.
              A menudo su escritura se halla en el peligroso borde entre la lascivia                y la indignación.
             
              Cuando describe a sus anchas los orgasmos que le produce el ahorcarse,                un lector puede no estar muy seguro de si el autor está criticando                mordazmente la pena capital o si se está regodeando en la                asfixofilia. Es probable que Burroughs haya compartido este suspenso                de actitud cuando se encontraba bajo su estilo “intoxicado”,                pues anotó en sus “Cartas de un adicto experto”                que: “una característica particularmente desconcertante                de la intoxicación con marihuana es la perturbación                de la orientación afectiva. Uno no sabe si alguien le cae                bien o no, si una sensación es placentera o desagradable.”
             
              Al someter las historias de Burroughs a observación a fin                de detectar la presencia de efectos colaterales que nos den alguna                indicación, caemos en su juego más que lograr explicarlas.                En medio del desenfreno que conjuraba cuando estaba bajo los efectos                de la marihuana, a menudo aparece la voz certera del escritor del                Scientific American, reportando que algo “le ha ocurrido a                este investigador”, añadiendo una idea lateral al registro                etnológico: “El autor ha notado que el pene de los                árabes tiende a ser ancho y en forma de cuña)”,                o cuando insiste después de hacer una referencia a “las                alas silenciosas del Anófeles” de que: “Ésta                no es una forma retórica. Los mosquitos Anófeles no                hacen ruido”. Burroughs estaba habituado a leer textos científicos                desde los trece años y tachonó su prosa con distintivos                de la práctica clínica: “proctitis”, “aureomicina,                terramicina y algunos de los mohos más nuevos”.
             
              Cuando escribe como si fuera el capitán Ahab: “Yo,                William Seward, capitán de este lujurioso e intoxicado vagón,                someteré al Monstruo del Lago Ness con rotenona y me montaré                en la ballena blanca”, más vale que uno crea que, al                igual que Melville, él sabía de qué alardeaba,                ya que la rotenona es, en efecto, un pesticida lacustre (utilizado                en las aguas de Oregon sólo unos años antes de que                fueran a parar a El almuerzo desnudo). Burroughs era, y esto lo                enorgullecía, un escritor menos inventivo de lo que sus seguidores                de ojos más vidriados suponen. De modo que cuando en Ciudades                de la noche roja (1981) menciona a “una doctora con título”                que dispensa “cualquier cantidad de heroína, cocaína,                o ambos”, la burlona extravagancia exagera un hecho sencillo:                la doctora se llamaba Isabella Frankau, que expedía recetas                desde su consultorio en la calle Wimpole a principios de los años                sesenta, en la época en que Burroughs vivía en Londres.
             
              Las salpicaduras de vocabulario técnico son comunes en la                ficción gótica; entre mayor sea la ignorancia de una                ciencia, más encrespada se vuelve la curiosidad léxica                que genera. La ciencia no sólo proveyó el sustento                de algunos de los cuentos de Burroughs, sino que justificó                modos de escribir que él consideraba como un método                científico, aduciendo que su técnica de “cortar”,                “puede conducir a una ciencia precisa de las palabras y a                descubrir la forma en que ciertas combinaciones de palabras producen                ciertos efectos en el sistema nervioso humano.” La precisión                viene de la revisión, y Burroughs era determinadamente antirrevisionista.
             
              En este caso, él no revisó los términos que                él mismo utilizó para referirse a premisas que no                examinó, como la superstición positivista de que las                palabras operan sobre el “sistema nervioso” de una manera                casi farmacéutica. Nada en las obras de la imaginación                corresponde al objetivo del científico de poner a prueba                una hipótesis y de aislar factores significativos de causalidad                mediante la repetición con control de variables. Sin embargo,                cuando en 1963 apareció en The Times Literary Supplement                una reseña adversa a Burroughs, vanguardistas como John Calder                y Michael Moorcock se lanzaron en su defensa, chirriando que “investigaba                sobre líneas que T.S. Eliot había advertido por primera                vez”, y que su obra era “tanto un experimento literario                como científico”. Este tipo de trapacería es                la compañera constante de la ciencia, y Burroughs la parodiaba                y la practicaba con igual agudeza. En muchas ocasiones él                era su víctima. Cuando, al inicio de su carrera, escribía                textos publicitarios para Cascade, un producto para limpiar el colon,                es probable que no se haya creído sus propias peroratas,                y sin embargo, esos refranes publicitarios sentaron el tono de gran                parte de lo que escribiría después: “Los desperdicios                acumulados durante años simplemente desaparecen sin dejar                rastro. Sentirá que vuelve a nacer.”
             
