miércoles, junio 27, 2007

Artes Plásticas / México: «Piedras de sombra y porcelana Zen» de Hugo X. Velásquez

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Hugo Velásquez, junto a dos de sus obras, incluidas en la muestra del artista que hoy se abrirá en el recinto cultural de avenida Alvaro Obregón 99, colonia Roma. (Foto: Germaine Gómez Haro)

M éxico, 26 de junio, 2007. (Germaine Gómez Haro/La Jornada).- Hugo X. Velásquez (DF, 1929) es uno de los máximos exponentes de la cerámica contemporánea mexicana.

Desde hace más de cuatro décadas se ha dedicado a perfeccionar la técnica del stoneware (alta temperatura) –de la cual fue uno de los precursores en el país– y a experimentar nuevos lenguajes formales en una pléyade de creaciones que incluyen piezas utilitarias, escultóricas, decorativas, murales, etcétera.

En su taller de Cuernavaca han trabajado artistas de renombre, como Francisco Toledo, Sergio Hernández y Adán Paredes, entre muchos otros, quienes se han acercado al maestro en busca de su experiencia, sabiduría y genio creativo.

Una muestra con la obra reciente de Velásquez, titulada Piedras de sombra y porcelana zen, se inaugura hoy en la Casa Lamm (avenida Álvaro Obregón 99, esquina Orizaba, colonia Roma), lo cual es motivo para conversar con este entrañable personaje, cuya vida y obra van estrechamente ligadas a su pasión por el oficio.

«Calculo que he quemado más de mil hornos, fíjate nada más... Y nunca he dejado de sentir angustia y ansiedad. Y ahora esta exposición también me provoca muchos nervios. Después de todos estos años», expresa Hugo X. Velásquez.

Años de intenso trabajo que se ven reflejados en su magnífico trabajo. Cuéntenos, ¿cuándo y cómo se inició en la cerámica?

Comencé dibujando con Héctor Xavier en un taller de desnudo con modelo. Quería ser pintor. Con esa idea me fui a Nueva York, con mi amigo Carlos Piña, hacia finales de los años 50. Llegué con 39 dólares y una camisa.

Realmente nunca me dediqué a pintar, pero lo que aprendí ahí cambió drásticamente mi vida. Y no fue en ninguna escuela, sino en el Cedar St. Bar, donde se reunía el grupo de artistas conocidos como Pintores de la Calle 10. Eran ni más ni menos que Franz Kline, De Kooning, Rothko, Pollock, Motherwell, etcétera. Siempre he dicho que ahí me doctoré por todo lo que veía.

Lo primero que aprendí y que ha sido crucial para mí es que las personas eran aceptadas por lo que eran y por cómo eran, no por quiénes eran. Se sentaban y conversaban con quien les caía bien. Dentro de ese ámbito, ser famoso era un simple «accidente» que no tenía mayor importancia, y eso nos permitió relacionarnos con todo tipo de gente, incluyendo a los que hoy son celebridades.

Al que más traté fue a Kline. Recuerdo que un día, al calor de muchos Jack Daniels, me dijo: «La pintura se acabó en el siglo XIX. Goya es el último gran pintor. Toma un pedacito de sus cielos y eso equivale a todo el expresionismo abstracto». Y así, textualmente, agregó: «I am nothing but a little pile of sheet!» (¡Yo no soy más que un pequeño montón de mierda!) Y de veras lo creía.

¿Ya era muy famoso entonces?

Sí, de los pintores vivos, creo que él y Motherwell eran los más relevantes. Tenía su Masseratti, pero era de una sencillez increíble. Al lado de éstos, habíamos muchos otros que apenas teníamos con qué comer, pero todos convivíamos en medio de los terribles contrastes.

Una de las piezas de la exposición. (Foto: Foro de Cerámica Mexicana Contemporánea)

Yo luchaba por encontrar mi propio camino, pero, a la vez, el éxito, como lo percibí en ellos, me daba un miedo tremendo. Me di cuenta que tanto dinero tan de golpe les hizo mucho daño. La mayoría de los famosos vivía en conflicto con el éxito, y comencé a temer que me sucediera lo mismo. Aparte era la época después de la guerra de Corea y todos los pintores cargaban con un terrible sentimiento de culpa.

