martes, mayo 02, 2006

Imágenes en exposición

Stanley Kurick. dibujo de Anthony Hare

ÀNGEL QUINTANA

B arcelona. 26/04/2006. (La Vanguardia).- En la Bienal de Venecia de 2001, algunos cineastas decidieron convertir sus películas en instalaciones. Abbas Kiarostami proyectó la imagen de una pareja durmiendo. Chantal Ackerman exhibió un plano secuencia de Jean Dielman en diferentes monitores con ligeros deslices temporales de diferencia y Atom Egoyan mostró el primer plano de alguien cortándose las uñas de los pies.

La presencia, en el territorio vedado al mundo del arte, de las obras de unos cineastas que fueron paradigma de una modernidad que repensó la figurabilidad, el tiempo y la materialidad de las imágenes fílmicas, no fue gratuita. La Bienal abrió las puertas a unas imágenes cinematográficas que empezaron a cuestionar las salas para revindicar su lugar en el arte contemporáneo. La noción del cineasta como artista y autor no hizo más que cambiar, radicalmente, de rumbo.

El debate se había iniciado unos años antes, en los años noventa, cuando Chris Marker diseñó el DVD In memory (1997) y Chantal Ackerman convirtió su documental D´est, en una instalación para el Jeu de Pomme de París (1996). El debate se expandió en una serie de exposiciones sobre las imágenes de cineastas que formaban parte del panteón de la historia del cine como Hitchcock et l´art (Museo de Bellas Artes de Montreal, 2000), Stanley Kubrick (Deutsches Filmmuseum de Frankfurt, 2004) y Renoir/ Renoir (Cinémathèque Française, 2005). Su culminación parece producirse en 2006 con la exposición Erice/ Kiarostami. Correspondències en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona; los trabajos de collage y manipulación de películas que integran la exposición de Douglas Gordon, El que vols que digui... Jo ja sóc mort de la Fundació Miró; la gran muestra Voyages en Utopie, concebida por Jean Luc Godard para el Centro Pompidou de París; la reciente inauguración de Almodóvar Exhibition! en la Cinémathèque parisina y la apertura el 20 de mayo de L´île et elle en la Fondation Cartier, ideada por Agnès Varda. Junto a estas grandes exposiciones, también se han producido otros fenómenos como el encargo que el Museo de Orsay de París ha efectuado a los cineastas Huo Hsiao-hsien, Olivier Assayas, Raul Ruiz y Jim Jarmusch para que rueden un largomentraje, con el museo como excusa, con un presupuesto no superior a tres millones de euros. Las diferentes propuestas demuestran que la galería no es sólo un espacio exclusivo para las imágenes en movimiento de los videoartistas y que también puede llegar a ser un espacio abierto a los cineastas experimentales. Así, Bill Viola puede compartir territorio con Godard, Almodóvar con Douglas Gordon y Kiarostami con Sam Taylor Word. El cruce no hace más que poner en crisis la frontera que durante tantos años ha separado -y, muchas veces, aislado- la institución cine de la institución arte contemporáneo.

Para comprender la dimensión del fenómeno hemos de partir de la constatación de que el modelo cultural que ha dominado la institución cine durante los últimos años ha sido el de la cinefilia. A partir de una serie de postulados alejados de la academia y de los gustos exquisitos de la alta cultura, la cinefilia ha considerado el cine como el lugar ideal para llevar a cabo el reencuentro con los paraísos de la infancia. Su arcadia ha sido la sala, entendida como espacio en el que las emociones individuales son compartidas por la colectividad. Entre los numerosos defectos que ha tenido la cinefilia figura su autosuficiencia y su escasa voluntad para llevar a cabo discursos que permitieran el contacto con otras disciplinas. Su principal virtud, su formación autodidacta. Las salas fueron sus templos y las filmotecas sus museos. El gran talón de Aquiles de la cinefilia ha sido siempre el cine de vanguardia. Así, un fenómeno como la irrupción de la vanguardia americana nunca interesó a los cinéfilos y los críticos de los años sesenta de Cahiers du cinéma nunca hablaron de la importancia de directores experimentales como Stan Backhage, Kenneth Anger o Michael Snow. El cine de vanguardia se situó en una extraña tierra de nadie, ya que la institución arte contemporáneo no se interesó por su valor cultural, pero en cambio aceptó la imagen en movimiento en las instalaciones que empezaron a proponer los videoartistas. Nadie se dio cuenta de que mientras la primera generación de videoartistas -Volf Vostell o Nam-June Paik- se estaba introduciendo en las galerías, en las salas de cine algunos cineastas como Andrei Tarkovski o Godard hablaban de cosas cercanas y juntos reflexionaban sobre cómo esculpir el tiempo mediante las imágenes.

