domingo, octubre 01, 2006

Literatura / Orhan Pamuk, «Estambul. Ciudad y recuerdos», fragmento de novela

A pesar de vivir algunos años en Estados Unidos, Pamuk jamás ha abandonado su Estambul natal. Fotomontaje sobre una fotografía de Boris Rxoessler/EPA-DPA

M adrid, España. (El Cultural).- En un mundo desgarrado por la intolerancia y el fanatismo, Orhan Pamuk (Estambul, 1952) se ha convertido en un símbolo de libertad y cultura. Lo es por sus novelas, en las que narra la díficil relación existente entre los estados laicos y la religión musulmana, y por el juicio de alta traición al que fue sometido por recordar el genocidio armenio perpetrado por los turcos a comienzos del siglo XX. También por libros como el que Mondadori lanza mañana, Estambul. Ciudad y recuerdos, en el que el escritor narra la historia de su familia mientras recorre las callejuelas de su ciudad, se ensimisma en el Bósforo y canta la amargura de sus paisajes y sus gentes. El Cultural le acompaña en estas páginas, anticipo del libro.

En mi infancia y primera juventud existía un fuerte nacionalismo turco que pretendía que el uso de la palabra “Constantinopla” implicaba que no pertenecíamos a esta ciudad, que algún día sus primeros dueños regresarían y nos expulsarían después de quinientos años de ocupación o que, cuando menos, nos convertía en ciudadanos de segunda. Ellos consideraban importante la idea de la “Conquista” [de Constantinopla, en 1453]. [...]

En los primeros años de la guerra fría, Turquía, miembro de la OTAN, no quería recordar al mundo la Conquista. Sin embargo, dos años después, en 1955, cuando el gobierno fue incapaz de controlar a las masas que había estando provocando bajo cuerda, fueron saqueados los establecimientos de los rumíes [descendientes de los antiguos bizantinos] y de otras minorías de Estambul. Aquel suceso, en el que se destruyeron iglesias y se mataron sacerdotes, recordó el espectáculo de saqueos y crueldad durante la “Caída” [de Constantinopla] que describen los historiadores occidentales. Los errores de las autoridades turcas y griegas tras la formación de sus estados nacionales, que han tratado a sus minorías como “piezas de intercambio”, han conducido a que el número de rumíes [descendientes de los antiguos bizantinos] que ha abandonado Estambul en los últimos 50 años sea superior al de los que lo hicieron en los 50 años posteriores a 1453.

En 1955, después de que los ingleses se retiraran de Chipre y mientras el gobierno griego se preparaba para tomar posesión de la isla entera, un agente de los servicios secretos turcos arrojó una bomba a la casa donde había nacido Atatürk, en Salónica. Cuando Estambul supo de la noticia después de que los periódicos de la ciudad la agigantaran en una edición especial, una muchedumbre hostil a las minorías no musulmanas se reunió en la plaza de Taksim y en primer lugar saqueó y quemó hasta el amanecer los establecimientos de Beyoglu, aquellas tiendas a las que solíamos ir mi madre y yo, y luego de toda la ciudad.

Se puede decir que las bandas de saqueadores que despertaban el terror por la violencia que desataron en barrios donde la población rumí era numerosa, como Ortaköy, Balikli, Samatya o Fener, se portaron tan despiadadamente como las tropas del sultán Mehmet el Conquistador, si tenemos en cuenta que en algunos lugares asal-taron pequeños colmados de rumíes pobres, que prendieron fuego a sus lecherías, que invadieron sus casas y que violaron a jóvenes rumíes y armenias. Mucho más tarde se supo que para poner en marcha a aquellos asaltantes que aterrorizaron la ciudad durante dos días y que convirtieron Estambul en un sitio más infernal que la peor pesadilla orientalista de los cristianos y los occidentales en general, miembros de ciertas organizaciones apoyadas por el Estado les habían dicho que podían saquear con entera libertad.La mañana siguiente a aquella noche que todos los no musulmanes pasaron con el riesgo de ser linchados, las calles del barrio de Beyoglu y la calle Istiklal aparecieron llenas de objetos que habían pertenecido a las tiendas esquilmadas, a las que habían roto los escaparates y reventado las puertas, cosas que los saqueadores no habían podido llevarse pero que habían destrozado con sumo placer. [...] Aquí y allá podían verse bicicletas, coches volcados o quemados, un piano destrozado, los maniquíes rotos de unos almacenes mirando al cielo después de que los tiraran desde el escaparate a la calle cubierta por las telas y los tanques que por fin habían enviado, aunque fuera tarde, para calmar los ánimos.

Estambul.

Como de todo aquello se habló largamente en casa durante años, está tan vivo en mi cabeza con todos sus detalles como si yo mismo lo hubiera visto. Mientras las familias cristianas arreglaban sus tiendas y sus casas, de lo que más se hablaba en la mía era de cómo mi tío y mi abuela corrían de una ventana a otra observando inquietos los acontecimientos al tiempo que las agresivas bandas de saqueadores llegaban ante la puerta de nuestro edificio e iban calle arriba calle abajo rompiendo escaparates y lanzando consignas contra los rumíes, los cristianos y los ricos. Como mi hermano había tenido el capricho de comprarse días antes una de las pequeñas banderas de tela que también habían comenzado a venderse en la tienda de Aladino como consecuencia del emergente nacionalismo turco y la había colgado dentro del coche, ni volcaron el Dodge de mi tío ni le rompieron las ventanillas.

La religión

Hasta los diez años tuve una idea muy clara de Dios: era la imagen venerable de una mujer de rostro impreciso, extremadamente anciana y vestida con una túnica blanca. Aunque parecía un ser humano, esa imagen, al igual que las demás de mi imaginación, ante mis ojos no estaba tan clara como la de cualquiera que pudiera encontrarme por la calle. Porque se encontraba cabeza abajo y como inclinada a un lado. Cuando se me metía en la cabeza, con un poco de curiosidad y un poco de reverencia por mi parte, las demás imágenes de mi mente retrocedían y ella, como ocurre en algunos anuncios o tráilers, giraba sobre sí misma un par de veces con gran elegancia, se hacía más definida y ascendía entre las nubes, al lugar al que pertenecía. Las arrugas de la túnica estaban muy bien trabajadas, como las de algunas estatuas que había visto en las ilustraciones de los libros de historia. Cuando se me aparecía aquella imagen, cuyos brazos y cuerpo nunca se veían, yo sentía que estaba en presencia de un ser muy poderoso, muy respetable y muy superior, pero no le tenía demasiado miedo. [...] Tampoco recuerdo haberla llamado en mi ayuda nunca ni haberle pedido nada. Porque tenía muy claro que a ella no le importaban los que eran como yo sino los pobres. [...] ORHAN PAMUK