Yo me quería sentir útil y humilde, y entonces decidí olvidarme de la pintura, me cambié a un departamento chiquito y busqué una chamba para sobrevivir. Además, de pronto advertí que me sentía inmerso en una irrealidad insoportable y me metí al sicoanálisis.

Más adelante se me ocurrió entrar al Greenwich Pottery House, que era un excelente taller de cerámica, donde aprendí la teoría de los vidriados. Ahora veo que esa fue una gran decisión, porque la cerámica me ubica en la realidad, no sé por qué.

Al terminar el curso, Carlos Piña y yo nos fuimos de ayudantes al taller de dos excelentes ceramistas, Karen Karnes y M.C. Richards. Estaba en Stony Point, fuera de Manhattan. Ellas fueron mis verdaderas maestras, a quienes debo todo.

Karen no quiso tomarnos como aprendices, más bien le ayudábamos a barrer, a mezclar el barro, a descargar el horno y, a cambio de eso, ella nos asesoraba. Yo me dediqué a experimentar vidriados, pues ya tenía claro que eventualmente regresaría a México para trabajar la alta temperatura que en esas épocas todavía no existía en nuestro país.

Nos quedamos como dos años hasta que decidimos que era tiempo de volver. Se nos había ocurrido a Carlos y a mí la idea de revitalizar la cerámica en Tzintzuntzan, Michoacán. No sabíamos cómo ni con qué dinero, pero ese era nuestro objetivo.

Luego nos sucedió algo que fue un gran aprendizaje. Como ya nos íbamos, queríamos regalar a todos nuestros amigos algunas de las piezas que habíamos hecho. Le pedimos permiso a Karen de quemarlas, pero ella nos advirtió que no estaban secas. Nosotros insistimos, pues ya llevaban mucho tiempo ahí, esperando. Ella reiteró que no estaban secas, pero no le hicimos caso y cargamos el horno.

Cuál sería nuestra sorpresa cuando abrimos la puerta y vimos que absolutamente todas estaban rotas. Karen tenía razón y nuestros amigos se quedaron sin regalos. Nosotros aprendimos la lección fundamental: en el proceso de la cerámica no hay atajos.

¿Cuándo volvieron a México?

A principios de los años 60. Nos lanzamos a Michoacán con un dinerito que nos había dado antes de irnos Paul Williams, el fundador de la comunidad de Black Mountain College, como apoyo para instalar el taller. Pero al llegar a Tzintzuntzan tropezamos con muchas dificultades. No nos sentimos bienvenidos y decidimos volver al DF y buscar una mejor opción.

Carlos y yo conseguimos construir un horno en el jardín de un amigo y comenzamos a hacer piezas con otros dos ceramistas, Ted Biellefield e Inna Backer. Cuando juntamos buena cantidad fuimos a ver a Raúl Kammfer para que nos hiciera una exposición. La inauguración fue el 15 de octubre de 1962 y llegó muchísima gente. Casi nadie conocía en México el stoneware y llamó muchísimo la atención.

Recuerdo que llegó Chucho Reyes y compró una tercera parte de la producción. Luego llevó a Luis Barragán. El caso es que fue un éxito, vendimos todo y nos repartimos las ganancias en partes iguales. Además, ahí conocí a Aurora y nos casamos a los dos meses. Carlos, Ted e Inna se regresaron a Estados Unidos y yo comencé a trabajar solo.

Monté mi taller en Tacubaya y, un tiempo después, me vine a Cuernavaca. El camino fue largo, difícil, pero muy enriquecedor.

El stoneware llegó a México simultáneamente con Jorge Wilmot, quien venía de Alemania y Suiza, y se instaló en Tonalá; Graciela Díaz de León, quien lo aprendió en Japón; Humberto Naranjo venía de Europa, y Carlos y yo de Stony Point. Todos coincidimos en nuestra llegada.'

Paralelo a su creación, se ha desempeñado como maestro y asesor de muchos artistas que han buscado incursionar en la cerámica, como Francisco Toledo, quien realizó algunas de sus mejores obras murales en su taller. ¿Cómo fue la relación con Toledo?

Más que dar clases, me he limitado a asesorar en la técnica. Los artistas traen sus ideas y nosotros los ayudamos a realizarlas. A Francisco lo conocimos porque nuestras hijas, Laureana y Sol, eran compañeras en la escuela. Francisco fue al taller de Tacubaya hace como 30 años.