Entre las numerosas mutaciones que se han producido en el mundo del cine después de su centenario, las más curiosas han afectado al terreno de la exhibición. A partir del 1996, las salas se convirtieron en supermercados. La cinefilia perdió sus templos, los cineastas dejaron de ser artistas, se afianzó el culto a las atracciones visuales en los blockbusters y la pasión hacia el cine de la felicidad como modelo único de las salas en versión original. También surgió un nuevo espectador que prefería tener las obras en vez de verlas. De forma paralela, el desarrollo de la cultura digital cambió las formas de filmar y proyectar las imágenes. Las películas ocupaban menos volumen. El vídeo y el DVD substituían los rollos de celuloide y su proyección era mucho más práctica y sofisticada. Esta mutación técnica condenó a la marginalidad -o al circuito exclusivo de los festivales- a algunas obras cinematográficas. Mientras una nueva generación de cineastas no cesó de experimentar en las fronteras entre la ficción y lo real, los supermercados preferían enriquecerse con la venta de palomitas y la institución cine no se atrevía a que las obras fronterizas y más radicales estuvieran en sus secciones oficiales. Un caso paradigmático de esta situación es el del cineasta Víctor Erice. A pesar de su prestigio, su obra y sus métodos de trabajo han sido considerados como demasiado complejos para los representates de la industria del cine. En caso de sujetarse a los supuestos industriales, la hipotética exhibición de sus películas en los supermercados supondría la perdida de su singularidad entre los blockbusters para adolescentes y el hedor a palomitas. La galería, en cambio, puede privilegiar su condición de artista y darle la oportunidad de trabajar con libertad, sin tener que pensar en los delirios comerciales del productor de turno. Para numerosos cineastas puede resultar cómodo trabajar para la galería ya que a pesar de que sus obras deban realizarse con menos presupuesto que losproductos industriales, éstas pueden mantener un nivel de radicalidad y experimentación, que actualmente la industria del cine no puede garantizar. La presencia de los cineastas en el museo es el primer capítulo de una mutación más amplia que está afectando la cultura visual y sus formas de ver. Una de las quejas de los cinéfilos obligados a visionar los últimos trabajos de Erice/ Kiarostami en el CCCB reside en la incomodidad de la sala respecto a las confortables butacas de los múltiplex y al modo cómo una visita impresionista no permite dar cuenta de un trabajo que necesita tiempo para ser visto. Las quejas tienen que ver con la dificultad de los espectadores para romper con la idea de sala. La relación entre cineastas y museos no debe tener como eje vertebrador la proyección de la obra como totalidad. La exposición puede privilegiar una propuesta estética de fragmentación, de rehabilitación de la figura del esbozo o de exploración de formatos narrativos que la dictadura de los programas cinematográficos ha marginado. La existencia de una correspondencia entre dos cineastas permite un intercambio de miradas y supone la materialización de un juego narrativo que ha estado muchas veces presente en la literatura y que el cine había rechazado. La galería puede ser el terreno clave que permita avanzar el cine hacia el ensayo, mientras que la irrupción de cineastas en el museo no hace más que introducir nuevos dilemas al debate sobre el fin del arte.

No debemos olvidar que toda exposición de imágenes fílmicas supone una relación entre espacio, obra y tiempo. En los museos es habitual poder comparar dos imágenes pictóricas en paralelo, pero en las salas de cine es imposible comparar dos imágenes cinematográficas o poner en relación, tal como Godard apuntó en su Introducción a una verdadera historia del cine, dos discursos estéticos paralelos. La exposición diluye el peso del relato para otorgar a la imagen una dimensión plástica, obligándola a establecer unos modos de relación con el espectador que ya no dependen del deseo narrativo de conocer qué pasará después de lo que está viendo.

Por otra parte, el nuevo fenómeno de la presencia de los cineatas/ autores en los museos cambia los sistemas de relación que los medios establecen entre el mundo del arte y el mundo del cine. Ante una exposición como Erice/ Kiarostami. Correspondències, los agentes culturales deberían plantearse una serie de preguntas esenciales que deberían poner en crisis la debilidad con que se han edificado ciertos discursos culturales dominantes. Entre otras cosas, podríamos cuestionar la práctica de la crítica a partir de un asunto tan simple como es vislumbrar cuál es el modelo de crítico idóneo para hablar de la muestra: el crítico de cine o el crítico de arte. Es cierto que la respuesta a la cuestión puede variar según el ámbito desde el que se responda, pero su formulación debería servir para preguntarse por qué los especialistas en los múltiples campos de análisis de la imagen se han formado a partir de tradiciones contrapuestas. ¿Acaso no son los críticos de arte y de cine analistas de la cultura visual? También podríamos preguntarnos, de forma más prosaica, si una película como La morte rouge de Víctor Erice puede llegar a ser nominada al Goya a la mejor película. La cuestión no es baladí, ya que su respuesta tiene mucho que ver con el modo cómo la institución cine, sobre todo en España, continúa pensando en el medio como algo inamovible, sin darse cuenta de que esa cosa que convenimos en llamar cine no ha cesado de cambiar y avanzar por otros apasionantes territorios.