martes, febrero 19, 2008

Teatro / México: «Carballido, dramaturgo del goce y la fecundidad»; un artículo de Gonzalo Valdés Medellín

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Su ejemplo aún no culmina. (Foto: Archivo)

L a presencia de Emilio Carballido (1925-2008) toda vez aleccionadora, seguirá siendo punta de lanza para la vindicación de nuestra tradición escénica, que ya es historia, y que, con la dramaturgia de Carballido alcanza el más alto grado de magnificencia. El ejemplo de Emilio Carballido para las jóvenes generaciones aún no culmina. Renace.

Desde que en 1950 estrenó Rosalba y los Llaveros en el Palacio de Bellas Artes, bajo la dirección de Salvador Novo, Carballido estuvo llamado a renovar, de manera fecunda y contundente, el teatro mexicano de la segunda mitad del siglo XX, para representar, al presente, la tradición de nuestro andar teatral.

Su amplia producción, de entre la cual contamos no pocas piezas magistrales (como Yo también hablo de la Rosa, Fotografía en la playa, Felicidad, El mar y sus misterios, Tiempo de ladrones, Orinoco), explica de manera inigualable esa tradición con frecuencia negada por los visionudos sofistas.

A Carballido lo premió el publico con el éxito sostenido —durante muchos años, en diferentes puestas en escena y temporadas reincidentes— de obras como Rosa de dos aromas o Te juro Juana que tengo ganas.

Fue, además, hombre de teatro fiel a sus principios y credos estéticos. El reconocimiento institucional le llegó temprano (con Rosalba...) a consecuencia de su compromiso insobornable con la pasión por la escritura y la idea obsesivamente certera de dar al teatro mexicano un rostro de definidos rasgos, o descubrírselo, de ser preciso, en el entramado de su historia e idiosincrasia. «El teatro es el rostro de las naciones», me dijo en una de las muchas entrevistas que le realicé.

Y porque para el maestro Carballido no era aceptable la idea de una nación sana sin teatro, debemos preguntarnos ahora: ¿qué rostro nos orilló a reconocer él a través de su dramaturgia y en el espejo de nuestro quehacer escénico? En primer término, el rostro de la verdad. De nuestras raigambres. Con su teatro, con sus personajes, Carballido nos enseñó a ser mexicanos dignos, a creer en nosotros mismos y en nuestras capacidades de lucha y fortificación espiritual. En la fe en nuestra sangre latina y en la esperanza.

A partir del teatro de Emilio Carballido, el público supo reconocerse popularmente en los escenarios. Sin pudores prefabricados, con sus más genuinos códigos de lenguaje, costumbres y comportamientos, puestos de relieve por el dramaturgo, sin anquilosamientos esteticistas, ni esa voluntad trasnochada y elitista que tanto daño ha hecho al teatro mexicano de los últimos decenios, por su sectarismo y cerrazón.

Mucho se ha escrito de sus obras, algo más se ha estudiado de su estilo y de las temáticas que aborda. Lo cierto es que Emilio Carballido escribió de manera gozosa y con ánimo poético, porque el acto de la creación, para él, debía ser eso: un gozo. Alguna vez me dijo: «Si tengo ganas, lleno y lleno libretas y libretas. Si no, no». Y sentenciaba: «Escribir es un acto de gozo y de libertad».

Así, el gozo salta a la vista en su escritura, en sus obras, impregna la lectura de sus novelas, cuentos y narraciones; es lo que muchos llaman «el sentido del humor de Carballido» y lo que Rosario Castellanos definió como honradez y rigor.

Pero eso no es todo. En su teatro, el gozo tiene que ver más que nada con ese conocimiento fidedigno y sincero del alma popular mexicana y del mismo sentir de la condición humana. Con su partida, a los 82 años, el maestro nos hereda una lección de fortaleza y perseverancia admirables. De fecunda creatividad. ¡Descanse en paz!


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