Ya en Cuernavaca, regresó y estuvo trabajando con nosotros como dos años. Hizo unas piezas padrísimas. Recuerdo que no se podía estar quieto, andaba de allá para acá, garabateando por todos lados. Desarrolló la técnica tan bien, que realmente ya no preguntaba nada, era totalmente autónomo.

Me acuerdo de una anécdota muy chistosa: estábamos trabajando en el taller unas bases para lámparas que eran un encargo. El dueño, un arquitecto de esos muy elegantes, se empeñó en venir a recogerlas un domingo. Yo le advertí que no tenía a mis ayudantes y que íbamos a tener que cargarlas nosotros. No le importó e insistió en recogerlas ese día.

Toledo estaba trabajando por ahí solito y de pronto se echó en el suelo bajo una sombra a descansar. El arquitecto y yo cargue y cargue las piezas y de pronto me dice: «¿Qué, ése que está echado ahí no nos puede ayudar?», y yo le contesté: «Pues sí, si le puede pagar su tiempo, porque ése que está ahí se llama Francisco Toledo». Imagínate, Francisco siempre tan sencillo que pasaba desapercibido.

Otra pieza de la exposición de Hugo X. Velásquez. (Foto: Foro de Cerámica Mexicana Contemporánea)

Además de sus hermosas vasijas, ollas, jarrones, hace ya varios años que realiza la serie de las piedras, «esculturas de piedras encimadas y ensimismadas», como las llama Carlos Payán. ¿Cómo surge este tema?

Hace años Toledo me prestó su casa en Oaxaca –donde ahora está el Instituto de Artes Gráficas– para pasar las vacaciones de Año Nuevo con Aurora y mis hijas. También nos presentó a un compadre muy simpático que nos invitó al festejo en su casa de Teotitlán del Valle. Después de la cena comenzamos a ver que muchísimas personas –niños, ancianos, hombres y mujeres– iban caminando hacia una especie de llano. Salimos detrás de ellos y vimos que, alumbrados con velas y lámparas, se agrupaban y hacían unos pequeños montículos de piedras.

El compadre nos explicó que se trataba de la tradición para formular sus deseos para el año entrante. Nosotros nos hicimos a un lado, recogimos unas piedritas y las apilamos en forma de una casa, que era en ese momento nuestra máxima ilusión: hacer nuestra casa en Cuernavaca. Un tiempo después lo conseguimos y ésa fue la mejor decisión que hemos tomado en nuestra vida.

Siempre relaciono esa historia con mi gusto por recolectar piedras en el campo. No las colecciono, simplemente las guardo. Y no porque sean bonitas, interesantes o raras, solamente me cierran el ojo y me las traigo. Alguien me dijo que también (José) Saramago tiene esa costumbre. Un día se me ocurrió traducirlas a la cerámica y comencé a hacer los montículos de piedras grandes. En la exposición hay dos que, por cierto, están dedicadas a Oaxaca, como un símbolo de mi solidaridad con el movimiento social. Una de ellas lleva impresas en la superficie de las piedras las huellas de las alambradas.

Después me invitaron a participar en una exposición en Bosnia, con una pieza que debía medir 15x15x10 centímetros. Era una venta para contribuir a la limpieza de minas personales de los campos. Se me ocurrió reducir la escala de los montículos de piedras y como me costó tanto trabajo, hice muchas, me piqué y las he seguido haciendo con sus variaciones.

Volviendo al tema de las piezas dedicadas a Oaxaca, una de ellas tendría que estar ahora en una exposición allá. Resulta que fui jurado en la Bienal de Cerámica Utilitaria en el Franz Mayer y esa pieza –Oaxaca I– formaba parte de una exposición que habría de itinerar a Oaxaca. Las autoridades del museo decidieron que, por «razones de seguridad», mi pieza no viajaría porque presentaba una fisura en la base. La gente de conservación dijo que no debía moverse, pero tampoco me lo consultaron, pese al interés especial que yo tenía por mostrar esa pieza en Oaxaca. Dijeron que no podían hacerse responsables, a pesar de que al recoger la obra en mi casa, me entregaron un recibo que decía que las obras estaban en buen estado de conservación. Oaxaca I tiene una fisura con la que puede vivir indefinidamente, y lo digo como experto en cerámica. Además, yo me hubiera hecho responsable de su estado, si me lo hubiesen consultado. Lamentablemente no lo hicieron y la obra no se verá allá, pero la tenemos en la Casa Lamm.