              Para Burroughs resultaba difícil rechazar cualquier ofrecimiento                de limpieza integral, ya fuera asegurada por la narcosis, la insurrección                o la terapia. Impresionado por el modelo mohoso y filamentoso de                la memoria como bodega de experiencias, elaboró una base                de esperanza irracional que puede esbozarse así: memoria=experiencias                pasadas almacenadas en el cerebro; grabadoras=máquinas para                almacenar sonidos pasados; de este modo, la memoria es una especie                de grabación; por lo tanto, las grabadoras que permiten borrar                y volver a grabar encima pueden liberar del sometimiento a los recuerdos                dolorosos: “Entre más escuchemos las cintas y más                las editemos, menor será su poder”. No es de extrañar                que durante un tiempo Burroughs perteneciera a la Iglesia de la                Cienciología, misma que, según declaró, podía                “hacer más en diez horas que el psicoanálisis                en diez años” (quizá sea cierto sin que por                ello la cienciología sea la acolada por la que él                la tomó). Pero ninguna técnica disponible de auto-mejoramiento                era suficientemente segura para sus anhelos. Él creía                que la fuerza y la producción en masa eran necesarias para                “condicionar a las personas en una línea de ensamblaje                de control de ondas cerebrales y procesos corporales... Es tiempo                de dedicarse a la bio-electrónica del mecanismo del cerebro                para sintonizarlo y expulsar el conflicto”. Fatuas como pueden                ser estas nociones, no se trataba de idiosincracias de Burroughs                sino de deseos vivos que eran prácticamente normales entre                los iluminados de su día: Bertrand Russell, por mencionar                a uno, también creía que la agresión podía                sacarse a pellizcos del cuerpo humano, como si se tratara de un                repulsivo pelo en la nariz, con pocas molestias aparte de un recular                momentáneo. La fe religiosa se esfuma, pero deja tras de                sí esperanzas religiosas que se estancan, y luego quienes                pretenden llenar esa vacante que tiene forma de Dios, las mantienen                resollando con varios cultos de experiencia y satisfacción                garantizada. Si los seres humanos no pueden ser salvados, porque                no hay ningún Dios que los salve, dejemos que por lo menos                resuelvan sus conflictos. En Puerto de santos (1973), una vez más                por fin Burroughs se prometió a sí mismo un futuro                libre del pasado: “Reescribiremos todos los males de la Historia”.                Evidentemente, reescribir los males requiere menos esfuerzo que                enmendarlos, de ahí la inclinación que existe entre                los regímenes de todo tipo de remendar los libros de texto                de Historia. Burroughs compartió con otros nigromantes, ya                sea esgrimidores de fetiches o con Stalin, una dolorosísima                alta estima por la eficacia de las palabras, y aquí también                él aparece como una figura tradicional en muchas culturas:                el hombre que identifica el conocimiento con el poder, el escritor                que engrandece su propia profesión, el curandero.
             
              Coleridge consideraba su propia adicción al opio como un                gran error, ocurrido en parte “por la más perniciosa                forma de ignorancia: saber de medicina a medias.” Todo conocimiento                médico es un conocimiento a medias, pero las personas ávidas                de encontrar una cura, prefieren visiones más expansivas                y crédulas que aquello que sabe y receta el doctor. En muchas                ocasiones la confianza en la caligrafía de los doctores ha                llevado a una adicción iatrogénica (en la época                en que Burroughs nació la mayoría de los morfinómanos                eran víctimas urbanas de recetas mal escritas); el opio era                el Prozac del siglo diecinueve, recetado para muchos males, desde                la malaria hasta el temor a las luces brillantes, la masturbación                y el “hipo violento”. En 1898 The Lancet aconsejaba                a los médicos generales que la heroína carecía                de los “desagradables efectos colaterales de la morfina”                y, por lo tanto, podía “administrarse... en dosis comparativamente                grandes”; Parke Davies incluso llegó a poner a la venta                una heroína cubierta de chocolate. Cuando Freud intentó                quitarle a un amigo la adicción a la morfina introduciéndolo                a la cocaína, sólo hizo estúpidamente lo que                los mercachifles de las “curas” para las adicciones                hacían de un modo bribonesco, porque preparaciones como “Denarco”                u “Opacura” típicamente contenían como                ingrediente activo la droga de la cual clamaban liberarlo a uno.
             
