domingo, noviembre 26, 2006

Literatura / «El hombre que dispersó su sombra», un ensayo de Castañón sobre Henestrosa (Fragmento)


El escritor oaxaqueño (Foto: Senado de la República)

C iudad Juárez, 26 de noviembre de 2006 (RanchoNEWS).- En la edición de Confabulario, suplemento cultural domincal de El Universal, correspondiente al 18 de noviembre de 2006, fue publicado un ensayo de Adolfo Castañón sobre el escritor oaxaqueño Andrés Henestrosa con motivo de que éste cumplirá cien años el próximo día 30 de este mes.

«Hijo del rumor de la revolución y las promesas del vasconcelismo –dice Confabularoi–, enamorado de la lengua y sus raíces ancestrales, poeta, narrador, ensayista, orador, historiador y filólogo, Henestrosa se ha hecho merecedor, a través de libros como Los hombres que dispersó la danza , de un lugar de honor en el horizonte cultural mexicano. En el presente ensayo, Adolfo Castanón analiza el incansable trabajo de erudición del decano de nuestras letras. Así, lo festejamos».

A continuación ofrecemos un fragmento del ensayo de Adolfo Castañón titulado «Andrés Henestrosa: El hombre que dispersó su sombra»:

III

Al llegar a la ciudad de México, la mañana del domingo 28 de diciembre de 1922, día de los Santos Inocentes, el cándido Andrés Henestrosa trae en los oídos el rumor de la Revolución y el zumbido de las promesas vasconcelistas. No es el único niño indígena que anda en la ciudad de México por aquel entonces. El gobierno del general Álvaro Obregón acaba de abrir un albergue para estudiantes indígenas en la ciudad.

Los primeros tiempos del joven y angélico Andrés en la ciudad de México son de aventura y azar, encuentros y lecturas afortunadas. Inicia e interrumpe sus estudios en la Escuela Nacional de Maestros, en la preparatoria y luego prosigue en la universidad estudiando leyes y letras. Lleva una vida azarosa y sin cálculo, atenta a la cacería del instante, a veces sin tener qué comer, a veces sin saber dónde dormirá al día siguiente hasta que lo adoptan como protegido genial, primero, el pintor Manuel Rodríguez Lozano (1895-1971) y luego Antonieta Rivas Mercado (1900-1931), quien decide darle una formación literaria y lo lleva a vivir a su casa para traducirle noche a noche y de viva voz obras del inglés, el francés y el italiano. Por azar, gracias a Rodríguez Lozano, se hace de los libros con que Pedro Henríquez Ureña preparó su Antología de la versificación rítmica. Estas lecturas selectas lo ayudan a consolidar su dominio soberano del castellano. Vive en casa de Antonieta meses decisivos, desde fines de 1927 hasta febrero de 1929. De ahí sale para encontrarse con el candidato a la presidencia José Vasconcelos, de cuyo estado mayor forma parte, junto con Mauricio y Vicente Magdaleno, Alejandro Gómez Arias y Adolfo López Mateos, entre otros. En todos estos episodios, Andrés se mantiene a flote gracias a la vivacidad de su ingenio y a su lengua afilada y certera que no perdona jerarquías ni apariencias y lo mantiene en vilo como un ángel, divirtiendo y divirtiéndose.

También lo mantiene a flote su alegría contagiosa, su gusto por vivir y convivir en fiestas y convivios de los cuales suele ser el alma musical en virtud de su asombrosa memoria de trovador que sabe recordar canciones como Sherezada sabía cuentos.

Siete años después de llegar a México con sus pertenencias metidas en una funda de almohada y veinte pesos en el bolsillo, en 1929, Henestrosa publica el libro legendario Los hombres que dispersó la danza. Pasa al estado escrito la obra en que da su versión del ciclo legendario zapoteco: Binigulaza —una suerte de Popol Vuh de los indios de Oaxaca— a instancias de su maestro Antonio Caso. Muchos de los textos los dicta o escribe en casa de Antonieta Rivas Mercado, quien antes de irse encuentra la forma de pagar la edición. El libro tiene su fortuna. De Bernardo Ortiz de Montellano a Luis Cardoza y Aragón se corre la voz de la existencia de una obra milagrosa. Se funden en su fragua una sintaxis serpenteante en un léxico sencillo y luminoso y una entonación nítida y aérea que dan vida a unas siluetas de fábula —flores, piedras, animales— como si las tierras de Oaxaca hubieran sido propicias para que renaciera en ellas Esopo o La Fontaine. A muchos —por ejemplo a Octavio Paz— “había encantado su pequeño libro, Los hombres que dispersó la danza, Colección de Leyendas Zapotecas” (O. Paz en: A. Henestrosa, Retrato de mi madre, p. 11). La obra se inscribe en la línea de evocaciones indígenas como pueden ser La tierra del faisán y del venado (1922) de Antonio Médiz Bolio, Canek (1940) de Ermilo Abreu Gómez o, más tarde en las vastas latitudes americanas, las obras de José María Arguedas o Leyendas de Guatemala (1930) de Miguel Ángel Asturias, y en sus páginas alienta un aire fresco como venido de Oriente (“donde gusta hacer nido la alegre bondad de los cuentos”, como escribiría Agustín Yáñez).

