lunes, febrero 23, 2009

Libros / México: «El libro rojo. Continuación. 1828-1928»

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El chalequero (1) José Guadalupe Posada 1908. Una de las ilustraciones del libro. (Foto: Cortesía/FCE)

C iudad Juárez, Chihuahua, 23 de febrero, 2009. (RanchoNEWS).- A manera de continuación de El libro rojo publicado en 1870, Gerardo Villadelángel coordina esta nueva obra, de la cual reproducimos el prólogo del escritor y dramaturgo Vicente Leñero, que será presentada el 1 de marzo en la Feria del Libro de Minería. Publicado por Milenio:

Asemejanza de la guerra, el crimen contiene una fascinante, inevitable, poderosa belleza. Nada tan terriblemente estético como el hongo de una explosión atómica, o las luciérnagas que parecen, regando la noche, las ráfagas mortíferas que incendian Afganistán.

La literatura ha testimoniado este morbo compulsivo. Desde la Ilíada de Homero o Guerra y paz de Tolstoi hasta nuestros clásicos mexicanos: las novelas históricas de Victoriano Salado Álvarez y Juan A. Mateos, Los de abajo de Mariano Azuela, los libros de Martín Luis Guzmán. A esa fascinante belleza de la guerra sólo puede oponerse, para convertirla en otra realidad —dice Alessandro Baricco—, la estética de la creación artística cuando la canta o la cuenta, cuando la describe o la narra.

Lo mismo puede decirse del crimen. No en balde se habla puerilmente del crimen como una obra de arte. No lo es, desde luego, si uno lo observa como testigo de la situación o como asombrado espectador de las víctimas cercenadas, pero se aproxima a esa analogía cuando una narración literaria lo percibe y lo desmenuza en busca de la solución al misterio. En las novelas policiacas tradicionales —las de Arthur Conan Doyle, las de Agatha Christie, las de Georges Simenon—, el ajedrez de la investigación es lo que intriga y atrae; no se exalta el crimen, se exalta la pericia de quien lo resuelve. Se regresa a la cruda realidad que atañe a lo personal y a lo social en la novela negra de Dashiell Hammet, de Raymond Chandler; en la no ficción de Truman Capote, de Norman Mailer: en los thrillers cotidianos que no se contaminan con la moralina final del asesino atrapado.

Si no alcanza a convertirse en obra de arte —la prosa casi nunca lo es—, el crimen funciona como un poderoso motor literario o periodístico. La nota roja de los diarios importantes —hasta con epigramas al pie de fotos de asesinos y ladronzuelos, como en El Universal Gráfico de los años cincuenta— ya no existe hoy en día como sección. Cedió su espacio, paradójicamente, a las secciones culturales, antes inexistentes.

En lugar de crímenes: cultura; como si abordaran asuntos que se excluyeran entre sí. Sólo periódicos como el escandaloso Alarma! —¿sobrevive aún?— o como La Prensa ineludible dan espacio generoso al morbo de los hechos de sangre que no son abordados, por desgracia, con la pericia periodística y el pulimento literario que hizo célebres a reporteros como el Güero Téllez Vargas o Alberto Ramírez de Aguilar.

Ellos sí supieron empatar la nota roja con la buena prosa. Se les añora con lágrimas, como se lamenta la ausencia de una corriente formal de literatura policiaca mexicana. La intentaron cuentistas como María Elvira Bermúdez —la Agatha Christie de Durango— y Pepe Martínez de la Vega, el creador del detective de Peralvillo, Peter Pérez. Y aunque se reconoce lo hecho por un puñado de novelistas —de Rafael Bernal a Paco Ignacio Taibo II y Rafael Ramírez Heredia— es indiscutible que escasean los especialistas del género. Quizá porque se tiene en mente la figura clásica del inspector-detective y ésta no casa de manera alguna con la forma en que investigan aquí nuestros agentes judiciales; quizá porque se atrapa con frecuencia a culpables que no lo son y porque los casos no resueltos o mal resueltos, la corrupción policiaca y la violencia de los métodos vuelven inverosímil todo modelo que se base en un Holmes, en un Poirot, en un Maigret, en un Marlow, en el maravilloso Wallander de Henning Mankell.

No existe pues novela policiaca mexicana como corriente literaria ni nota roja trabajada con propiedad periodística. Lo que sí existe es el crimen, por supuesto, empezando por el asesinato clásico —lo llamarían los semánticos— que frecuentan como tema los autores de thrillers sangrientos. Ése atañe a una expresión de la maldad humana brotada de personalidades sociopáticas o simplemente neuróticas: reacción del odio, de la ira, del resentimiento incontrolable, cuando no de carencias económicas que hacen culminar un robo con un balazo o una puñalada, o de ambiciones políticas donde los autores intelectuales contratan a sicarios.