              La adicción es un desorden de aprendizaje del que los propios                doctores aprenden lentamente.
              Conforme nuevas drogas entraron al mercado en el siglo veinte, “los                médicos repitieron el ciclo de: entusiasmo inicial, administración                liberal, dependencia concomitante y revaloración crítica                que había caracterizado a la administración hipodérmica                de la morfina en el siglo XIX” (David T. Courtwright, Dark                Paradise: A History of Opiate Addiction in America). Uno de los                motivos para la existencia de este ciclo está en la presión                para resolverle la vida a los pacientes para los cuales trabaja                el médico. La solución también tiende a estar                presente en nuestra imaginación como algo técnico,                como si pudiera y debiera de haber una solución rápida                para la adicción. Así, Tom Carnwath e Ian Smith, en                su lúcido volúmen Heroin Century observan que: “Procesos                mentales similares subyacen a todas las adicciones… estos                procesos están íntimamente conectados con los mecanismos                del aprendizaje y de la formación de hábitos”.                La química de estos “mecanismos” es “compleja                y todavía se le comprende pobremente”, pero “los                investigadores se concentran cada día más en los mecanismos                que resultan comunes a los diferentes drogas que causan adicción                y que son comunes tanto a los procesos de adicción como a                los del conocimiento”. La palabra “mecanismo”                tiene un tono alegre: evoca algo fácilmente desmantelable                y que puede componerse. Pero aunque pueden existir mecanismos bioquímicos                que “subyacen” o que están “íntimamente                conectados con” el aprendizaje y la formación de hábitos,                el aprendizaje y la formación de hábitos no deben                identificarse con estos mecanismos, ni tampoco deben persuadirnos                locuciones familiares como “subyacen” para hacernos                pensar que estas vagas metáforas apuntan el camino hacia                un conocimiento preciso de la relación que existe entre los                estados mentales y las realidades socioculturales del aprendizaje                y de los hábitos; un conocimiento preciso que pronto nos                permitirá manejarnos a nosotros mismos y a las dificultades                del ser. El cuidadoso y trillado lenguaje de Carnwath y Smith cuando                dicen “íntimamente conectado”, etcétera,                pronto se diluye para convertirse en formulaciones más mordaces:                “El cerebro recuerda los atajos químicos del placer…                La adicción es crónica y hace que el cerebro recaiga                en la enfermedad” (Cartwright: Forces of Habit).
             
              Pero el cerebro nada recuerda, sólo las personas recuerdan,                como sólo una persona experimenta placer, que el cerebro                jamás siente. Si la adicción es una enfermedad, es                una “memoria” cortical y química de atajos, entonces,                en principio, debería existir un remedio farmacéutico                para curarla. Debería de haber una droga que dispare la ingestión                regular de perspectivas a largo plazo y renuncie a un placer inmediato                para alcanzar lo que es mejor para nosotros. Algún día                esta droga se comercializará bajo el nombre “Paciencia”                y tendrá una garantía de que no produce efectos colaterales                indeseables como la adicción.
              En contraste, San Pedro entendía la adicción desde                dentro: “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago                lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y, si hago lo que                no quiero, estoy de acuerdo con la Ley en que es buena; en realidad,                ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí.                Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir,                en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas                no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que                obro el mal que no quiero... pero advierto otra ley en mis miembros                que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley                del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí!                ¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva                a la muerte?” (Romanos 7:15, 19. 23-4).
             
              El pecado es al deseo lo que la adicción al hábito:                una hipertrofia que termina en atrofia; y el potencial para el pecado                como para la adicción es intrínseco al deseo humano                y a la formación de hábitos tal y como los conocemos.                El auto-extrañamiento del adicto —captado de manera                tan vívida en el desaire mutuo de las frases de San Pedro—                se siente como la gota de agua que no podemos sacarnos del oído:                como una canción que “sencillamente no podemos dejar                de canturrear”, como si el cuerpo del adicto tuviera una mente                propia. Pero las descripciones en términos de violación                ajena resultan desconcertantes (desconcertaron gravemente a Burroughs),                pues lo que confronta y confunde al adicto sobre su propia conducta                es ni más (ni menos) que un ritmo adquirido irreflexivamente                y que se arraiga profundamente, como una habilidad que se posee                pero de la cual hemos olvidado las innumerables horas de práctica                que nos tomó aprenderla. Para un individuo, una adicción                es una destreza que ya no se quiere tener y, a nivel de la comunidad,                es una Némesis de ese reemplazo de prácticas que llamamos                “aculturación” y, como tal, necesita ser considerada                como un fenómeno transpersonal, no sólo como el parloteo                bioquímico de grupos individuales de nervios. John Yerbury                Dent, cuyo tratamiento con apomorfina mantuvo a Burroughs alejado                de las drogas durante mucho tiempo, pensaba que la adicción                era sólo “una forma especial de ansiedad”; un                aferrarse con pánico a lo ya conocido, aún si lo conocido                resulta detestable o injurioso: “Si protegemos a cualquier                organismo vivo… o al organismo completo como si se tratara                de un niño consentido, entonces cada vez necesitará                más y más protección. Se volverá adicto                a la protección”.
             
