viernes, agosto 31, 2007

Literatura / España: La primera copia del «Cantar de Mío Cid» cumple ocho siglos

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Estatua del Rodrigo Díaz de Vivar en Burgos. (Foto: Archivo)


E spaña, 2007.(Ana M. Roncedro / Aula del mundo).- Como es habitual en las obras medievales que han trascendido los siglos, el autor del Cantar de Mío Cid es desconocido (hasta el siglo XIII el sentido de la autoría no existe). Tratándose de un cantar de gesta es posible que se recitara en público hasta que alguien lo traspasara al papel. Pero, a ciencia cierta, lo único que sabemos es que el clérigo español Per Abbat lo copió en un pergamino de piel de cabra, en 1207.

Este poema relata las hazañas y la ascensión política y social de un infanzón (la clase más baja entre los caballeros) del siglo XI: Rodrigo Díaz de Vivar, apodado el Cid Campeador.


Desde el punto de vista literario, éste es uno de los grandes poemas épicos de toda Europa, junto a la Chanson de Roland francesa; una de las tres grandes obras de la literatura medieval, con La Celestina y El libro del buen amor; y, sumando El Quijote, una de las cuatro perlas de las letras españolas. La valoración es del catedrático de Literatura Medieval de la Universidad Complutense, Nicasio Salvador Miguel, quien considera que, además de por sus importancia literaria, el Cantar de Mío Cid pervive en el tiempo por «los valores que transmite».

«El Cid es un personaje fundamental en la historia de la Reconquista y en la historia de la unión de los reinos de Castilla y León», dice Nicasio Salvador. «Es un ejemplo de democracia guerrera, porque actúa con un consejo consultivo con el que discute las actividades bélicas».

El poema retrata el «esfuerzo personal y de lucha» y es un «ejemplo de cómo se puede ascender en la vida, desde la más baja escala hasta las altas dignidades», ya que termina emparentando con los reyes a través de los matrimonios de sus dos hijas, señala este catedrático.

El cantar también es peculiar porque habla de la familia del personaje principal, lo que no es habitual en el género, aunque cambia los nombres de algunas personas, el orden de las batallas y otros detalles.

El Cantar de Mío Cid está considerado la primera gran obra en lengua castellana. Sus versos, anisosilábicos de asonancia monorrima, que se dividen en dos hemistiquios (pausas) muy irregulares, fueron traducidos y estudiados exhaustivamente por Menéndez Pidal en el siglo XIX.



El peregrinaje combativo del Cid

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Fotograma de la película El Cid. (Foto: Archivo)


E spaña, 16 de agosto, 2007.-(Jesús R. Mantilla /El País).- Atravesó la España balbuciente de la Edad Media en diagonal, sin saberlo. La marcó con una costura de heroísmo y leyenda que en su reverso llevaba otra herida de violencia, rebeldía e incomprensión persistente. Hoy, una sangra y la otra le ilumina mientras todo el mundo sigue preguntándose quién fue, qué pretendía, cuál es la difusa y ambivalente huella de Rodrigo Díaz de Vivar, Cid Campeador.

Aquella tierra seca, pedregosa, aliviada por ríos y con vergeles que generalmente quedaban en manos musulmanas, estaba habitada por gentes de muchos acentos y colores -como hoy-, pero no era todavía el país donde su nombre sería ese estandarte reavivado en la época contemporánea, sobre todo, por Ramón Menéndez Pidal.

La leyenda santificada y proscrita da para mucho. El nombre de Rodrigo Díaz de Vivar ha pasado a la posteridad con muchas aristas. Héroe y símbolo de valores eternos para unos, mercenario y representante de una visión peligrosamente unitaria para otros, el caballero andante seguirá pasando a la historia precisamente por ese recurrente e indescifrable misterio. Los interrogantes le rodean desde que fuera protagonista de la tradición oral, primero, y luego quedara marcado en letra impresa por uno o varios juglares anónimos que dejaron su historia escrita en el cantar entre los años 1143 y 1207, antes de que un tal Per Abbat lo copiara en un ejemplar definitivo.

