sábado, junio 27, 2009

Textos / Jorge Ruffinelli: «Cuando Onetti...»

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Juan Carlos Onetti. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 26 de junio 2009. (RanchoNEWS).- Doloroso y tierno, nocturno, pesimista y trasgresor, Juan Carlos Onetti (1909-1994) hubiese cumplido el próximo miércoles cien años de escepticismo y literatura. Considerado el primer novelista moderno de nuestra lengua por Vargas Llosa, hay quien dice que entrar en su mundo tal vez no sea tarea fácil, pero que salir es imposible. Ensombrecido por la fama de los García Márquez, Rulfo, Borges o Cortázar, que le admiraron rabiosamente, hoy su obra conquista lugares de privilegio, quizá porque, como apunta uno de sus mejores amigos, Jorge Ruffinelli, profesor de la Universidad de Stanford, «escribía por la pura necesidad de hacerlo».

Cuando Onetti emigró a España en 1975, venía de padecer el trauma más doloroso de su vida: la cárcel y el internamiento siquiático durante algunos meses, por la única «culpa» de haber sido jurado en un concurso de cuentos.

Madrid debió ser un oasis, no alucinado sino verdadero. Se aposentó junto con su mujer Dolly en un departamento de la Avenida de América y rara vez salió de él. Parecía un ermitaño, y si bien le hicieron interminables entrevistas, que él contestaba casi con monosílabos, prefería vivir en su cuarto y en su cama, rodeado por sus libros, escuchando los ensayos de violín de Dolly y los ladridos de su perrita Bice. Una vez –por necesidad– emergió de sus hábitos solitarios y ensimismados, para recibir el Premio Cervantes entregado por el Rey Juan Carlos.

¿Quién había sido Onetti antes de venir a España?

Nacido en Montevideo en 1909, era más bien un ciudadano del Río de la Plata, porque vivió por períodos biográficos importantes también en Buenos Aires. La oscilación emocional de Onetti entre su ciudad natal y Buenos Aires llegó al límite de inventar, para su ficción, una ciudad imaginaria, Santa María, que no es argentina ni uruguaya sino una combinación de las dos idiosincrasias y los modismos de las dos vertientes locales de la lengua española. No había cumplido treinta años cuando escribió su primera novela, El pozo, pero extravió los originales y tuvo que escribirla nuevamente. Se publicó en 1939 y quedó en los estantes, editada en papel de estraza y con un falso Picasso en la carátula, durante más de veinte años.

Onetti se volvió paulatinamente un escritor-de-escritores, admirado silenciosamente como uno de los mejores de América Latina. Anterior al llamado «boom» de los años 70, sin embargo esa irrupción de extraordinarias novelas –La ciudad y los perros de Vargas Llosa, Rayuela de Cortázar, o Cien años de soledad de García Márquez, todas y varias más aparecidas en la década de los 70– atrajeron a la luz los libros anteriores de Onetti, quien desde entonces fue considerado uno de los Maestros, con mayúsculas.

¿Cuál era su mérito?

De manera negativa: no escribir para tener éxito de ventas, ni para la posteridad. De manera positiva: escribir por la absoluta necesidad de hacerlo. Y lo hacía en cuadernos escolares, con letra grande y casi sin corregir. Es que ya había «corregido» su escritura en numerosas noches y días de insomnio.

Así, entre 1959 y 1973, una sucesión de novelas, Para una tumba sin nombre (1959), La cara de la desgracia (1960), El astillero (1961), Juntacadáveres (1964), La muerte y la niña (1973), la aparición de sus Cuentos completos (1967 y 1968) y de sus incompletas Obras completas (1970) en Aguilar, confirmaron el enorme talento narrativo del escritor y la fidelidad a un mundo propio.

Ese «mundo» había comenzado a tomar forma años antes, en Buenos Aires, con Tierra de nadie (1941), Para esta noche (1943) y La vida breve (1950), ante todo esta última que es la piedra angular de una realidad a la que le hace falta otra realidad. Aunque hasta ahora a nadie se le ha ocurrido identificar a Onetti con el «realismo mágico», hay que advertir que en La vida breve sus personajes «realistas», cuando se sienten perseguidos, se refugian en Santa María, una ciudad imaginaria.