              Burroughs resultaba un paciente ideal para Dent porque nada añoraba                más que sentirse a salvo, ya fuera “en la seguridad                de la heroína” (1958) o en un loft de Nueva York que                “te da la sensación de estar a salvo, como en Suiza”                (1981), o mejor aún, en su “idea del cielo” que                era “sentirse más seguro” (1983). La idolatría                que Burroughs sentía por la seguridad era algo completamente                estadounidense, y su adicción podría incluso verse                como un sacrificio patriótico ante el cuerpo político,                ya que, durante sus años de formación y mucho tiempo                después, “la lucha antinarcóticos era esencialmente                una función de seguridad nacional” (Douglas Valentine,                The Strenght of the Wolf). Durante décadas, la información                falsa, con tintes políticos, generada por la CIA y por el                Buró Federal Antinarcóticos señaló a                la China comunista como la principal fuente de opio, a la vez que                ocultaba el involucramiento de los agentes de inteligencia estadounidenses                con los barones anticomunistas de la droga así como la cosecha                anual —en las tribus de las colinas del Triángulo Dorado—                de niños reclutados como soldados para los ejércitos                privados que sostenían “la alianza entre el gobierno                y los gángsters” (Alfred W. Mc Coy, The Politics of                Heroin). Este mundo de agentes turbios, niños ferales y fraude                transcontinental es, justamente, el de los cuentos de Burroughs,                en cuyas páginas a nadie sorprende toparse con espeluznantes                animaciones de atracción diabólica como el príncipe                Sopsaisana, el coronel Boris Pash, Joe Adonis, Levi G. Nutt y Santo                Traficante.
             
              “En lo que a temas médicos se refiere, casi nunca me                equivoco”, subrayó Burroughs a Ginsberg cuando le envió                “Una teoría general de la adicción”, pero                sin duda estaba equivocado en considerar que la adicción                es apenas un tema “médico”, y permaneció                ciego ante la posibilidad de que la medicina en sí y su mito                de panacea, pudiera ser adictivo, como podría serlo también                la imagen inversa de las ideas fantásticas acerca de la curación,                la fantasmagoría de una plaga. Ya en 1894 William James escribió                una carta a The Nation protestando contra los anuncios de medicinas                de patente que insistían en los daños a la salud “hasta                que el mundo se asome a nuestra imaginación en una especie                de vapor catarral, o en una neblina hemorróidica.”                La mayoría de los cuentos de Burroughs se desarrollan en                medio de ese tipo de efluvios mefíticos. Cuando un lector                escudriña —con la fascinación de quien se dedica                a buscar costras— la amenaza de “una espantosa enfermedad                parecida al cáncer que invade tu cuerpo… y ha enterrado                sus repugnantes tentáculos en tus órganos vitales.                Un detestable carroñero que lenta e inexorablemente te va                consumiendo vida”, la prosa no suena a Burroughs, pero el                temor al cáncer y el parasitismo sí (las oraciones                son contemporáneas a la escritura de El almuerzo desnudo                y provienen del primer libro de Harry M. Hoxsey que, ambiciosamente,                se titula No tienes que morir, 1956).
             
              Burroughs creció en medio del apogeo de la teoría                de los gérmenes, cuando “los ciudadanos temían                una ubicuidad viral de la cual era imposible escapar” (cito                la obra fundamental de Harvey Young, American Health Quackery).
             
              Las coloridas tramas de Burroughs, a partir de El tiquet que explotó                en adelante, en los cuales un virus global, y quizás intergaláctico,                conspira para someternos a todos, reciclan la pseudociencia de su                niñez. Sus años de adolescencia coincidieron con la                pretensión de conocimiento experto que tenían los                eugenistas, quienes lanzaron la advertencia de que organismos invasores                y alienígenas “lenta, insidiosa e irresistiblemente                están devorando el corazón mismo de los Estados Unidos”                (Herny Pratt Fairchild, The Melting Pot Mistake); Burroughs pudo                haber leído, mientras desayunaba Corn Flakes, los anuncios                de la Fundación para el Mejoramiento de la Raza de la familia                Kelloggs y su objetivo de producir “Humanos de Raza Pura”.                Evocó el feroz conformismo de sus años de secundaria                cuando “cualquiera que expresara dudas sobre la forma en que                tratamos a los indios, la pena capital, la inferioridad natural                de los negros, la abominación de ser homosexual o drogadicto,                habría causado que sus compañeros de clase le rehuyeran                por considerarlo un radical peligroso” (The Adding Machine,                1985). Sin embargo, Burroughs era un reaccionario peligroso: reflejaba                aquello que repudiaba. Trató de alejar a sus lectores del                cristianismo por considerarlo “un virulento veneno espiritual”,                al estilo de Charles Davenport que conminó a la Asociación                de Criadores Estadounidenses a “aniquilar la repugnante serpiente                del protoplasma irremediablemente inmoral”. Burroughs alcanzó                la conciencia adulta escuchando a despreciables ejecutores de fraudes                —que esperaban descargarse en la incurable ilusión                de los dulces de la tía Fanny, las plantillas eléctricas,                o la Combinación Suave para el Tratamiento del Cáncer                del doctor Johnson—, y al alcance de mercachifles similares                que cometieron fraudes aún más grandes imponiendo                la Prohibición para asegurar la higiene moral y la calma                cívica, a la vez que, por otro lado, promovieron la salud                mental de los ciudadanos a base de una dieta de sustos y de estadísticas                cocinadas. No es de sorprender que Burroughs tuviera poco tiempo                para dedicarle a la democracia: “La democracia es cancerosa                y las oficinas son su cáncer”. Y todavía extraña                menos el que incluso este aborrecimiento emergiera en un supuesto                diagnóstico de una Enfermedad Mortal, ya que la visión                que tenía Burroughs de un gurú verdaderamente liberador                incluía una bata blanca: “…esa rareza: un doctor                que piensa. Puede advertir qué está mal en cualquier                situación, ya sea en el cuerpo humano o en una estructura                social.”.
             
