viernes, noviembre 25, 2005

El mal uso de la ciencia



ROBERT SALADRIGAS - 23/11/2005

B arcelona, España. 23/11/2005. (La Vanguardia.- Lo que siempre me atrae de Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) es su insaciable necesidad de explorar nuevas rutas en su narrativa, el no conformarse con los logros aun cuando, como en el caso de Los restos del día, le reportara el premio Booker, una soberbia película de James Ivory con Anthony Hopkins y Emma Thompson en estado de gracia, y la fama internacional. Para muchos de sus lectores Ishiguro sigue siendo el autor tan profundamente británico de Los restos del día. Sin embargo siete años después, en 1995, ofrecía con Los inconsolables una obra que en nada recordaba la anterior, un texto opaco, exigente para el lector, es decir, minoritario, que en mi opinión daba la medida del talento de Ishiguro y lo erigía en el autor tal vez más sugerente, original e imprevisible de su heterodoxa generación. Luego, en el año 2000, llegaría su última novela hasta ahora, Cuando fuimos huérfanos, que confirmaba lo ya sabido: Ishiguro levanta pieza a pieza un universo de ficción personal a base de historias singulares que entremezclan diferentes géneros narrativos (fantasía lúdica, trama detectivesca, folletín o elementos simbólicos) sin alejarse de la forma realista para expresar los grandes asuntos del presente desde una perspectiva crítica fecunda y convincente que resalta su figura literaria.

En Nunca me abandones Ishiguro prosigue su avance. Si en alguna obra anterior quizás se habían detectado huellas de Musil o Conrad, esta vez se perfila creo que bastante nítida la sombra de Kafka; no el Kafka de La metamorfosis, aunque se pueda invocar la soledad de Gregor Samsa agazapado en su madriguera, sino el Kafka de El proceso con el aislamiento, la perplejidad y el absurdo a que es condenado Josep K. por la lógica infernal de un sistema injusto y, tal vez, de En la colonia penitenciaria. Los personajes de Nunca me abandones se mueven en un espacio kafkiano aunque parezca normal. Al empezar la novela se nos advierte que estamos en "Inglaterra, a finales de la década de 1990". Y acto seguido arranca con estas palabras: "Mi nombre es Kathy H. Tengo treinta y un años, y llevo más de once siendo cuidadora". Poco después averiguamos que Kathy H. va a seguir siendo cuidadora durante otros ocho meses porque alguien así se lo ha pedido o impuesto. ¿Cuál es la identidad de ese alguien? Nunca lo aclararemos, pero sí que son él o ellos quienes deciden. En cambio, enseguida sabremos que Kathy H. es una cuidadora eficaz de donantes, que creció en un colegio exclusivo llamado Hailsham ubicado en un algún lugar hermoso del país, que sus compañeros, todos ellos identificados con un nombre y una inicial parecen jóvenes corrientes pero no lo son. El colegio tiene normas liberales respecto al sexo, si bien nunca podrán engendrar hijos, pero los profesoresguardianes no toleran que se fume porque el tabaco afecta a la salud y es indispensable que los pupilos de Hailsham estén sanos para desempeñar las funciones encomendadas.



Una servidumbre absoluta
¿De qué función se trata? Pues de donar sus órganos a enfermos que los precisen para vivir. Una vez, y otra, y otra, y otra más, hasta que completen, es decir, hasta que sus cuerpos progresivamente mutilados no soporten nuevas amputaciones. Para eso fueron magistralmente clonados, de manera que no han conocido madres ni padres, carecen de raíces, de pasado, y su futuro es la desmembración y la muerte, pero han sido dotados de emociones y pueden sentir la amistad o enamorarse como le ocurre a Kathy H. y a sus camaradas Tommy D. y Ruth K. cuyo intercambio de relaciones constituye el único núcleo realmente humano del relato. Por lo demás, está trazado con líneas indelebles: la extinción ordenada, lenta, consentida, sin esperanza y luchando contra la desesperación en los instantes de lucidez intelectual, porque en todo momento son conscientes de que deben su vida monstruosa a una sociedad miserable, repugnante, moralmente deshuesada, que se sirve de ellos sin admitir su existencia reprobadora.

La fábula imaginada por Ishiguro es terrorífica no ya por lo que significa y que corta el aliento, sino por la manera en que se desarrolla. Ishiguro se limita a narrar con fluidez naturalista la historia desde la óptica de una testigo implicada, Kathy H., cuyo conocimiento de los secretos del atroz proyecto es forzosamente limitado. Pero la lectura da pie a numerosos interrogantes. Una vez desaparecido Hailsham por problemas económicos, ¿de qué centro y cómo se emiten las órdenes perentorias que ella y los que son como ella reciben? ¿Quiénes y con qué respaldos pusieron en marcha la idea de programar esas criaturas con alma para ser descuartizadas al servicio de la salud pública, cabe sospechar que en aras de los privilegiados? ¿Qué personas decidieron las clonaciones y dónde se llevaron a cabo, por supuesto con la complicidad criminal de científicos y médicos legitimados desde los sumideros del sistema? ¿Es absurda la posibilidad de que en la vida real pueda darse algo parecido a lo que muestra la fábula de Ishiguro? Porque lo escalofriante es que la barbaridad se enmarca en paisajes familiares (Norfolk, Littlehampton, Kingsfield...) y los cobayas son jóvenes de hoy sin rasgos diferenciales; lo único en ellos abominable es su servidumbre absoluta -la misma que impedía al mayordomo de Los restos del día tomar las riendas de su propia vida- a la voluntad que los ha concebido como aberraciones del progreso científico.

¿Qué va ser de Kathy H. cuando resuelve volver a su coche y alejarse "hacia dondequiera que me estuviera dirigiendo"? Ishiguro abre con ese dondequiera una tímida rendija a la luz en la sombría, convulsiva e irrespirable atmósfera del libro. De todos modos su lectura no busca ser apacible ni procurar felicidad al lector. Por el contrario, hay mucho que pensar ymásque decir de esta última apuesta de Ishiguro, como todas las suyas arriesgada pero en definitiva, creo, estimulante y por ello admirable.