martes, febrero 17, 2009

Noticias / España: Un lector llamado Adolf Hitler

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El ex libris con el que Hitler marcaba sus libros. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua, 16 de febrero, 2009. (RanchoNEWS).- El líder nazi leía compulsivamente, pero sólo para reforzar sus ideas. Un nuevo ensayo investiga su biblioteca más personal, que llegó a tener 16.000 volúmenes. Una nota de Jacinto Antón para El País:

Hitler quemaba libros, pero también los leía. Que hiciera ambas cosas –además de desatar la II Guerra Mundial y ordenar el exterminio de los judíos– lo convierte en un lector muy especial. Su relación con los libros, incluso con los que no quemaba, no era amable. Hitler, incapaz de relaciones profundas y sinceras de amor o amistad –hasta las que sentía por Eva Braun y por su perra alsaciana Blondie eran afectos envenenados, y valga la palabra–, tampoco iba a tener ese cariño por los libros, que es el sello de los bibliófilos decentes.

Igual que hacía con los países, las instituciones y las personas, Hitler depredaba los libros. Ésa era su forma de leerlos: como invadir Polonia. Él mismo explicó su método de lectura abusivo y oportunista en Mein Kampf. «Leer no es un fin en sí mismo, sino un medio para un fin». Se trataba, dijo, de rellenar un mosaico previamente dibujado con las «piedrecitas» que le proporcionaban los libros.

La lectura no le servía, en general, sino para llevar agua al molino de sus ideas y para confirmar opiniones que ya tenía. Era una práctica puramente instrumental –«tomo de los libros lo que necesito», dijo–. No leía nunca por placer. Y el caso es que era un lector compulsivo, que leía mucho, vamos. «Los libros eran su mundo», escribió su amigo de juventud August Kubizek. El joven Hitler llegó a Viena pobre como una rata pero con cuatro cajas llenas de libros. Luego, en su época de agitación política, cuando no estaba pronunciando discursos o haraganeando por las cervecerías de Múnich en malas compañías (!), se pasaba el tiempo leyendo. «Claro que leer mucho no significa leer bien. Sus lecturas fueron asistemáticas», subraya Ian Kershaw en su monumental biografía (Hitler, Península). «Leer no era algo que hiciese para ilustrarse o para aprender, sino para confirmar prejuicios». Kershaw pone en duda, además, que Hitler leyera lo que hay que leer. Parece que de los clásicos y de la buena literatura consumió más bien poquito. No le gustaba la novela. En cambio, se pirraba por el subgénero antisemita (lo que no nos sorprende), tipo El judío internacional de Henry Ford o La amoralidad en el Talmud; le gustaban mucho las enciclopedias y los almanaques, de los que podía extraer, para impresionar, mucha información en poco tiempo, y los libros de ocultismo. Se ha señalado entre sus libros, y no es broma, El arte de convertirse en orador en pocas horas.

Tenía debilidad, quizá su único rasgo sincero como lector aparte del gusto por los relatos del explorador Sven Hedin, por las novelas del Oeste de Karl May. Pero incluso éstas las utilizaba para dar la brasa a sus generales. Les ponía como ejemplo de habilidad táctica al héroe apache de May, lo que ha de ser desconcertante cuando mandas una división Pánzer en el Cáucaso. Menos simpático es que conservara un manual de 1931 sobre el gas venenoso, con un capítulo dedicado a los efectos del ácido prúsico, comercializado como Zyklon B...

Se ha escrito mucho sobre la biblioteca de Hitler, de unos 16.000 volúmenes (de hecho tuvo varias, localizadas en diferentes sitios), su composición, las obras que en realidad leyó (muchos libros de su época de canciller y führer permanecieron sin abrir) y las que contribuyeron a afirmar sus (malas) ideas. Ahora un libro apasionante, Hitler's private library, the books that shaped his life (La biblioteca privada de Hitler, los libros que moldearon su vida; Nueva York, 2008), de Timothy W. Ryback, rastrea con habilidad detectivesca y pulso literario en el ecléctico fondo bibliográfico del líder nazi las obras que pudieron ser decisivas, por su significación emocional o intelectual, en la vida del Hitler lector.

Ryback ilumina al tiempo la relación del personaje con los libros y el destino de su biblioteca (1.200 se conservan en la Biblioteca del Congreso en Washington, otro fondo está en la Brown University en Providence; un conjunto anda perdido por Rusia). El autor, que se ha sumergido físicamente en libros leídos y hasta subrayados y anotados por el propio Hitler –una experiencia inquietante: en uno encontró incluso un pelo de bigote–, explica que éste leía vorazmente, a veces un libro por noche (a Eva Braun le caían broncas cuando interrumpía, aunque fuera en déshabillé; por cierto, parece que había poca pornografía en la biblioteca de Hitler, aunque se menciona un libro sobre el teatro español «con dibujos y fotografías obscenos»). Pero su lectura era superficial y azarosa, en buena parte para alimentar sus mítines, diatribas y peroratas.

En su retiro alpino del Berghof tenía las obras completas de Shakespeare y parece que no leyó sólo El mercader de Venecia, pues hacía citas de Hamlet y, sobre todo, de Julio César –«Nos volveremos a ver en Philipos», espetaba bravucón a sus rivales políticos–.

La aventura de Ryback entre los libros de Hitler arranca con las lecturas de éste en las trincheras durante la guerra del 14 y acaba con el misterio del volumen que tenía en la mesita de su habitación en el Führerbunker de Berlín cuando se suicidó: se conserva una foto, pero no se distingue el título. Entre las obras que sabemos que le acompañaron en sus últimos momentos figuran una historia de la esvástica, un ensayo sobre Parsifal y otro sobre las profecías de Nostradamus. El recorrido de Ryback por los libros significativos de Hitler incluye una traducción de Peer Gynt regalada y dedicada por su siniestro mentor Dietrich Eckart, y Feuer und Blut de Jünger, dedicado en 1926 por el propio autor "al führer nacional Adolf Hitler" –vaya, vaya, Ernst–, y en el que Hitler, que quería escribir sus propias experiencias de combatiente en la I Guerra Mundial, subrayó pormenorizadamente pasajes sobre la guerra y los efectos de la matanza en el espíritu. Pese a lo que hacía creer, Hitler leyó poco a Nietzsche, a Schopenhauer –cuyo nombre escribía mal– o a Fitchte. Lo que Ryback encuentra en el canon hitleriano –los ladrillos fundamentales de su pensamiento filosófico– es una serie de repulsivas obras racistas y unos libros de ocultismo y seudociencia (como Magia: historia, teoría y práctica, de Ernst Schretel, que Hitler subrayó profusamente). En cuanto a los libros militares, Ryback destaca una biografía de Schlieffen, el genio prusiano (es curioso que Hitler subrayase las consideraciones del táctico sobre los peligros para Alemania de luchar en dos frentes), un práctico manual de identificación de tanques y varias obras sobre Federico el Grande, especialmente la biografía de Carlyle.

Hitler, por supuesto, no sólo fue lector, sino también autor. Un capítulo del libro de Ryback está dedicado al Mein Kampf, que inicialmente tenía un título con mucho menos punch: Cuatro años y medio de batalla contra las mentiras, la estupidez y la cobardía; difícil de recordar cuando vas a encargarlo, sobre todo si eres de las SA...

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