lunes, abril 23, 2007

Literatura / España: Discurso de don Antonio Gamoneda en la entrega del premio Cervantes 2006

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Aspecto de la premiación. (Foto:EFE)

M adrid, 23 de Abril 2007 (El País).- Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señora Ministra de Cultura, Señor Rector de la Universidad de Alcalá de Henares, Autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, señoras, señores, amigas, amigos: Quiero, antes de entrar en mi exposición, dirigirme al Jurado que pensó en mí para conceder este reconocimiento. Por respeto a su autoridad crítica, no diré que el galardón me sobrepase. Únicamente, con emoción, muchas gracias.

Señor:

Recibir de manos del Rey de España el Premio Cervantes, ciento cuarenta y cuatro días después de que Su Majestad La Reina me conmoviese en una circunstancia que ha resultado premonitoria, es un hecho cierto que, habiendo ocurrido ya en mi vida, permanece, sin embargo, en el espacio de lo increíble.


Increíble y cierto. Han venido a mí estas dos palabras y, de inmediato, me he dado cuenta de que, sin saberlo ni dejar de saberlo, ya estaba hablando de mis causas y convicciones. Increíble y cierta es también, en su esencialidad, la poesía.

Este hecho pone en mí una seria extrañeza que podría nacer de lo inesperado y elevado de la circunstancia, pero creo que no es sólo por esto; hay algo que hace más grave mi perplejidad, es decir, mi necesidad de interrogación. Tengo que preguntarme y contestarme por las causas, sabiendo que éstas estarán en mi vida y en su calidad existencial, mucho menos desgraciada que la de millones de seres humanos, aunque pueda ser justo contemplarla hermanada con la de éstos y no con la de los vivientes socialmente afortunados. Tengo que preguntarme también por el acontecer de mi escritura.

Pronto se me depara la evidencia de algo que, más que cualquiera otra circunstancia o razón, ha condicionado a una y a otra, a mi vida y a mi escritura. Hablo de la pobreza.

¿Deberé entender que existe y se valora una cultura que se genera precisamente en el interior de la necesidad y del cansancio y que conlleva rasgos de tipicidad, a la vez que existe y predomina una cultura que se desprende en modo natural de células familiares o sociales afortunadas, una cultura, esta segunda, que lleva consigo bibliotecas selectas, estudios avanzados y conocimiento numeroso de idiomas, pongo por ejemplo? Porque yo vengo de la penuria y del trabajo alienante. Mis fuentes, en lo que concierne al saber, a la vigilia de la sensibilidad y al acendramiento de la conciencia, son, permítaseme decirlo crudamente, de baja extracción. Tengo que pensar que sí, que existe un estado pasional del pensamiento nacido en la pobreza y servido por el infortunio; un algo que, de aquí en adelante, nombraré diciendo simplemente cultura de la pobreza, y que esta cultura es, de algún modo, diferenciable de la que prospera a partir de una situación privilegiada.

Dentro de esa cultura de la pobreza yo no soy más que un caso mínimo y ocasional. Mínimo, dentro del inmenso dolor planetario; ocasional, porque mi vida se ha hecho, finalmente, llevadera.

Es verdad que, en 1936, en mi casa había un solo libro en el que aprendí a leer. Quizá aquel libro no fuese una señal completa de infortunio: al tiempo que me recordaba mi orfandad, tenía la intensidad y la atracción de ser un libro de poesía escrito por mi padre. Es verdad así mismo que mi primera información sobre la vida civil consistió en advertir la horrible represión en el barrio más tristemente obrero de León, y es verdad también que, al día siguiente de cumplir catorce años, a las cinco de la mañana, yo estaba cargando carbón en la caldera del extinguido Banco Mercantil y que, a esa misma hora, mi madre, desde otra hora lejana del día anterior, inclinaba más de la cuenta su cabeza sobre una máquina Singer. Pero, dentro de la cultura de la pobreza, ¿quién soy yo al lado de un François Villon, de un César Vallejo o de un Miguel de Cervantes?

Miguel de Cervantes, para permanecer en la vida, tenía que ofrecerse a la muerte, vender su sangre en el mercado de las grandes empresas negociadas a la contra entre los poderosos y extender su mano ante estos mismos mendigando auxilios; no pudo hacer lo que antes llamé «estudios avanzados», no sabía latín ni cursó en la universidad; y quizá hubo de mirarse a sí mismo con dolor o con desprecio en razón de alguna negra personería y del escondido comercio que de su cuerpo habían de hacer sus hermanas.

