jueves, abril 06, 2006

Larry Fink















Larry Fink, Moses Soyer Studio, NYC, 1956, Gelatin-silver photograph, 14 3/4” Square=image







Comunismo en tapado de visón


Juana Libedinsky (desde Madrid)


"A MO LA elegancia". La frase es de un hombre bajo y grueso, notablemente desaliñado. Lleva una camisa naranja arrugada, el pelo cano despeinado (¡pero no cuidadosamente despeinado!) y un único guante, al que le cortó las puntas de los dedos, y que no lava desde hace bastante. "Amo la elegancia pero no vivo en ella. ¡Me gusta visitarla cada tanto!" explica, con una gran sonrisa, el responsable de las imágenes más sutiles del mundo de la alta costura parisina y de las fiestas de largo de los millonarios de la Quinta Avenida.

Se trata de Larry Fink, considerado uno de los grandes fotógrafos sociales del siglo XX desde que una famosa retrospectiva de su obra en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) de 1979 lo colocara en el panteón de las estrellas. Pero un "fotógrafo social" no en el sentido de retratista indolente de los ricos y famosos, sino en el de un profesional que rompe con los "discursos" ideológicos tradicionales manteniendo un fuerte compromiso de izquierda.

Cabe entonces la pregunta: ¿Cómo es que no saca fotos a los homeless o los indocumentados en vez de dedicarse a recorrer la noche más exclusiva? "Yo era uno de esos socialistas que tenían la ilusión de que otro mundo se avecinaba, entonces sentía como mi deber hacer una crónica de aquel que iba a desaparecer", explica respecto a Black Tie, una de sus series más conocidas sobre los hombres de smoking en los bailes de beneficencia de los museos neoyorquinos.

Desde 1965, Fink enseña fotografía en la Universidad de Yale, Cooper Union, y recientemente en el Bard College de Nueva York. El presente diálogo se desarrolla durante un intermedio en el seminario que está dictando como invitado especial de Photoespaña 2005. Cae la tarde en el campus de la Universidad Autónoma de Madrid y Fink se instala en un bar cercano. Entre copa y copa la cronista le dice que necesita una foto suya, pero que le da vergüenza sacársela a un profesional. Con la espontaneidad que caracteriza a sus imágenes, Fink saca de la cartera de la cronista una pequeña cámara digital, apaga el flash, se apoya contra una ventana y trata de tomárselas él mismo. Al tercer intento logra que la mayor parte de su cabeza quede dentro del marco y está encantado. "Si me la mandas, esta va como autorretrato en mi próximo libro" ríe mientras hojeamos la monografía que la prestigiosa editorial Phaidon Press acaba de publicar en castellano sobre su obra.

UN FEMINISTA ORGÁNICO. Larry Fink nació en Nueva York en 1941, hijo de profesionales judíos de clase media, activistas políticos progresistas que apoyaron —sobre todo Sylvia, su madre— las inquietudes artísticas que tuvo desde chico.

A pesar de ello el joven Larry abandonó la universidad donde estaba estudiando arte y, en 1958, fiel al espíritu de la época, se unió a un grupo de poetas, ladronzuelos y drogadictos que vivían en un sótano en Greenwich Village. De ese entonces son sus primeros trabajos conocidos que juguetean con un pictorialismo bohemio y romántico, y que le dieron la fama de "el Jack Kerouac de la fotografía".

Más adelante, cuando a instancias de su madre empezó a tomar clases particulares con Lisette Model —tutora de Diane Arbus, y con quien militaba contra el macarthysmo— su estilo empezó a tener el sabor surrealista de la fotografía europea de la década del ’30. Desde entonces, fuese retratando la vida en la pasarela (como quedó en evidencia en su libro Runway del 2000), en sus célebres fiestas, en las fotos de boxeadores que le encomendaron para revistas o en las imágenes de sus vecinos granjeros de la zona rural de Pennsylvania donde vive actualmente, la obra de Fink es fácilmente reconocible por una mezcla de comentario social con una exquisita composición pictórica.

—Usted siempre estuvo rodeado de mujeres fuertes. ¿Cómo afectó eso su fotografía?