Recorrer el camino de su destierro, marcado ahora por una ruta enorme que une lo literario, basándose en el Cantar de Mio Cid del que se cumplen ahora 800 años, lo histórico y, de paso, lo turístico, es toda una experiencia. El itinerario genera más preguntas que respuestas, lo que no puede ser más sugerente. El camino, de Burgos a Levante, abre los ojos al paisaje de un país en el que persiste su marca, sobre todo en Castilla y Aragón, pero que le ha arrojado por el desagüe a medida que te acercas al Mediterráneo, donde conquistó el reino de Valencia y donde murió como dueño y señor en 1099.

Había nacido unos 50 años antes -un día indeterminado entre 1043 y 1050- en Vivar, el pueblo cercano a Burgos de donde partió al destierro después de haber hecho jurar al rey Alfonso VI que no había tenido nada que ver en la muerte de su hermano, Sancho II de Castilla. En Vivar todo es Cid. Las calles llevan los nombres de los personajes del Cantar, hay estatuas suyas y los niños juegan a espadas con palos de escoba. Su autógrafo, «Ego Ruderico», está marcado en piedra en el centro de su pueblo.

Gráfica del Camino del Cid. (Foto: Archivo)


El camino comienza en el viejo molino. De la fachada parte la legua 0. Lo regenta Javier Alonso: «Todavía estoy pagando la hipoteca que me dejó el Cid», responde cuando se le pregunta si el lugar es suyo. Lo ha convertido en restaurante homenaje al caballero con reproducciones del escudo y la Tizona -su famosa espada-, varios cuadros y copias facsímiles de documentos pertenecientes a don Rodrigo. «Aquí es donde se ven sus propiedades. Administraba los molinos y dominaba 29 pueblos, pero se nota que fue muy generoso, en este otro pergamino especifica que todo lo suyo debía pasar a su esposa, doña Jimena. Eso es muy raro, porque las mujeres en aquella época no aparecían por ningún sitio», asegura Alonso.

Lleva una lista rigurosa de todos aquellos que inician el recorrido: el nombre, la edad, la procedencia, el tipo de vehículo, quedan registrados. «Vienen de toda España y muchos extranjeros, franceses, alemanes y holandeses, sobre todo. Americanos también». En el transporte, lo que más se ve apuntado son bicicletas o vehículos 4x4... Alonso les da un folleto y un salvoconducto donde se marca con sello las diferentes paradas. Al salir, el molinero te da ánimos con su grito de guerra: «Ancha es Castilla».

Otros muchos lo hacen andando. Como Donaciano Fonturbel, su pionero. El primer hombre a quien se le ocurrió que hacer una ruta del destierro del Cid sería una buena idea. Lo barruntó seguramente por algún sendero, en una de las etapas del Camino de Santiago, que confiesa haber hecho 16 veces. «Andando se rumia todo, es como mejor se disfruta del viaje, una forma de meditación y de mirarse al espejo», afirma Fonturbel.

A sus 79 años tiene salud de hierro y alma eterna de peregrino. Lleva siempre lo mismo en su mochila. De muda, tres pares de calcetines, tres camisetas y una aguja para explotar las ampollas. Para comer, frutos secos, chocolate con pan y turrón del duro, «muy energético», explica. Lo del Cid se le ocurrió hace más o menos 15 años por culpa, dice, «del gen burgalés». Aunque también este caminante, que todavía realiza unos 120 kilómetros cada semana a pie, conoce las vueltas del personaje: «Fue lo que hoy llamaríamos un mercenario». Un profesional de la guerra que ofrecía sus servicios al mejor señor, bien fuera cristiano o musulmán, y que aseguraba riqueza a todos los que con él luchaban.