Yo quiero decir algo sobre la obra creativa de Cervantes considerando que fue hecha, precisamente, desde la pobreza. En modo general, se ha considerado la presencia de esta pobreza en su vida, pero quizá no se ha estimado como causa de peculiaridad en su obra.

Cervantes, pensando en su escritura estrófica, sabiendo o no sabiendo lo que decía, hablaba con pesadumbre de «la gracia que no quiso darme el cielo». Sin embargo, fue él quien encendió la poesía -digo la poesía- en el interior del discurso narrativo y dio cuerpo a las revelaciones quizá más bellas, más increíbles y ciertas, surgidas de la lengua española.

Cervantes, en el capítulo XLVII de la primera parte del Quijote -cito abreviada y fielmente- dice que « .... la escritura (...) de estos libros da lugar a que el autor pueda mostrarse épico, lírico, trágico, cómico, con todas aquellas partes que encierran en sí las ciencias de la poesía...». ¿Manifestó aquí una lucidez transitoria? Porque también es cierto que, en algún otro momento, llegó a decir (cito según Vicente Gaos) «que su único propósito era el de combatir los libros de caballerías». Es este un tópico razonable pero irrelevante. Bien pudo Cervantes concebir su obra como un irónico y melancólico artefacto, beligerante frente al palabrerío y la imaginería vacua de aquellos ya periclitantes libros, pero esto no pudo y no puede ser todo.

El conocimiento vacilante que tiene Cervantes de la que es, en mi convicción, radical esencialidad poética de su obra prosística mayor, se corresponde, poco menos que punto por punto, con el «no saber sabiendo» de San Juan de la Cruz, que estaba poseído por una inocencia análoga: creía que estaba hablando únicamente de la experiencia mística, pero también estaba definiendo, con una precisión hasta ahora insuperada, la experiencia poética. He dado en San Juan de la Cruz; no puedo pasar por él de cualquier manera. Haré un inciso que no será una desviación: también él pertenece a la cultura de la pobreza.

Juan de Yepes era hijo de unos muy humildes tejedores y, socialmente, un villano. Torpe en los oficios, parece que fue hábil -le adiestraría la caridad- en el cuidado de los sifilíticos. Sufrió hambre, cárcel y torturas, y padeció el temor a la Inquisición. Sí estudió, brevemente, latín y filosofía, pero su saber más real surge de la lectura alucinada del Antiguo Testamento, en particular del Libro de Job y del Cantar de los cantares, así como del conocimiento, incompleto e igualmente alucinado, de la mística sufí.

Vuelvo a Cervantes. Matizando el que he llamado «conocimiento vacilante» de la naturaleza de su propia obra, doy en otra hipótesis de Gaos, quien dice de Cervantes y del Quijote que «cuando empezó a escribirlo, no tenía idea cabal de lo que se proponía». Esta noción de la obra «inconsciente» es bienvenida por numerosos eruditos. Yo la comparto con serias reservas; no comparto las razones profundas de la motivación: yo entiendo que no es exactamente inconsciencia, sino que se trata de la inocencia presente en grandes poetas, y en otros no tan grandes, que es asimilable, insisto en ello, al «no saber» postulado por Juan de la Cruz.

Hay un juicio de Ortega y Gasset que mucho me importa, aunque sea por motivos que Ortega no vio o no quiso ver. Cito abreviadamente: «No existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas al sentido universal de la vida sea tan grande, y, sin embargo, no existe libro alguno en el que hallemos menos (...) indicios (...) para su interpretación». Habla de un texto hermético. Preferiría que pensase en un texto inmensamente abierto. En cualquier caso, sabiéndolo o sin saber que lo sabe, Ortega alude al pensamiento poético ya en su modernidad.

La aseveración de Ortega me hace pensar en los inicios de tal pensamiento; en Garcilaso, de quien un coetáneo -creo que Castillejo- decía que sus versos eran «tan oscuros que había que entrar por ellos con antorchas»; en Góngora; en los vanguardismos inscritos en la Generación del 27; en las tendencias iberoamericanas predominantes en el siglo XX y en el ahora mismo. Sin embargo, no me hace pensar en el realismo convencional, ornamentado o no, que aún circula y hasta predomina en el castellano, asistido por parte de mis coetáneos y por abundantes epígonos, aunque algunas opiniones críticas y, sobre todo, la decreciente adscripción de poetas jóvenes, empiezan a indicar una cierta «cotización a la baja». Este realismo se da también en Alemania, se manifiesta con mayor precaución en Francia y apenas tiene presencia en los restantes países y lenguas de Europa. Yo respeto y disiento, a la vez, de esta extendida opción estilística, de este realismo vertido en un lenguaje meramente informativo al que dicen «claro» o «normalizado».

