sábado, septiembre 08, 2007

Literatura / España: A 50 años de la publicación de «En el camino»

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Máquina de escribir de Jack Kerouac. (Foto: AP)

E spaña, 5 de septiembre, 2007. (Rodrigo Fresán/El País).- Se sabe que poco antes de su muerte –en 1969 y a los 47 años de edad– Jack Kerouac se escondía bajo la mesa de la cocina de su madre y le pedía que alejara a esos viejos camaradas y jóvenes floridos que deseaban una audiencia con el Rey de los Beatniks y el Padre de los Hippies. «Estoy cansado de todos ellos esperando que yo salte y diga: sí, sí, está todo bien. Y eso ya no puedo decirlo», gemía. Y la culpa de «todo ese entusiasmo por conocerme» la tenía un libro publicado 12 años antes que hoy festeja su medio siglo de vida en la carretera.

Así, aunque En el camino fuera terminada seis años antes de su edición en 1957 y contara idas y vueltas de una década atrás –rastrear su convulsa y estática génesis en el imprescindible Windblown World: The Journals of Jack Kerouac 1947-1954– el 2007 es ya un inequívoco Año Kerouac y su obra insignia acelera a fondo varias reencarnaciones. A saber: una edición aniversario; la publicación en formato libro del sacro rollo de papel de 120 pies de largo donde, durante 20 días, se redactó sin pausa ni puntos y aparte; su inclusión en la consagratoria Library of America; una versión que restituye párrafos censurados y que, respetando la casi última voluntad del autor, homologa los nombres de los personajes con los de –como se refería a su saga cerca del final– «el panteón de la Leyenda de Duluoz» y que convierte a Dean Moriarty en Cody Pomeray y a Sal Paradise en Jack Duluoz... Sumar un Portable Kerouac y los aprestos para, por fin, una adaptación fílmica –producida por Francis Coppola y dirigida por Walter Salles– que entonces se pensó protagonizaría Montgomery Clift.

Y todo esto es merecido pero también innecesario. Porque si una novela ha conservado intacto su poder radiactivo esa novela es En el camino influenciando tanto a Bob Dylan, a ese descendiente mutante y químico que fue Hunter S. Thompson, a Johnny Depp y al Roberto Bolaño de Los detectives salvajes como a millones de jóvenes que no han dejado de salir a las rutas para unirse a «los locos, los locos por vivir, los locos por hablar, los locos de ser salvados y deseosos de todo al mismo tiempo, los que nunca bostezan o dicen un lugar común y que arden, arden, arden como fabulosos fuegos artificiales amarillos estallando como arañas atravesando las estrellas, y en el medio, ves como la luz azul en su centro aparece de pronto y todos hacen ah».

Atrás quedaron las opiniones viperinas (Truman Capote sentenció que «esto no es escribir, es mecanografiar»), los ataques de intelectuales que la condenaron como mala influencia (aunque fue celebrada por The New York Times) y las maquinaciones de la televisión, que primero la promocionaron como inevitable y discreto best seller de moda (Jackie Kennedy dijo que le había «encantado») y que casi enseguida convirtieron a Kerouac en un payaso salvaje súbitamente anticuado. Aquí y ahora, los años han puesto en su sitio a una bibliografía a la que no dejan de crecerle inéditos (el último ha sido Beat Generation, pieza teatral escrita por Kerouac en una noche de 1957, pensada para un Marlon Brando a quien no le interesó el asunto) y nada cuesta comprobar que se sostiene firme por encima de la mística y la automitomanía. Un corpus narrativo que parte claramente de un catolicismo-zen, que retoma visiones de Henry Thoreau, Herman Melville y Thomas Wolfe, y que –tanto en inspiración como en aliento– puede ubicarse junto a otras cosmogonías como las de Marcel Proust y William Faulkner.

En el camino no es la primera de su especie (pueden considerarse road novels, entre muchas otras, a La Odisea, Don Quijote, La vuelta al mundo en 80 días y El señor de los anillos), ni siquiera fue la que primero mencionó la marca beat o atestiguó las costumbres de la tribu (ese privilegio le corresponde a un tanto distante Go, en 1952, de John Clellon Holmes). Y el asesino accidental William Burroughs y el Aullido de Allen Ginsberg ya habían sido motivo de escándalo en 1951 y 1955. Pero En el camino sí se las ha arreglado, paradigmática, para seguir corriendo, no como artefacto nostálgico impulsado por la combustión atómica de la posguerra norteamericana, sino con el combustible atemporal de la más frágil de las amistades indestructibles. Ese amor absoluto que se profesaron Jack Kerouac y Neal Cassady y que, sí, los hizo arder a lo largo y ancho de un inmenso país que les quedaba chico.

Pasado el entusiasmo de la novedad y hasta que llegó la reivindicación post mórtem –lo mismo le ocurrió a F. S. Fitzgerald, otro escritor acusado de generacional en su momento– Kerouac se dedicó a suicidarse en cámara lenta. Pocos libros más tristes y derrotados se han escrito que Satori en París (1965). Y el hombre que no dejaba de moverse acabó en un crepúsculo paradójicamente sedentario. Un exiliado rey be-bop que detestaba al pop de los Beatles, odiaba al nuevo gurú juvenil, J. D. Salinger, apoyaba la guerra de Vietnam y defendía la figura del senador Joe McCarthy «porque supo como tratar a judíos y maricas». Un viajero chocado que alguna vez le había pagado en Portugal a una mujer para mirarla a los ojos por una hora y que agonizó, gordo de alcohol, en un lugar de Florida llamado San Petersburgo, frente a un televisor, viendo un programa de gastronomía doméstica. Alguien que tiempo atrás –escapando al rol de mesías generacional hip-cool, asegurando que «nunca tuvimos grandes ideas ni buscábamos alcanzar una nueva conciencia, tan sólo queríamos follar»– se había definido, apenas, como «un gran recordador redimiendo a la vida de las tinieblas que la rodean» y recomendaba a todo aspirante a escritor creer que «eres un genio, siempre».

Fácil de decir, difícil de hacer y –curvas cerradas, a toda velocidad, inflamable prosa espontánea– arriesgado de seguir. En cualquier caso, ahí está y seguirá estando este eterno manual de instrucciones para hacer ah llamado En el camino.

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