              Ahora las computadoras figuran como ayudantes sin ambigüedades                para lograr avances en el bienestar colectivo e individual. Jugaron                este papel desde la juventud de Burroughs y hasta los años                sesenta en la radio, quizá debido a una sospecha retorcida                de que los radios tenían algo que ver con la radioterapia.                Hubo una pequeña estafa que tenía forma del “Instrumento                de Radio Terapéutico” del doctor Ruth B. Drown; hubo                ofertas propagandísticas por parte de eruditos como Marshall                McLuhan: “El sistema nervioso humano puede reprogramarse biológicamente                con tanta facilidad como cualquier cadena de radio que quiera alterar                su programación.” Este es un mundo donde los extraños                transmisores y receptores que aparecen en esa novela de Burroughs                que se llama La máquina blanda (1961) —“el equipo                de emisión de calor que era un radio viviente con partes                de insectos”— parecen de lo más normales. La                radio también se oculta en una broma escalofriante cuando                en El almuerzo desnudo imagina a un adicto ciego llamado Willy the                Disk, “tratando de tocar la silenciosa frecuencia de la heroína”.                Los “instrumentos como cajas” eran la pasión                del escritor, desde sus escapadas con acumuladores hasta cofres                todavía más talismánicos, como la “caja                de plata” con un “intrincado arreglo de alambres de                cobre, plata y oro, que formaban un revestimiento entrecruzado”,                como una antigua radiofascia, en la que se le aconseja al personaje                de Tierras del Occidente que deposite su fe: “Si no confías                de manera absoluta en esta caja, la caja es absolutamente inútil”.
              Confiaba en enclaves de todo tipo —“el grueso capullo                del comfort”— que hallaba en la heroína, las                fortalezas de proscritos que aparecen en sus cuentos posteriores,                las fortalezas de asesinos de Alamout.
              En Crime Zone el coronel Gerard Richarson, jefe de la CID en Tánger                en la época en que Burroughs empezó a escribir allá,                lo recordaba como “Morphine Minnie”.
Burroughs mandó                a hacer una caja grande con hoyos en los lados.
              A veces convencía a algún joven para que se metiera                a la caja y se acostara...
              Después de que, al parecer de Burroughs, el joven había                permanecido ahí suficiente tiempo, volvía a abrir                la caja, dejaba salir al muchacho y lo encaminaba. Luego él                mismo se metía a la caja y se recostaba. Cuando reemergía,                supuestamente lo hacía rejuvenecido.
Para cualquier                homosexual que se respete, el joven habría sido el centro                de toda su atención, y sin embargo, para Burroughs el centro                de atención era la caja.
              La caja más resistente de todas fue el País de Nunca                Jamás de su adolescencia, al cual volvía con frecuencia                en su escritura, a veces en torrentes de evocación desorientada:                “El fragmentado punto de origen, las revistas de músculos                de San Luis Misuri que están encima de la florería,                jadea una vieja y triste telenovela”, y a veces haciendo alusión                a los clásicos que había leído en casa y en                Harvard, donde obtuvo un título en Literatura Inglesa. Se                imaginaba a sí mismo como médico, atendiendo a “un                niñito pelirrojo de trece años” y “poniéndole                un vendaje en la pierna con una dulce, renuente y amorosa demora”.
              Por un momento, en la memoria del comportamiento de Eva en el Libro                Cuatro del Paraíso Perdido, sale a la luz que tentar al joven                podría compararse con la frescura erótica de la primera                hora de la Creación, pero Burroughs no suele más que                coquetear con las implicaciones que podría tener la alusión.                Sus versos favoritos, como los que pronuncia Próspero: “Y                se diluyen para volverse aire”, derivan de manera semirelevante                a lo largo de su escritura, como un cambio de humor sin causa u                objetivo definido: “Dos malditos hijos de puta, se diluyen                para volverse aire y polvo”; “leí un libro titulado                Thin Air acerca de un proyecto ultra secreto de la marina para hacer                que un buque de batalla y todos sus marineros desaparezcan”.                Cita libremente a T.S. Eliot, otro nativo de San Luis, llevándolo                a él también hasta la estrecha órbita de sus                preocupaciones, como cuando Prufrock se reprocha a sí mismo:                “He medido mi vida en cucharadas de café” y se                consume en el repudio que siente Yonky del libre albedrío:                “He visto que la vida se mide en gotas de solución                de morfina.” Algunos escritores, cuando hacen alusión                a algo, abren su trabajo a formas de pensar que de otro modo no                se les habrían ocurrido: su escritura se reorienta, como                si se le amonestara desde otro mundo; pero Burroughs más                bien absorbe al colega que cita y lo incorpora a su guetto de actitudes,                de acuerdo con su programa para un “retiro de individuos que                piensan de manera similar en comunidades separadas.”
             