¿De qué manera se enlazan estas obras que ha llamado Piedras de sombra con la serie de Cerámicas zen?

Un día leí una nota que decía que al hacer un cuenco o una olla, lo importante no es la forma sino el vacío. O sea que la forma sirve en función del vacío. Eso me gustó mucho y tiene que ver con la filosofía zen. Entonces empecé a pensar en la síntesis de mis formas. Paralelamente estaba trabajando en encontrar la fórmula correcta para hacer un cuerpo cerámico que aguantara el impacto al soltarlo al azar. Pensaba en las servilletas que uno deja sobre la mesa todas arrugadas. Quería lograr en cerámica ese efecto de paño arrugado y con dobleces.

Después de muchas pruebas, conseguí esa plasticidad que me permite aventar una tortilla de barro muy delgado sobre la mesa y pasarlo al horno sin que se rompa ni pierda su movimiento y elasticidad. Es emocionante y muy divertido ver las formas que surgen de manera natural y espontánea. Es una acción muy libre, no interviene la razón. Es como el jazz, no se puede hacer «por nota», hay que improvisar. Uno de los grandes aprendizajes en el taller de Karen y M.C. fue que todo el trabajo tiene una cadencia y un ritmo. Ahora, después de todos estos años, lo veo reflejado en este trabajo.

En diversas ocasiones ha hablado de la angustia que le provoca «el tiempo del fuego». Con todos estos años de experiencia y más me mil hornos quemados, ¿sigue sintiendo esa angustia?

¡Ay, Germaine! ¡Qué te puedo decir! Uno tiene la pieza en sus manos durante todo el proceso y es el único responsable de su forma. Cuando la pieza abandona las manos y es depositada en el horno, se cierra la puerta, y de ahí en adelante uno pierde el contacto íntimo que durante tantos días se ha tenido con ella físicamente. Normalmente encendemos el horno muy temprano, antes de que salga la luz, y permanece vivo hasta el atardecer, o sea, alrededor de unas 13 horas. Durante todo ese tiempo me siento inevitablemente preocupado y con muchas ganas de ver qué está pasando. Por eso te decía que el horno es el factor que me sitúa dentro de la realidad. Ahí no hay historias: o te equivocas o le atinas, no hay término medio. El horno es inflexible, determinante. Nunca puedo estar seguro de qué voy a encontrar al abrirlo... ¿Cómo no me voy a angustiar? Ahora bien, si empezara a sentir que las cosas van a salir así nomás, en ese momento dejo de hacer cerámica. Me retiro.

¿Y qué papel juega el azar?

Mmmmmmm, no sé bien. No tengo certezas. La preparación del cuerpo cerámico se hace mediante una fórmula precisa, digamos que casi matemática. Quemamos a mil 280ºC, ni un grado más ni uno menos. Cuidamos el tiempo y todos los detalles, y, sin embargo, no existe la certeza. Además, yo quemo con humo dentro del horno para conseguir efectos más dramáticos, y eso nunca se sabe cómo va a resultar. Tal vez sí actúe el azar en algunos casos, como en las piezas de Porcelana zen. Ahí sí las formas son obra del azar.

Y la emoción, ¿es siempre la misma?

¡Eso sí! Si un día dejo de sentir mariposas en el estómago al abrir las puertas del horno, se acabó: me retiro de la cerámica para siempre. Pero creo que eso difícilmente sucederá.

Con seguridad, mariposas de todos tamaños y colores seguirán revoloteando en el interior de Hugo Velásquez, por que su energía de niño travieso, su curiosidad y capacidad de sorpresa, su admirable sentido del humor y espíritu lúdico lo van a acompañar siempre en su incesante búsqueda de nuevas formas, texturas y volúmenes que seguirán despertando su asombro y el de todos sus espectadores. Su arte, delicado, fino, elegante, posee la belleza de un haikú: la máxima intensidad con el mínimo de recursos. Su cerámica es un poema en tercera dimensión, para el goce de la mirada y del alma.

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