No seré yo quien olvide que se hizo moralmente presente en la España de la Dictadura, y sé que puede transportar buena voluntad en su tematismo social, aunque se dan casos en que se propone como simple divertimento. En mi opinión, aun cuando sean ciertas y progresistas sus causas morales, se atiene, sorprendentemente, a una especie de pensamiento y de lenguaje poéticamente reaccionarios. Cervantes -hay que decirlo aquí precisamente- «con su poder simbólico y sus escasos indicios para ser interpretado», está en el pensamiento poético y en sus equivalencias lingüísticas progresivos y progresistas, y está también en la tradición, porque la tradición es, a su vez, progresiva y progresista.

Quiero traer aquí una afirmación de un contemporáneo pleno, de José Manuel Caballero Bonald. Dice así: «... la poesía en prosa del Quijote tuvo un poder anticipatorio...». Sí; lo tuvo. Es relacionable, por ejemplo, con creaciones del propio Caballero Bonald, como Ágata ojo de gata, y, claro está, con la obra de Claudio Rodríguez, en su totalidad, o con la de Valente desde su juvenil madurez.

No proseguiré –por sabida, no parece necesaria– en la referencia nominal a mis coetáneos españoles a propósito de actitudes creativas que considero consecuentes o divergentes puestas en relación con las que Cervantes anticipa. Tampoco entraré en la escritura de creadores más jóvenes por considerar que su obra está aún abierta a una imprevisible evolución.

Cervantes es el origen de la novela moderna, y lo es porque instaló bien instalada la poesía moderna en el seno de la narratividad. Del don que él decía que le negó el cielo sólo cabe aceptar que se sintiese inseguro en relación con aspectos formales, evidentemente secundarios aunque fueran decisorios en el entendimiento que de la poesía se tenía en la época. Ciertamente, Cervantes no alcanzaba más que a componer, con una corrección que hoy llamaríamos «plana», dentro de los módulos versales. Hoy contamos ya con un nivel de información y de sensibilidad suficiente para saber que es insegura y precaria la identificación absoluta de la poesía con los procedimientos versales, y que la distinción entre verso y prosa es, a los efectos poéticos, poco menos que trivial. Los grandes creadores lo sospecharon pronto. Dice Fray Luis de León en De los nombres de Cristo, refiriéndose a la prosa: «Yo confieso que es nuevo y camino no usado por los que escriben en esta lengua poner en ella número, levantándola del decaimiento ordinario. El cual camino quise yo de abrir». De Fernando de Rojas a Valle Inclán, en el intermedio y en el después, bien clara tenemos la virtud prosística del número, virtud que avanza orientándose de las pautas métricas a las causas rítmicas.

En la creación de un universo en el que la poesía, disfrazada de «locura», atiende a lo Desconocido; en la transgresión, «no sabida» o sabida inconscientemente, de las pautas convenidas en sus días para la narratividad; en la figuración increíble y cierta, Cervantes impulsa la tradición en un sentido determinante de modernidad. Su poder anticipatorio consiste en la creación de claves liberadoras que, siglos después, serán activas en la obra poética (sigo insistiendo: poética) de un Kafka, de un Joyce, de un Faulkner y de otros muchos creadores importantes dentro y fuera de nuestra lengua.

Me interesa precisar aquí que el pensamiento específicamente poético se distingue del pensamiento discursivo, reflexivo o de cualquiera otra especie, en que procede de lo Desconocido –de lo desconocido incluso por el propio poeta– y en que lo revela; en que realiza lo irreal; en que puede crear lo que no existía; y en que se hace presente precisamente en un instante en que se produce la disolución de la normativa común del pensar. Una vez más, aquí, el «no saber sabiendo» de Juan de Yepes. Yo, en mi pequeñez, he argumentado en alguna ocasión «que no sé lo que sé hasta que no me lo dicen mis propias y ya escritas palabras». A Cervantes, en su grandeza, creo que le ocurría algo parecido.