              Withdrawal (“abstención”) es una palabra que                temen la mayoría de los adictos, pero Burroughs no, pues                fue cuando se abstuvo de consumir drogas que más confiablemente                ideó hallar al joven que él fue, allá en San                Luis: “Sentí una aguda nostalgia del silbido de los                trenes, del sonido de la música del piano en una calle, de                las hojas quemándose. Un grado medio de malestar por la heroína                siempre me recordó la magia de la infancia. ‘Nunca                falla’, pensé.” Burroughs sabía por sus                adorados libros de consulta médica que esta magia la ejercía                el proceso fisiológico de la homeostasis, donde los sistemas                que antes estuvieron deprimidos por una droga rebotan en una actividad                sin ningún tipo de amortiguamiento. Sin embargo, el saberlo                no le restó encanto a los “orgasmos espontáneos”                que eran “una de las pocas características agradables                de los síntomas de abstinencia”. “Con ardor adolescente,                uno puede seguir y tener tres o cuatro orgasmos”, le alardeó                juvenilmente a Kerouac.
             
              Aquellos silbatos de los trenes de los años veinte resuenan                a través de sus libros. Convirtió ese repetirse a                sí mismo en una carrera, o más bien, en un credo,                tal y como lo observó en una de sus bromas más alertas                cuando en Tierras del Occidente contempla a un escritor incapaz                de escribir: “‘El sol frío sobre un muchachito                delgado con pecas’, repite Burroughs durante mil años”.                Quizá no mil años, pero por lo menos a partir de La                máquina blanda (1961): “El sol frío sobre un                muchachito delgado con pecas, me conoces desde hace mucho, señor                dame-dinero-para-cigarros.”.
             
              Estas repeticiones podrían clasificarse como síntomas                desconsoladores de un ritual adictivo, o considerarse —al                igual que Burroughs lo hizo a veces— como herramientas de                una autopurgación terapéutica, pero también                deben reconocerse como rutinas cómicas. En su aguda respuesta                a Burroughs, Mary McCarthy señaló que estos elementos                pertenecen a un tipo de humor muy estadounidense, y son a la vez                explícitos y furtivos. Es el humor de un comediante frente                a la cortina de asbesto. Surgen las mismas bromas, ligeramente retocadas                para adaptarse a las circunstancias, tal y como un artista de vodevil                cambiaba la ubicación de sus chistes según la ciudad                en la que se presentara.
             
              Con frecuencia Burroughs se quejaba de que algunos de sus seguidores                lo tomaban con demasiada solemnidad. (“Sólo me burlo                un poquito. Estoy tan harto de que me sometan a algo pesadísimo                cuando lo único que hago es una bromita”), y ciertamente                ni los comentaristas académicos ni quienes lo consideran                un diagnosticador cultural han señalado sus innumerables                chistes, como, por ejemplo, el de “la rata que se condicionó                para ser reina” y que lamentó: “el mío                es un amor que no se atreve a chillar su nombre”. El chiste                es insensible acerca del sufrimiento de los animales de laboratorio,                pero enérgico en darle crédito a la víctima-roedor                ridiculizando a Lord Alfred Douglas. Muchos de los animales que                aparecen en dibujos animados muestran esta simultaneidad de abyección                y adaptabilidad, y Burroughs era un caricaturista con sus “personas                en un departamento de duela, estilizados como figuritas de plomo                en un galería de tiro al blanco.”
             
