jueves, julio 20, 2006

Literatura / Entrevista con Jeffrey Moore


L a literatura canadiense nos ha ofrecido algunos de los nombres más interesantes de la literatura anglosajona en las últimas décadas. Si decidiéramos pergeñar un pequeño listado ahora mismo, seguramente deberíamos empezar por la extraordinaria Carol Shields, ganadora de un premio Pulitzer en 1993 por su novela más famosa: 'La memoria de las piedras'. La lista podría seguir con Alice Munro, en palabras de Jonathan Franzen, "la mejor escritora viva de relatos cortos". Y a ellas, sin ninguna duda, tendríamos que sumar un nombre que se oye cada vez más fuerte todos los octubres, cuando las supuestas candidaturas al Premio Nobel empiezan a poblar las páginas de los periódicos: Margaret Atwood.

Pues bien, en unos años, cuando su obra haya crecido, y con ella muy probablemente su prestigio y sus lectores, quizá debamos añadir a la lista al todavía joven Jeffrey Moore. Moore sorprendio a crítica y lectores seis años atrás con su primera novela, 'Una cadena de rosas'. Debut que le valió el prestigioso premio Commonwealth en la categoría de Mejor Primer Libro. Su segundo libro, 'Los artistas de la memoria', narra la divertida y a la vez terrible historia de Noel Burum, un personaje atormentado por dos desórdenes mentales fascinantes: la hipermnesia y la sinestesia . Por un lado es incapaz de olvidar y, por otro, percibe las palabras como explosiones de color. No contento con esto, Moore ha poblado la novela de pintorescos personajes como Stella, la madre de Noel, una enferma de Alzheimer que va dejando constancia por escrito de la desaparición del mundo que conocía.

¿Cómo se interesó en la sinestesia?

En realidad, al comienzo no estaba interesado en la sinestesia, mi interés pasaba por la pérdida de la memoria. Empecé investigando acerca de esto y cuando estaba leyendo sobre trastornos de la memoria me topé con el opuesto de la amnesia, la incapacidad de olvidar, algo llamado hipermnesia. Leí el caso de un ruso del siglo XIX que parecía recordar absolutamente todo. Leí acerca de él en un libro de A.R. Luria, La mente del nemónico, un libro fascinante, y descubrí que no sólo no conseguía olvidar nada sino que además sufría de sinestesia, cuando hablabas con él podía ver colores y formas generadas por lo que oía. Entonces pensé: Estoy escribiendo un libro acerca de la pérdida de la memoria, utilizando en parte la experiencia con mis propios padres, ambos sufrieron de Alzheimer, ¿no sería una buena idea un personaje con hipermnesia que intentase ayudar al otro personaje con amnesia? Recuerdo que estaba de tour en Inglaterra, promocionando mi primera novela, y alguien me preguntó si tenía alguna idea para mi próximo libro. Y expliqué un poco la idea, como acabo de hacerlo contigo, en el público se encontraba mi agente con los ojos en blanco, como diciendo: ¡Dios, qué mala idea! Luego me dijo que le parecía demasiado cursi, simétrico. Una vez leyó el libro le encantó, pero la idea no le había gustado nada.

Tras el éxito de crítica y la concesión del premio Commonwealth, tras toda esa atención que recibió por su primer libro ¿resultó muy difícil sentarse a escribir el segundo?

Fue un verdadero infierno. Estaba hablando con Julian Barnes una vez, luego del premio y demás, y me dijo: Jeffrey, lo peor que le puede pasar a un autor es recibir un premio por su primer libro. Así que le pregunté por qué. Y me dijo: Porque ahora no sólo tendrás la presión normal de escribir un segundo libro, sino que ahora tendrás a los críticos encima. Fueron amables con tu primer libro, ahora están afilando los cuchillos, esperando tu próximo intento. Además de eso estaba el hecho de que para escribir este libro tenía que recordar los padecimientos de mi padre con el Alzheimer, lo doloroso que fue verlo ir perdiendo la memoria, perdiendo la cabeza. Y justo cuando pasaron cinco años de su muerte, mi madre, que ya había empezado a desarrollar la enfermedad tiempo atrás, murió atropellada por un coche, cuando iba hacia la consulta del médico. Durante meses intenté evitar todo lo que me recordara el dolor por la pérdida de mis padres y no hacía otra cosa que sentarme en el sofá a ver televisión. Vi programas que jamás hubiera visto de otra manera, veía programas concurso, reality shows y mil tonterías por el estilo. Hasta que un día las cosas empezaron a desbloquearse cuando escribí el primer capítulo del libro en que Stella, la madre del protagonista, cuenta la historia en primera persona, con su propia voz, tecleando en una maquina de escribir. Antes de eso todo era en tercera persona y sonaba descriptivo, clínico, incluso frío. Pero claro, al llegar a Stella pensé: A ver, ella está empezando a desarrollar la enfermedad y lo sabe ¿no sería interesante que ella contara su propia historia? Entonces ahora tenía a Noel, el hijo, que también llevaba un diario y a su madre. Ese contraste, esos dos testimonios en primera persona, me pareció extremadamente interesante. Especialmente por la cuestión del "narrador poco fiable", es decir, tienes los testimonios de dos personas enfermas, que cuentan su propia historia y uno puede elegir creerles o no.

¿Fue especialmente doloroso recordar y escribir acerca de la experiencia de sus padres con la enfermedad?