Santa María se volvió la ciudad de Onetti, como Yoknapatawpha había sido el condado de Faulkner y Comala el pueblo de Rulfo, y Macondo el de García Márquez. Hoy el turista universal puede viajar por una América imaginaria gracias a todos estos escritores.

Gradual pero firmemente, Onetti se impuso como uno de los grandes escritores de todos los tiempos en lengua castellana. Era dueño de una escritura única, de una sintaxis inimitable, así como de un imaginario ingenioso para tramar historias, que lo acercaba al universo de Jorge Luis Borges, del mismo modo que su realismo sombrío lo aproximaba a otro escritor argentino: Roberto Arlt.

Actualmente la presencia de Onetti en la literatura no debe medirse únicamente por la eventual o virtual «influencia» de sus historias, ambientes y personajes, sino por su condición de modelo de escritor auténtico que jamás se sometió a requisitos de mercado y tuvo una fidelidad única: a la literatura. Ni siquiera a sus lectores ideales. De ahí, la poderosa admiración que por Onetti han sentido escritores como Juan Rulfo, García Márquez, y Julio Cortázar. A veces esa admiración es tan poderosa que sólo puede conjurarse escribiendo un libro, y ésos son los casos de Mario Vargas Llosa con El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti (2008), y de Antonio Muñoz Molina, quien desde hace tiempo –ha dicho– se encuentra escribiendo un libro sobre Onetti, y quien ha señalado como supremo elogio: «Onetti te exige una lectura muy intensa, de los cinco sentidos». Dolly Muhr señaló que Onetti a su vez admiraba a Muñoz Molina: «Son tan faulknerianos que se admiraban mutuamente».

La influencia de Onetti comenzó en Uruguay, donde un escritor joven, Hugo Giovanetti, escribía «a la manera» de Onetti; siguió en México, con Fernando Curiel y varios otros jóvenes. A quince años de la muerte del escritor, su presencia en la literatura es más fuerte que nunca. Aunque nunca gozó de estar en listas de best-sellers, en una encuesta reciente entre 64 escritores latinoamericanos nacidos después de 1960 (Los escritores del Milenio, Stanford, 2008), 20 citan a Onetti (junto a 43 que lo hacen con Borges, 25 con Cortázar, 18 con García Márquez y 9 con Roberto Bolaño). El mapa de las lecturas es fenómeno cambiante, pero como acaba de decir Vargas Llosa en una entrevista: «Estoy convencido de que es uno de esos escritores que va a pasar ese examen definitivo que es la prueba del tiempo».

Aunque entre los personajes principales de Onetti haya un proxeneta –Larsen, llamado «Juntacadáveres» por contratar a prostitutas envejecidas–, un burdel que escandaliza a la buena sociedad sanmariana, astilleros en desuso que van liquidándose por la venta de sus piezas, mujeres que envían fotos de sus andanzas sexuales por el mundo a su antiguo amante, a pesar de todo esto, Onetti como escritor fue uno de los más pudorosos. Jamás se encontrará una palabra cruda y gruesa en sus cuentos, novelas y ensayos. La sexualidad carece de descripciones en su literatura. Por ello, cuando dictaminó en 1973, como parte de un jurado, que el mejor cuento del concurso «Marcha» de Montevideo era El guardaespaldas de Nelson Marra, incluyó en el acta su inconformidad con el lenguaje crudo del cuento. Ironía máxima porque a raíz de la publicación de este relato Onetti fue detenido (con otros) y pasó amargas semanas recluido por la dictadura.

En España, y ya devuelto el Uruguay a la democracia, un presidente le ofreció un regreso apoteótico al país. Onetti se negó. No por rencor sino porque su realidad estaba aposentada en su refugio de Avenida de América. Allí podía seguir soñando con sus personajes, con Santa María, en sus noches de insomnio mientras escribía Dejemos hablar al viento (1979), Cuando entonces (1987), Cuando ya no importe (1993).

Lo importante era seguir siendo fiel a sí mismo, a su imaginación, a los seres que lo rodeaban –Dolly y los amigos que lo visitábamos casi a diario–, no la hoguera de las vanidades, no los honores públicos, no el elogio falaz o verdadero. Onetti quería seguir siendo, en su intimidad, el joven montevideano que soñó con conquistar la gran metrópoli –Buenos Aires–, y era tan alto, guapo y galán, como una vez me dijo, que al verlo a las mujeres «se les caían las medias».

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