              La caricatura es un arte demacrante, pues sus figuras quedan drenadas                de dimensión y, sin embargo, adquieren un perfil más                sensacional, con la segmentación de sus acciones, cuadro                a cuadro, a lo largo de un cinturón de cajas transportadoras.                Este tipo de arte era algo natural para Burroughs, como también                lo era la matanza esquemática y el moralismo adolescente.                Calmaba sus gastados nervios porque su resplandor alucinante siempre                insiste tácitamente en que “esto no puede estar sucediendo”.                Es por esto que afirmó que era adicto a la escritura. Cuando                adopta una “galería de tiro al blanco” como emblema                de su propio estilo, se burla del sentido de las palabras en el                argot de los drogadictos de los años cincuenta, tal y como                la revista Life tan sobriamente lo definió: “un establecimiento                que no sólo vende droga al adicto sino que también                le proporciona las agujas.” En semejante galería, la                pistola (que en el lenguaje de los adictos significa una jeringa)                apunta y mitiga a la vez; se ejerce la violencia y entonces, al                mismo tiempo, llega un suspiro analgésico de que no hay ningún                daño. Esta es la esencia de la comedia burda —el fuerte                de Burroughs—, y también la realidad geopolítica                de la extensa colaboración entre las agencias de inteligencia                y el negocio de la estupefacción. Su comedia saca a relucir                estas terribles verdades pero les notifica una respuesta que no                es más sustancial que la fragilidad de la risa que, como                Bergson escribió, le confiere “una anestesia momentánea                al corazón”. Burroughs hizo de ese alivio fugitivo                el hábito de toda una vida.
              Si sólo hubiera sido incapaz de registrar su propio infortunio,                su caso habría sido triste, pero no serio. Pero, como a menudo                sucede con la vida de los adictos, no sólo se devastó                a sí mismo, sino que era tan profundamente auto compasivo                que omitió sentir compasión por los demás.                En 1952, le escribió a Ginsberg: “Estoy enganchado                de nuevo. Y todo gracias a mi dealer y a mi propia estupidez. No                entiendo cómo un hombre que vive alimentándose de                sus congéneres puede mirar su imagen en el espejo para afeitarse.”
             
              Unos años después, en El almuerzo desnudo, un par                de homosexuales muy afeminados pasan por Tánger, anunciando                a los árabes: “Hemos venido a alimentarnos de su subdesarrollo...                En palabras del Bardo Inmortal, a cebarnos con estos moros.”                La deformación que se le da a las palabras de Hamlet es refinada,                pero el susurro no debe volvernos sordos al hecho de que Burroughs                era un turista sexual que explotaba adolescentes paupérrimos                desde México hasta África. Cuando se le preguntó                cómo era la vida sexual en Tánger, contestó:                “Terriblemente sencilla. Los muchachos son pobres.”                Burroughs no tuvo ninguna dificultad para mirarse al espejo y afeitarse.                Para él el Tercer Mundo era un vasto adolescente cuya “dulce                inocencia masculina” y su “inocente y tosco culo”                canturreaba, y cuyos servicios él aseguraba, por lo general                mediante una tarifa de cincuenta centavos al día, más                alimentos. Y, sin embargo, en Interzona deplora a un bailarín                árabe de catorce años cuyos “impulsos codiciosos                y sexuales están completamente fusionados... Hay en él                una absoluta falta de juventud, de toda la dulzura y la falta de                certeza y timidez de la juventud.” Y cuando Burroughs advirtió                que El almuerzo desnudo se “convertía en una saga de                la inocencia perdida”, fue sólo su propia pérdida                la que lloró.
              Todos tenemos puntos débiles, sin duda, e incluso los cultivamos                cuando necesitamos tamizar nuestros apetitos con una pantalla de                decencia. Sin embargo, Burroughs proclamó para sí                mismo una claridad experta a la vez que se burlaba de semejantes                afirmaciones. Definió el “almuerzo desnudo” de                su obra más celebrada como “un momento congelado en                el que todos ven qué hay en el otro extremo del tenedor”,                pero fue miope en cuanto a las verdaderas razones y resultados de                su propia destrucción. No veía ningún obstáculo                para que las amapolas no se sembraran fácilmente en los Estados                Unidos, “a lo largo y ancho de las Montañas Rocallosas,                digamos, de mayo a septiembre”. Eso habría sido maravilloso,                pero “como el opio se recolecta en pequeñas cantidades                y a mano, y los resultados que rinde cada trabajador apenas se miden                en onzas, esta labor debe ser barata a la vez que debe ejecutarse                con cuidado. Los recolectores turcos de principios del siglo veinte                ganaban entre treinta y cincuenta centavos por un día de                catorce horas de trabajo” (La fuerza de la costumbre), que                es la cantidad aproximada que Burroughs le pagaba a sus jóvenes                acompañantes. En la tierra de la libertad esta tarifa habría                resultado inaceptable. El suyo era un almuerzo desnudo en el que                jamás se fijó en los meseros, no digamos ya en los                cargadores de la cocina, que se necesitaban para servirlo, como                Chardin notó sobre los recolectores de opio en la Persia                del siglo diecisiete: “son como muertos extraídos de                sus tumbas, lívidos, enjutos y temblorosos como si tuvieran                parálisis.”
             