Más significativos que los asesinatos «clásicos» —el del ladrón de casas, el pasional, el vengativo, el cometido en serie que da pie a películas reiterativas— son los asesinatos enmarcados por las guerras o por las olas de violencia que acosan de pronto a una sociedad. En México se han sufrido por rachas como auténticos combates entre maleantes y fuerzas del orden, o entre el poder instituido y las víctimas de su autoritarismo. Y viceversa; es decir: entre los rebeldes al sistema y los representantes de ese sistema empeñados en perpetuarse.

Las batallas revolucionarias, los alzamientos populares, los fenómenos de resistencia, producen muertes, asesinatos, genocidios. Como también los provocan —y ésta es una constante del México de hoy— los secuestros por premuras más económicas que políticas, los enfrentamientos y ajustes de cuentas derivados del narcotráfico, las desapariciones seriales de mujeres en el norte del país…

Parece descabellado proferirlo de sopetón, pero a través del recuento de crímenes y asesinatos —tanto de los «clásicos» individuales como de los colectivos que nos sacuden por oleadas— es posible narrar una crónica del país. Escribirla como un libro de texto que enchina la piel mientras nos hace abrir los ojos a la funesta realidad.

El asesinato como dínamo diabólica de nuestro curso por el tiempo. El asesinato como bella expresión literaria de las tragedias del pasado y del presente, y sin duda del futuro.

En la contemplación del rojo pastoso de la sangre derramada por las víctimas, inocentes o culpables, se consigue apreciar mejor la posibilidad, la necesidad de una redención definitiva.

Por eso sorprende y perturba esta idea genial —es el término apropiado— de Gerardo Villadelángel. Componer a la manera de un Balzac colectivo la tragedia humana del crimen a través de la historia de México. Del asesinato, para precisarlo bien. El asesinato en la historia de México. La historia de México desde la óptica de sus asesinatos elocuentes. Pequeños —si se puede llamar pequeño a la muerte alevosa de un ser humano— o enormes, cuando se implica a sectores de la comunidad, cuando interrumpe, desvía, altera, corrige el devenir de una nación.

El proyecto de Villadelángel —él lo condensa muy bien en la «Advertencia» a este primer tomo de una obra que se antoja infinita como Las mil y una noches— proviene del célebre Libro rojo que en el último tercio del siglo XIX publicó un grupo de escritores liberales. Se rescata desde luego el espléndido título y se prolonga el recuento, por el momento, desde 1868 hasta 1928.

Convocados por el entusiasmo que el compilador imprimió a su empresa, cuarenta y tres autores y otros tantos artistas visuales conforman aquí el panorama de lo que fue, desde sus crímenes, el tránsito de la República Restaurada al Porfirismo, de la Revolución a la Cristiada y al cerrojo violento que representó el asesinato de Álvaro Obregón.

Aquí están consignados los grandes crímenes políticos, individuales y colectivos. Aquí se rememoran, se detallan y analizan las gestas de antepasados construyendo o deconstruyendo los caminos históricos de un legado común. Aquí están los hechos de sangre intrascendentes en lo político, pero sugestivos, y hasta pintorescos, en lo que tienen de familiar y de íntimo. Vidas truncadas a la mitad del camino o en el crepúsculo. Muertes y más muertes, prematuras siempre por la intromisión abrupta del suceso de sangre.

No es un libro de relatos, pero el relato está presente como crónica de nota roja o como ese thriller de no ficción que se muerde a sí mismo en el pasmo de su clímax. Hay reflexión en los ensayos que explican la cadena de acontecimientos por los cuales fue sucediendo o sucedió lo predecible. Hay enfoques donde el análisis se contagia con la emoción y donde los datos acuciosos del historiador permiten aproximarse a la verdad de lo ocurrido. Panoramas oscuros. Tramas e imágenes angustiosas.

Maquinaciones en las trastiendas del poder y la ambición. Cuentos de terror. Todo alrededor de la sangre que vacía un cuerpo, de la metralla que enfría un nombre propio, del dolor que acompaña a cualquier fallecimiento. Asesinatos en plural o en singular en cada historia.

A fin de cuentas, la intensa belleza del crimen —como la del espectáculo alucinante de la guerra— no proviene del crimen mismo sino de su percepción literaria y estética.

Prólogo de El libro rojo. Continuación. 1828-1928, coordinado por Gerardo Villadelángel, México, Fondo de Cultura Económica, 2008.

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