—No sé si afectó mi fotografía. Ciertamente afectó mi vida aunque, claro, la fotografía es una forma de hablar sobre la propia vida. Creo que las personalidades de mi madre, mi maestra, mi mujer y mi hija me han moldeado en el sentido de que tengo una relación increíblemente respetuosa y compleja con las mujeres. Soy un feminista orgánico desde que tengo memoria, siempre pensé que ustedes son mucho más intuitivas, interesantes y consideradas que los hombres. Ahora, a la vez obviamente soy un hombre, lo cual quiere decir que en mí despiertan deseo, lujuria, y que en su momento me mandé todas las macanas posibles cuando estuve en una relación, y ese tipo de cosas. Pero mi comportamiento, o al menos mi comportamiento pasado, no domina lo que siento respecto a las mujeres, o como me relaciono. Simplemente, quiere decir que nunca fotografié a las mujeres como objeto. Aún en el trabajo más comercial, de moda o publicidad, siempre lo que me interesó fue humanizar a las personas, y particularmente a las mujeres. Esto se logra integrándolas a un contexto, mostrando su complejidad para que parezcan más de carne y hueso, lo cual a veces es difícil con las modelos.

—¿Qué es lo que lo atrae tanto del mundo de las pasarelas?

—Ya no hago mucha fotografía de moda, hice un libro sobre el tema pero después lo abandoné. Es un mundo muy chato, y casi violento en lo competitivo, pero a la vez es un mundo lleno de belleza, de texturas y drapeados y colores y actitudes. Siempre voy a estar interesado en estas cosas porque soy periodista, pero también un sensualista. Con la moda me ocurre lo mismo que con las fiestas de la alta sociedad, esta mezcla de sentimientos de atracción y repulsión. Me interesaba el artificio y la falsedad de esta gente, a la vez su opulencia y elegancia. Eso lo viví desde chico. Mi madre era comunista, pero usaba tapado de visón y mi papá la pasaba a buscar en un auto grande. En el Partido la criticaban, le decían que eso no era muy puro, pero ella insistía en que no tenía ningún remordimiento en usarlos porque, si se ahorraba en otras cosas, en Estados Unidos todo el mundo podía tener un auto y un tapado. Al final, tuvo que renunciar al Partido porque sus compañeros se volvían cada vez más puristas y doctrinarios. Yo soy como ella: de izquierda, pero me gustan las cosas bellas.

—Justamente, muchos críticos dicen que usted al tomar el mundo de la moda o de la alta sociedad hace una sátira, pero llena de humanidad.

—Sí, muchos piensan que lo que yo hago es una sátira sutil, pero yo no lo veo así para nada. Mi colega Martin Parr es un satirista, aborda sus fotos desde un punto de vista frío, alejado, intelectual, trabaja desde afuera del contexto, con resultados brillantes, por supuesto. Lo que yo hago es distinto: me meto, apoyo mi pecho contra el género de los vestidos, huelo los perfumes, el olor del pelo o de los muebles. Es más bien la actitud de un niño curioso.

FOTÓGRAFO EN PELIGRO

—Se lo considera el más intuitivo de los fotógrafos actuales. ¿Usted se ve así?

—Para mí la intuición es la única manera de ver el mundo. En general la sociedad subestima el valor de la intuición frente a la forma y al rigor, pero yo creo que uno debe tener fe en su forma de ver el mundo. Mi trabajo se basa en confiar en la suerte, en la oportunidad y el destino, y para eso hace falta ser receptivo a las emociones y dejar que nos guíen. Muchas veces razonando no se puede llegar a una mejor respuesta porque no hay bien ni mal sino muchas aristas a cada situación, y pensarla tanto puede ser, en el fondo, sólo paralizante. No siempre fui así: cuando era joven bajaba más línea, era más moralista, pero ya no veo el mundo en blanco y negro. Con los años me vi a mí mismo como una buena persona, luego como una mala persona y en fin, para eso sirve la edad: matiza los juicios que uno hizo de joven y lleva a darse cuenta de que todo es frágil, temporal y mágico al mismo tiempo.

—Hay un reality show bastante controvertido llamado Cops que filma el accionar de los patrulleros por las calles más violentas. Usted se unió a ellos para sacar fotos. ¿Qué lo motivó?