De Vivar, se baja a Burgos, donde la estatua ecuestre en la que luce su larguísima barba, símbolo de sabiduría y elogiada constantemente en el Cantar, preside el centro de la ciudad de la que fue expulsado y proscrito después del juramento de Santa Gadea.

De allí salió el Cid al destierro mientras las gentes del Cantar sentenciaban a su paso: «Que buen vasallo si tuviera buen señor». Lo primero que hace es dejar en el monasterio de San Pedro de Cardeña a doña Jimena y a sus hijas, doña Elvira y doña Sol, que quedan a cargo de los monjes. Del melodrama pasamos al espectáculo. Por sus alrededores tramaron él y su inseparable Alvar Fáñez una buena jugarreta. Necesitaban fondos para afrontar el viaje de todos cuantos partieron a su lado y buscan ayuda en Rachel y Vidas, dos judíos prestamistas de la ciudad. De ahí surge lo que pasa por ser en el Cantar una de sus hazañas más sagaces y que no es más que uno de los mayores timos a cuenta llevados a cabo en la historia de la literatura hispánica: les entregan dos cofres cerrados y llenos de arena a cambio de suficiente dinero para partir.

Queda claro lo que es la perspectiva histórica, pero cuando toca analizar hechos así, cabe decir que aquello fue un tangazo en toda regla. Entonces y ahora. Es una de las características del Cantar, que es un relato inocente a la hora de convertir en leyenda lo que para muchos a todas luces puede ser reprobable. Alberto Montaner, catedrático de literatura de la Universidad de Zaragoza y experto en el Cantar, avisa sobre la multiporalidad de lecturas que puede generar un personaje como el Cid. «Hay dos claramente diferenciados, el histórico y el literario. El histórico está lleno de aristas; el literario, de facetas». Para Montaner, Rodrigo Díaz de Vivar encarna lo caballeresco. «Es generoso y redistribuye la riqueza, es un poco Robin Hood. Tiene voluntad y empeño, pero no hay que olvidar que es un militar profesional que ha pasado por tormentosas relaciones con sus señores, como por ejemplo, con Alfonso VI, que fue mucho más conflictiva que lo que refleja el Cantar, afirma Montaner».

En la ruta entre Burgos, Soria y Guadalajara está muy viva la huella del Cid. Covarrubias, en Burgos, la famosa villa fundada por Chindasvinto, es un pueblo amable y perfectamente restaurado, casi como un decorado de cine, propicio para un agradable paseo. Aunque no está probado que el Cid pasara por allí, forma parte de la ruta. «Nos han metido y, oye, viene muy bien», aseguran en la Oficina de Turismo.

Por el camino que va a Santo Domingo de Silos, merece la pena hacer un alto en Retuerta, un lugar ancestral que se ha salvado de ser engullido por las aguas de un pantano de milagro. «Ésa es nuestra suerte y nuestra desgracia», afirma la alcaldesa, Amalia Martín.

La edil sigue: «Fue nuestra suerte a la larga porque desde 1928 a 1982 que amenazaban con hacer el pantano, nadie remodeló nada y el pueblo se ha conservado tal cual. Pero también fue una desgracia porque todo el mundo se fue». Hoy quedan 70 vecinos.

El rastro del Cid continúa por los pueblos casi fantasmales que llevan hasta Soria. En Caleruega, la estatua del De Vivar, rodeada de rosales marchitos, conserva su inscripción: «Por necesidad batallo y una vez puesto en la silla se va ensanchando Castilla al paso de mi caballo».

Por Soria, el viajero se adentra en territorios muy bien identificados en el Cantar, desde San Esteban de Gormaz a Burgo de Osma; de Berlanga de Duero a Medinaceli, que altiva, ha inspirado los versos de poetas como Gerardo Diego, Ezra Pound y, por supuesto, Antonio Machado. La razón por la que estos parajes salen ganando en el poema cidiano es simple: parece que el juglar que lo escribió era de la zona, según mantiene Menéndez Pidal en sus estudios.