Serían una conclusión y una simplificación poco meditadas decidir que en Don Quijote y Alonso Quijano, en la locura y en la cordura del uno y del mismo, no hay un trasunto, una creación autorreferente del propio don Miguel; está ahí aun en el caso de ser un discurso inconscientemente activado, una emanación impensada de su vida.

Voy a ayudarme, en este punto, de alguien, lejano, al que también entiendo surgido de la cultura de la pobreza. Su vida se descifra en salarios escasos, en «una vieja casa de madera en Estambul» y en largos años de cárcel, exilio y enfermedad. Hablo del poeta turco Nazim Hikmet y de la primera mitad de su poema titulado «Don Quijote», que dice así:

«El caballero de la Eterna Juventud / obedeció, hacia la cincuentena, / a la verdad que latía en su corazón. / Partió una bella mañana de julio/ para conquistar lo bello, lo verdadero y lo justo. // Delante de él estaba el mundo / con sus gigantes abyectos, / y bajo él estaba Rocinante, / triste y heroico. // Yo sé / que una vez que se cae en esta pasión / y que se tiene un corazón de un peso respetable, / no hay nada qué hacer, Don Quijote, / nada qué hacer: / hay que embestir a los molinos de viento.»

Se habla aquí de la apariencia de una sinrazón: «embestir a los molinos de viento»; se habla de una locura que cabría entender reducida a peripecia grotesca. Pero en la apariencia de la sinrazón palpita gravemente una verdad: «la verdad que latía en su corazón». Estamos ante un hecho poético.

Este hecho se da en el lenguaje de la falsa «locura» cervantina, en el lenguaje que sólo es ficcional en superficie, ficcional únicamente en relación con realidades objetivas que no han sido interiorizadas por el poeta, con significaciones meramente coloquiales o con las que, ahora mismo, están convenidas para la información mediática. Pues no; en el lenguaje poético, no: los molinos son gigantes, los gigantes son poderosos, su ejercicio es la maldad, y el Caballero de la Eterna Juventud, el abatido, nos revela que su infortunada verdad consiste en la causa necesaria de luchar contra esa maldad.

El lenguaje representativo de este ser y de este acontecer en poesía, yo lo advierto ligado a la cultura de la pobreza. La relación dialéctica entre el poder injusto y el sufrimiento está prácticamente en todas las «locas aventuras» que configuran el curso poético del Quijote. Es hondamente significativo que Cervantes, al cerrar este curso, nos ofrezca la pérdida de la locura como preámbulo de la muerte.

Si en aquellos días hubieran circulado criterios que lo hacen en la actualidad, Cervantes hubiera sido quizá motejado de manipulador de un lenguaje impropio, deducido, incluso, del irracionalismo, o de una escritura palabrera, gratuita e increíble. La autoridad del Quijote ha permanecido, pero yo creo que el libro aún ha de ser mejor comprendido. La locura de Don Alonso es más que un recurso literario; es creación de la función lingüística que integra lo cierto en lo inverosímil, que hace suya y revela la verdad increíble, la verdad nueva y desconocida, propia e interna de una tradición decidida por la invención progresiva del pensamiento poético moderno.

Este pensamiento está habitado casi siempre por una extrañeza que no por «extraña» deja de ser una realidad intelectual plena, ni de estar presente también en el ánimo y en la sensibilidad, ni de ser abarcadora del nivel cognitivo que llamamos conciencia y de su contenido moral. El Quijote es un libro ligado al pensamiento y al lenguaje comunes tan sólo en zonas de superficie, en añadiduras «razonables» con las que, por boca propia, por la de Sancho o por la de algún personaje secundario, Cervantes (en el que aún habrían de pesar juicios y prejuicios) moteja de locura la verdad poética trasunto de si mismo y emanación de su propia vida.

No obstante, el libro lleva consigo la voluntad de crear placer, es decir, lleva consigo efectos en los que algo hay que se asemeja a una salvación, a una interrupción del dolor. Toda poesía, incluida la que se deriva del sufrimiento, de la crueldad o de la injusticia, está orientada a la creación de una forma de placer. Dice Aristóteles (al que cito por la edición trilingüe de Valentín García Yebra): «... no hay que pretender de la tragedia cualquier placer, sino el que le es propio...». La afirmación aristotélica del placer en la representación de lo terrible es una apreciación vigente en el ahora mismo.

