jueves, diciembre 27, 2007

Artes Plásticas / Francia: El Museo d'Orsay recupera a Ferdinand Hodler

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Autorretrato parisino (1891), del artista suizo. (Foto: Archivo)

P arís, 26 de diciembre, 2007. (Octavi Martí / El País).- Ferdinand Hodler (1853-1918) es un pintor suizo cuya fama apenas ha cruzado la muralla de los Alpes. Si en los museos de su país –en Ginebra, Berna, Zúrich, Basilea, Winterthur, etcétera– o en las casas de sus compatriotas se encuentran telas de Hodler, pocos son los museos extranjeros –en París, el Museo d'Orsay tiene tres obras suyas, en Alemania está representado en la Staatsgalerie de Stuttgart– que las poseen.

Por eso una retrospectiva dedicada a Hodler es un acontecimiento y hay que aprovechar la oportunidad que nos ofrece el Museo d'Orsay de descubrir reunidas más de 80 de sus pinturas hasta el 3 de febrero próximo.

Para Hodler, París fue la ciudad de su consagración. Su gran composición simbólica, La nuit (1891), en la que el pintor aparece desnudo, tendido, siendo poseído por una figura enlutada que es difícil no identificar con la muerte, y entre otras parejas, también desnudas, y compuestas por personajes perfectamente reconocibles en la época, entre ellos la esposa y la amante de Hodler, provocó un escándalo en Ginebra, pero fue acogida con grandes elogios en la capital francesa, entre ellos el de Puvis de Chavannes, artista que Hodler había escogido como referencia.

Si Puvis tiende a idealizar, Hodler es de un realismo agresivo. La composición es abiertamente simbólica, busca la esencia casi abstracta de lo representado, pero el trazo es preciso y potente. Frente a la minuciosidad de unos impresionistas empeñados en capturar el instante, los simbolistas pretenden dar a la pintura una significación espiritual. Eso no comporta un estilo común –entre Hodler, Gustave Moreau y Odilon Redon, por ejemplo, no hay afinidades en un plano estrictamente formal–, pero sí un discurso concomitante en el que el erotismo se hace místico, en el que los personajes se funden con la naturaleza y ellos y los paisajes son portadores de otro mensaje que el de su mero parecido.

La misión que Hodler se fija en tanto que artista –«expresar el elemento eterno que existe en la naturaleza, a saber, la belleza»– tiene como objetivo último «revelar un nuevo orden de las cosas» cuya percepción «será bella gracias a la idea de conjunto que se desprenderá de ella». Las figuras humanas aparecen a menudo al margen de cualquier signo de temporalidad, envueltas en túnicas o ropajes que se quieren eternos. «Lo que hace que todos seamos uno es más importante que lo que nos diferencia», dice para explicar su preferencia por una cierta repetición de recursos –«la repetición de formas parecidas»– en su búsqueda de «una unidad poderosa, de una armonía religiosa».

La comunión con la naturaleza, a menudo convertida también en unas pocas líneas, en un ritmo de nubes que se superpone a la línea del horizonte, es tan obsesiva como dramática es su crónica visual de la enfermedad y muerte de una amiga, Valentine, de la que realiza casi 200 dibujos y pinturas mostrando los estragos del tumor, una serie que alterna con otra no menos impresionante de vistas del lago Leman.

El Museo d'Orsay lleva años explorando la cara menos conocida del arte de la segunda mitad del XIX y principios del XX. Por sus salas han desfilado el polaco Jacek Malzewski, el danés Willumsen o el francés Maurice Denis, todos ellos emparentados con el movimiento simbolista en un momento o a lo largo de su vida. Las exposiciones citadas –o la actual y la dedicada al impresionista holandés Jongkind– abren la puerta a una revisión en profundidad de otros movimientos o temas. ¿Para cuándo la llamada pintura de historia?

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