Portada del libro de fotografías de Blanca Charolet (Foto: Archivo)


También cabe apuntar que el propio Abreu Gómez caracterizó así el estilo de Henestrosa: “Del arte de escribir de Andrés no hay que decir sino que lo domina con instinto primitivo. Su lenguaje es pobre, más lleno de savia y de sabor. Escribe en lengua; quiere decirse con más recursos hablados que escritos. Su sintaxis es irregular; sus frases, a veces, se telescopian, como buscando calor para no salir solas y perderse. Los adjetivos son escasos y los diminutivos no existen. Tiene el sentido de las proporciones y del equilibrio. Escribe cuando le da la gana y lo hace con trabajo, como venciendo repugnancias interiores. Es que piensa y siente en indio. El concepto y la imagen se le presentan en zapoteca. Tiene que luchar por traducirse a sí mismo. De la síntesis de su lenguaje interior tiene que ir al análisis de su lenguaje exterior. En este tránsito sufre. Los ojos se le hacen más chiquitos, balbucea alguna palabra juchiteca y empieza a llenar cuartillas. Cuando ha terminado de poner en el papel lo que quiere, viene la tarea terrible del artista inconforme que anhela arreglar las palabras con gusto y disposición. Su tenacidad vence las dificultades. La emoción no se evapora, antes queda presa en las páginas que compone”. Por aquella época, los poetas y escritores surrealistas como Benjamin Péret, Blaise Cendrars, Antonin Artaud y Michel Leiris supieron interesarse en las tradiciones y leyendas de los pueblos indígenas de América y África. Por su parte, el alemán Leo Frobenius (1873-1938) publicó en la serie de leyendas de la Revista de Occidente un Decamerón negro en el que Andrés Henestrosa dice haberse inspirado. Otros autores entre los que cabe alinear Los hombres que dispersó la danza son Francisco Rojas González y Ricardo Pozas, quienes en El diosero (1952) y La negra Angustias (1944) buscan expresar la mentalidad indígena mexicana. Henestrosa ha expresado alguna vez que la lectura de los primeros libros de Rabindranath Tagore, como los titulados La luna nueva (1913) y Los cuentos de las piedras hambrientas (1916) dejaron alguna huella en la escritura de Los hombres que dispersó la danza. Pero si había una atmósfera propicia para la lectura y escritura de leyendas en la literatura mundial, también hay que decir que Andrés Henestrosa se viene a inscribir en una tradición nacional de literatura indígena en el Istmo —como advierte el pintor Francisco Toledo—, a la que pocos años después él mismo sabrá dar voz a través de las revistas Neza y Didza. Uno de los escritores cercanos a ese proyecto es Gabriel López Chiñas, quien tiempo después editará El zapoteco y la literatura zapoteca del Istmo de Tehuantepec (1982).

IV

Cuando Henestrosa publica en 1929 Los hombres que dispersó la danza, la ciudad de México es todavía relativamente pequeña y apenas tiene un millón de habitantes. Hace siete años que Andrés ha llegado a México. Ha dejado de ser un desconocido, y el pintor Manuel Rodríguez Lozano y la escritora Antonieta Rivas Mercado lo adoptan y lo hacen entrar en su mundo como hermano menor, amigo y cómplice. Vive en casa de Antonieta durante varios meses y ahí conoce a Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Celestino Gorostiza, Julio Castellanos, Julio Jiménez Rueda, entre otros. Antonieta Rivas Mercado le traduce en voz alta al niño faústico que fue Andrés Henestrosa obras de André Gide, James Joyce y otros contemporáneos.
1929 es también el año en que se inicia la campaña de José Vasconcelos en busca de la Presidencia de la República. Es un momento decisivo para muchos mexicanos que ven renacer en Vasconcelos las ilusiones que casi veinte años antes despertara Francisco I. Madero. Pero sobre todo será momento clave para quienes, como Andrés Henestrosa y Herminio Ahumada, formaban parte del estado mayor del candidato a la Presidencia. Pero José Vasconcelos, como se sabe, pierde y tiene que ir al destierro durante más de diez años (1929-1940), y sus amigos y seguidores deben buscar trabajo donde lo haya. Henestrosa tiene una lengua afilada que le abre el mundo y le granjea simpatías, pero también enemistades. Del presidente Pascual Ortiz Rubio dice que es un hombre tan calculador que hasta la tibia la tiene fría. Y a un Carlos Chávez que se enojó porque al concluir un concierto alguien le gritó “¡Beethoven!” por su parecido con el músico alemán, le comentó: “¿Qué hubiera pensado Beethoven si alguien le grita: ‘¡Chávez!'?”, según consignó Alfonso Reyes en su Anecdotario.


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