Medinaceli era el lugar fronterizo de la cristiandad en época del Cid. Sus calles hoy lucen inscripciones del Cantar por muchas esquinas. El pueblo, como entonces, sigue siendo cruce de caminos. Y en la ruta del Cid, aun más. El viajero puede tomar dos rutas por allí que conservan rastros de la épica del personaje: hacia Aragón, donde se alcanzan lugares como Alcocer y Calatayud, por donde libró batallas e incluso conquistó una fortaleza que después revendió, según consta en el Cantar; de ahí conviene bajarse por el oasis del valle del Jiloca, donde el caballero reclutaba voluntarios musulmanes, y llegar por la misteriosa Daroca hasta Gallocanta. O también, desde Medinaceli, el viajero puede seguir por la provincia de Guadalajara, por un pueblo de ensueño, Layna, a lo largo de un camino apartado por el que pululan motoristas en Harley, peregrinos y cicloturistas, hasta Molina de Aragón. Ése debe ser el nuevo destino. La mitad de la ruta, donde el Cid contaba entonces con su aliado musulmán, el buen Avengalbón.

De Molina de Aragón, camino a Levante se atraviesa la provincia de Teruel. Antes de que el color de la tierra se tiña de rojo, aparece Poyo del Cid, el pueblo en cuyo alto el caballero construyó una fortaleza con un asiento desde el que dominaba todo el valle. Allí, los peregrinos sellan el salvoconducto animados por ritmo de salsa. El aspecto del local es toda una estampa de la España del siglo XXI: merengue y cumbias mezcladas con partidas de mus y dominó. Acento latinoamericano detrás de la barra y diminutivos maños en las mesas. A los jubilados del pueblo no les asombra nada la inmigración. «Esta chica tiene el bar muy limpio», dice Víctor Sánchez Hernández. Quizá porque él y sus amigos han tenido que hacer lo mismo en los años más duros del franquismo.

Por esa ruta, se llega al Mediterráneo. Atrás queda Teruel, que a fe que existe. Como los pueblos que se dejan al paso, Sarrión, Rubielos de la Mora y Mora de Rubielos, antes de llegar a Segorbe, en Castellón, que a la hora del almuerzo parece una localidad más bien fantasma.

El paisaje ha cambiado radicalmente. Las lomas y los cañones rojizos del bajo Aragón dejan paso a los árboles frutales medianos de la huerta, una riqueza que ya causaba impacto en el Cantar. Por allí se dirigieron el Cid y sus hombres en busca de «la mar salada», que muchos vieron por primera vez en su vida en Burriana. Tres años de lucha por Levante y nueve meses de asedio a la ciudad de Valencia fue el precio que tuvieron que pagar por hacerse con esos territorios.

En Valencia hay algunos rastros, pocos para ser una ciudad tan importante en su biografía. Una avenida, un hostal por la parte vieja, en el número 13 del Carrer dels Munyans, un instituto de secundaria, una estatua en la plaza de España... Allí debajo está sentada Marina, boliviana de 23 años, a quien no impresiona nada la figura ecuestre. «¿El Cid? ¿Qué es eso? ¿La tarjeta sanitaria?».

En Valencia murió el Cid, un día de 1099. Pero la imagen de su leyenda a caballo ha quedado más viva en Peñíscola (Castellón) que en la ciudad donde falleció. Allí fue donde se rodó la escena final de la película que protagonizaron Charlton Heston y Sophia Loren. Ha sido la cabalgada que más le ha mitificado desde el Cantar. Rodrigo Díaz de Vivar, muerto, a los lomos de Babieca mientras los suyos y sus adversarios se arrodillan a su paso. Contra la fuerza de esa imagen, no hay diatribas que valgan.

Escena de la película



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