              Estos sufrientes no pudieron haber captado la mirada errante de                Burroughs, porque su entusiasmo por lo médico no se extendía                al tratamiento de los afectados: “los enfermos me desquician”.                Viajaba no por la aventura o por curiosidad, sino de acuerdo a las                leyes de la oferta y la demanda, conforme lo guiaran sus antojos.                La atracción del subdesarrollo consistía en que le                permitía regresar al hogar de su pasado, una y otra vez.                En La máquina blanda observó de camino a México:                “Entre más al Sur nos dirigíamos más                fácil era anotarse un tanto, como si hubiéramos llevado                los años veinte con nosotros.” Adondequiera que iba,                llevaba a los Estados Unidos con él, aunque rechazaba a su                país con desdén llamándolo “viejo y sucio                y maligno antes de los colonos, antes de los indios”, porque                él era un bohemio en remisión, sensibilizado a los                tipos de cambio, que se regocijaba cuando veía al dólar                “elevarse como un ave hermosa”. Su amigo Alan Ansen                lo llamó una “personalidad completamente anónima”,                pero se requiere de más que un ingreso autónomo para                asegurar la independencia de pensamiento, por no mencionar la condición                más deseable que es la independencia reconocida.
              Otro de sus amigos, Jack Kerouac, nos pidió que viéramos                a Burroughs como “el más grande satirista desde Jonathan                Swift”. De hecho, se parecía más a Gulliver;                era más una parábola viviente acerca de la sátira                y su confianza en sí mismo que en el satirista en sí.                Gulliver estaba seguro de que el mundo podía reformarse en                un lapso de “siete meses” siguiendo lineamientos “fácilmente                deducibles de los preceptos desarrollados en mi libro”. Burroughs                prometió “algunas respuestas a la pregunta del origen                de la Palabra”, si le dábamos “diez años                y mil millones de dólares para la investigación.”                El orgullo que siente Gulliver de la forma en que detesta el “vicio                absurdo” del orgullo está igualado por Burroughs, que                había protestado en contra de la “absurda condición                llamada auto-respeto”, pero quien terminó echándose                porras en su diario con el pensamiento de que a través de                “la propia medicina de Dios” (la morfina) él                había alcanzado el “auto-respeto y, al hacerlo, el                respeto de los demás”. Gulliver se retiró a                su propiedad para conversar con sus caballos de piedra y así                evadir a su hedionda esposa, como si los yahoo (los brutos con forma                humana) no hubieran tenido nada que ver en la historia de Equus                caballus. Burroughs regresó al Medio Oeste, rehuyendo casi                siempre al “animal malo: el Hombre” y siendo más                feliz entre sus múltiples gatos: “Sí, adoro                a los animales, en detrimento de los animales humanos que pueden,                en muchos casos, desafortunadamente, HABLAR” (Las últimas                palabras de Dutch Schultz, 1969), aunque fue mediante sus conversaciones                con gatos —entre otros métodos— que el hombre                trajo al Felis domesticus a la existencia. Es más difícil                huír de los seres humanos de lo que uno podría pensar                o esperar. Por otro lado, Gulliver pasó cuatro años                ficticios y a la vez reales, como aprendiz de cirujano, mientras                que Burroughs fraguó su disfraz de pericia a partir de sus                lecturas en revistas y de un semestre en la escuela de Medicina,                en Viena, justo antes del Anschluss. Se salió de la carrera                porque “no quería atiborrar mi mente con todos esos                datos”. Pero Burroughs y Gulliver son hermanos en el arte                de recomponer el mundo fracturado y hacer el bien, y ambos se deleitan                en el juego de jugar al doctor con las otras criaturas, aunque ninguno                de los dos tiene estómago para el más arduo de todos                los procedimientos que es detectar el haz en la propia mirada y                luego extraerlo.
Griffiths. Catedrático del Trinnity College de Cambridge. Autor de Dante in English (Penguin Classics, 2005).
© The Times Litterary Supplement, 22 de julio de 2005
Traducción de Emma Palacios.