—No sé, fue una locura. Cuando estaba en el avión yendo hacia Miami, de donde son los patrulleros, no podía dejar de pensar lo estúpido que era, ¡por Dios! En ese entonces mi hija era pequeña. ¿Qué iba a pasarle si yo terminaba con una bala en la frente? Ya había cubierto guerras, no tenía que probarme nada a mí mismo, estaba totalmente arrepentido. Igual, llego, me subo al auto de la policía, empiezo a relajarme porque no pasaba nada por ningún lado. De pronto pasa algo: una pelea callejera realmente violenta, con armas de fuego y cuchillos. Salgo del auto disparado y me pongo a sacar fotos entre los puñetazos y la línea de fuego, con los policías gritando "¡que hace este maldito fotógrafo aquí!". Finalmente me agarraron del cogote y me sacaron de allí. Eso me enseñó muchas cosas sobre el peligro. Uno puede estar lleno de temores antes, pero en cuanto se tiene la cámara en la mano se evapora el miedo, uno es absorbido por lo que está pasando y sólo se piensa en la mejor manera de capturarlo. La foto entonces se vuelve una experiencia física a través de la que uno respira. Por suerte antes de que me sacaran a patadas logré una buena imagen, que es la que está en el libro.

—Pero sus comienzos fueron bastante arriesgados, viviendo en la Nueva York beatnik. ¿Hoy la extraña?

—Vivía en la calle Minetta, pagando 65 dólares por mes en vez de las millonadas que piden hoy. Eso es un desastre: para mí, cuanto más sube el alquiler, más se aleja la utopía. Por eso cuando Nueva York era una ciudad de precios razonables los intelectuales podían vivir allí. Ahora en cambio toda la isla de Manhattan se aburguesó; si no pagas el alquiler te echan a patadas y por eso, el hervidero multicultural que le daba esa fuerza vital tan especial se mudó a los suburbios. Sí, queda una clase profesional blanca y negra, pero no la diversidad creativa que había tiempo atrás.

COMPARACIÓN EQUÍVOCA

—Lo llaman el Jack Kerouac de la fotografía. ¿Por qué no le gusta?

—No soy el Kerouac de la fotografía por un par de razones. Primero de todo, porque él era bastante más grande que yo, diez años, más o menos. Segundo, si bien Kerouac era un tipo talentoso de la clase baja, sensible y al que le gustaba explorar —con lo cual me identifico, y además amo su trabajo— nunca pudo manejar las contradicciones de la fama. Como él, creo que soy bastante articulado y puedo moverme sin problema en distintos estratos, pero no soy autodestructivo ni trato mal a la gente, como él. Yo también usé drogas de manera experimental (si bien nunca bebí) pero con el tiempo dejé atrás mis malos hábitos, y hoy, cuando la gente me elogia por cualquier cosa que haya hecho, les agradezco de corazón, estoy muy feliz con todo lo que me da la vida y trato de hacer lo que está a mi alcance para contribuir a la condición humana. Jack despreciaba a la gente, siempre agredía y finalmente murió de alcoholismo, solo y en la casa de su madre. Yo vivo en el campo, en una granja en Pennsylvania, de manera muy privada, pero cuando salgo al mundo me porto correctamente. Además enseño desde hace 40 años en Bard College de la New York State University, y estar con alumnos hace que uno salga de su ensimismamiento artístico y quiera volcarse a los demás. Para mí, hoy es mucho más importante enseñar que trabajar.

—¿Cuál es la clave para ser un buen profesor de fotografía?

—Enseñar, como todo lo demás en la vida, se basa en estudiar a las personas. Uno tiene que llegar a sentir quién es en realidad el alumno para poder enseñarle el medio —en este caso la fotografía—de tal manera que se relacione íntimamente con él, con su esencia. Es la única manera de sacar un buen fotógrafo. Es una investigación delicada y obsesiva.

—¿Qué consejo le daría a chicos que están leyendo esta entrevista y que quieren ser fotógrafos?

—Que si quieren desarrollar una carrera profesional en la fotografía en la cual puedan dedicarse a la expresión profunda, se consigan otro trabajo aparte con el cual mantenerse. Entonces sí, los fines de semana, en el tiempo libre, que se dediquen a explorar el mundo con sus cámaras. Una vez que uno sale al mercado y la cosa empieza a andar, es muy difícil no achatarse; el éxito envenena la pureza de las esperanzas, y no hay vuelta atrás.

—¿Y qué hay de esa misteriosa mano suya, la del guante?

—Es algo así como un remedio casero. Trabajo en el campo y tengo problemas en las articulaciones, que con el guante más o menos se mantienen en su lugar. Podría operarme, pero realmente no estoy interesado. Sé que a todos les intriga, pero no es una afectación. Te cuento un secreto: ¡no soy Michael Jackson!