Fue casi insoportable, en realidad. Por esa razón, ninguno de los hechos que relato en el libro, excepto uno, ocurrió realmente. Estaba intentando capturar lo que sentía yo en determinados episodios, trasladarlo a situaciones ficticias inspiradas en mis recuerdos. El único momento del libro que creo es enteramente real es cuando Noel descubre que su madre está empezando a perder la memoria. Están cenando en el comedor y Noel se da cuenta de que la comida está fría. Entonces su madre le dice que no se preocupe, que meterá los platos en el microondas. Esto ocurrió. Recuerda estar sentado esperando a que mi madre volviera de la cocina y podía oírla murmurar, así que le pregunté si todo estaba bien. No, algo pasa. Así que fui a la cocina y vi que no había nada dentro del microondas. Había puesto los plato dentro del lavavajillas y estaba dándole vueltas al disco de mando preguntándose cómo funcionaba este aparato. Lo primero que pensé fue: Cielos, tenemos un problema serio aquí. Pero es tu madre, así que pretendí que no pasaba nada y le dije que yo tampoco recordaba cómo funcionaba el microondas, que por qué no volvía al comedor mientras yo intentaba hacer funcionar esto. Y eso hice. Calenté los platos en el microondas y pudimos comer, fingiendo que no había ocurrido nada. Pero juraría que mi madre sabía que algo no estaba bien, creo que era consciente de que había cometido un error absurdo. Si lo piensas por un momento parece una historia divertidísima para contar en una cena con amigos, pero luego de las risas puedes darte cuenta de lo tremendamente triste que es.

Leí que su padre era visitador médico y bacteriólogo y que usted tuvo un muy temprano interés por la ciencia ¿Por qué decidió estudiar filosofía y literatura en lugar de una carrera científica?

Mi padre era un hombre de ciencia, eso es cierto, pero a la vez era un hombre con una enorme biblioteca, que leí y había leido a Voltaire, Rousseau o Bertrand Russell, y como el padre del libro quería combinar las ciencias con las artes. Mi situación es similar a la del hijo que crece en un ambiente religioso. No tienes opción, si tus padres son católicos, tú serás católico. Hasta que alcanzas cierta edad en la que puedes decidir por ti mismo. Cuando era niño yo no paraba de decir: Seré un científico, voy a ser un científico, seré como mi padre. En la secundaria casi no tenía que estudiar química porque las cosas que nos enseñaba yo las sabía desde que tenía diez años. Cuando llegó el momento de ir a la universidad me di cuenta de que no quería ser científico, cuando pude decidir por mi mismo descubrí que me interesaba mucho más el arte.

¿Qué libro tenía entre las manos cuando decidió ser escritor?

Cumbres borrascosas de Emily Brontë. El año pasado Alice Munro y yo estábamos nominados para el mismo premio. La noche anterior, durante la cena de bienvenida, yo ya sabía que había perdido. ¿Por qué? Porque Alice Munro estaba ahí, ella no iría a ninguna ceremonia de premiación en la que no supiera de antemano que había ganado. Y a mí no me pareció demasiado mal perder frente a Alice Munro. Munro es conocida por ser muy tímida, muy distante, no le gustan los periodistas, pero es conocida porque le gusta beber. Nos encontramos en el bar y me preguntó lo mismo que tú me habías preguntado, cuando le dije Cumbres borrascosas, me replicó que ella también. Luego me preguntó cuál era mi escritor de relatos favorito vivo. Le dije que no se ofendiera pero pensaba que el mejor era el irlandés William Trevor. Y me respondió que pensaba lo mismo. Era como esa primera cita con una mujer en la que intentas tener la mayor cantidad de cosas en común. Y discurrió así toda la noche. Al día siguiente ella llegó un poco tarde y pude verla cruzar la calle justo antes de entrar al recinto. ¿Sabes qué llevaba bajo el brazo? Un ejemplar de Los artistas de la memoria. Había ido a comprarlo a la librería de enfrente. Me sentí sumamente halagado. Ya sabes, estamos hablando de Alice Munro, una escritora tan grande. Jonathan Franzen escribió de ella en el New York Times que era la mejor escritora de relatos en activo. Se lo dije, le pregunté si había leído lo que Franzen escribió. Y me dijo que sí, pero que no le había creído, me dijo que no se creía nunca las reseñas que eran demasiado halagadoras o demasiado negativas.

¿Qué otros autores canadienses le interesan?

Bueno, está Carol Shields, quien murió dos años atrás de cáncer. Ganó el Pulitzer en 1993 con La memoria de las piedras y es una de mis escritores favoritas de todos los tiempos. Luego tenemos a Margaret Atwood, que es maravillosa. Yann Martel, que es de Montreal como yo. Hace dos años vine a presentar mi primera novela a Barcelona y Yann Martel había estado un par de semanas antes que yo. Cuando los periodistas empezaron a hacerme preguntas, todos me hablaban en español y yo no entendía nada. Así que tuve que decirles que no hablaba español. Y, muy sorprendidos, me respondieron: Ah, es que Yann Martel hablaba un español muy fluido y pensábamos que todo el mundo en Montreal hablaba español.

¿Sigue viviendo en Montreal?

Sí, tengo una casa en el campo, al pie de las montañas, a una hora de la ciudad, cerca de un río. Conforme me voy haciendo viejo disfruto más de estar lejos de la gente (clubcultura.com).