Hasta aquí, he intentado demostrar que, desde la pobreza y a través de la prosa, Cervantes es uno de los creadores, el más importante en la lengua española, del pensamiento poético moderno y de su realización en el lenguaje. Nótese que no he entrado en el dislate de atribuir en exclusiva a la cultura de la pobreza la creación de tal pensamiento.

He acudido también al «no saber» de San Juan de la Cruz, interpretándolo como clave poética y como señal de pobreza (pobreza en el subsistir y en la sabiduría), y he traído una cita de Ortega, referida al Quijote, en la que me permito insistir aún más abreviada: «No existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas (...) sea tan grande, y, sin embargo, no existe libro alguno en el que hallemos menos indicios para su interpretación».

Quiere decir la reunión de las referencias a Juan de la Cruz y a Ortega, que la tradición poética, en su modernidad, depara textos difíciles; textos que conllevan verdades ocultas, que se revelan, sí, pero por medio de una semántica poética, ajena a la semántica informativa, privada la primera, según el quizá excesivo criterio de Ortega, de «indicios para su interpretación». Conviene recordar aquí el aviso de Eliot relativo a que «la poesía es la aprehensión sensible y directa del conocimiento», o, como yo me atrevo a decir, que la poesía es antes sensible que inteligible, o que es inteligible bajo condiciones de sensibilidad. En todo caso, Ortega no dice que el Quijote sea un libro fácil y realista, sino un libro difícil fundamentado en el poder de las alusiones simbólicas.

La poesía «cuyo género carece de nombre» (vuelvo aquí a citar a Aristóteles) puede implicarse en módulos poemáticos, pero también, con igual entereza y legitimidad, en cualquiera otro de los géneros literarios o en la trama de varios o de todos ellos, trama a la que alude Lázaro Carreter como peculiar de la escritura contemporánea. Por no tener género, por no ser, en rigor, literatura, la poesía puede estar en todas las formas que la literatura adopte. Su esencialidad y su sentido han de buscarse en la sensibilidad y en la existencia antes que en el lenguaje convenido.

El «no saber» es natural en la creación que se desprende de la cultura de la pobreza. Es una suerte de pureza en la oscuridad del pensamiento, que podría ser anulada precisamente por el saber metódicamente adquirido. Nosotros, «los de la pobreza», no tuvimos libros, no fuimos a la universidad. Esta diferencia con los creadores cultos a partir de una situación social que pueda considerarse afortunada, no es, ni a favor ni en contra, una diferencia de grado cualitativo. Esta diferencia la procurará el talento.

Pero el individuo y, por tanto, el poeta, se realiza en la colectividad. Por esta indefectible circunstancia, toda poesía, aun siendo «irremediablemente subjetiva» (nos lo dice Sartre), es también siempre, en su significación última, poesía social. Puede o no llevar consigo convicciones ideológicas. Ante los poderes injustos, en los poetas de origen acomodado podrá darse la ideología solidaria; en los que se reconocen en la pobreza, será una manifestación de su vida desafortunada. Dicho más brevemente: hablar desde el interior de la pobreza no es lo mismo que solidarizarse con la pobreza. Ellos, los solidarios, pueden, por las causas ideológicas que digo, encontrar necesario manifestarse realistas y críticos, pero lo hacen –no sé si se dan cuenta– con el mismo lenguaje «normalizado» que adoptan los poderes injustos. Insensiblemente, se asimilan a tales poderes.

Es frecuente también la aparición de la ironía en aquellos cuya cultura no ha sido configurada por la pobreza. En nosotros («los de la pobreza», los que nos hemos acercado al conocimiento de forma intuitiva y solitaria y los que, advertida o inadvertidamente, se han identificado con nosotros) la subjetivación radical y el patetismo resultarán naturales, y nuestro lenguaje no estará «normalizado» porque, aun amando la paz, el nuestro será un lenguaje poética y semánticamente subversivo. El sufrimiento de causa social es nuestro sufrimiento, y penetra, en modo imprevisible, nuestra conciencia lingüística.

Quiero dejar dicho que si don Miguel de Cervantes resucitase o aún permaneciese físicamente vivo (¡qué disparate, por mi parte, cerrar este parlamento con tales fantasías!), estaría, pensativamente, cerca de nosotros.

He terminado con mis reiteraciones. He puesto cierta intención en acumularlas. Perdónenme.

Muchas gracias.

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