viernes, junio 19, 2009

Textos / Maite Martín Duarte: «La otra conquista - Alonso de Ercilla y su canto Araucano», segunda entrega

.
Grabado del poeta español. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 17 de junio de 2009. (RanchoNEWS).- Continuamos con la publicación del trabajo que la joven Maite Martín Duarte –residente de El Paso, Texas– ha escrito para participar en el concurso Ruta Quetzal BBVA, con el tema de la vida de Alonso de Ercilla y Zúniga y su «Araucana», texto que ha dedicado a sus padres Ana Laura y Alfonso, fechado el 12 de enero de 2009:


Capítulo I
De Paje a Soldado
(1548-1555)


El príncipe disfrutaba leyendo y esa misma afición le fué calando al joven Alonso. Empezó a leer sin obligación y le entró poco a poco la necesidad y costumbre. Durante el curso leyó algo, pero sin convicción. Entonces tenía que estudiar. No podía disfrutar como ahora. Siempre que acompañaba a su Señor a la biblioteca, procuraba tener todo preparado para que don Felipe estuviese cómodo y su permanencia allí fuese más prolongada y así poder aprovechar más tiempo la lectura.

Leyó con obsesión a Virgílio, y en su Eneída se perdía como si fuera uno de los personajes. Sintó la fuerza de la épica de Rodrigo Díaz de Vivar y vivió, con el poema de Mio Cid, el vasallaje al rey, la traición de éste y el destierro del buen caballero. Entra en contacto a través de los libros con un personaje que lo siente como muy cercano; aunque lo acaba de descubrir como poeta, ya lo conocía de nombre. Se trataba de Gonzalo de Berceo, el benedictino de San Millán de la Cogolla. Le venía a su memoria el tiempo que vivió con sus hermanos y su querida madre en la ciudad de Nájera, dónde ella nació, tan cercana al pueblo de Berceo. Recordaba la primera vez que oyó hablar de aquel hombre sabio, monje y poeta, que vivió tantos años dedicado a la oración y al estudio en aquella vida humilde y escondida. Fue en un viaje hasta el pueblo de Berceo, que preparó el amable maestro don Constancio. Por el camino, les contó la vida de ése que fue el primer poeta de la lengua castellana, que ya en el siglo XIII empezaba a desprenderse del latín. Ahora que el joven paje leía al viejo Gonzalo de Berceo, le creaba una agradable sensación, a la vez que sentía como una premonición al leer los temas aquellos de los cantares de gesta y aquello de «narrar en verso la vida y hechos de los héroes de la iglesia».

Inconcientemente, algo prendió en su espíritu al leer aquellos «Milagros de Nuestra Señora».

A otro que descubrió y que sintió que al leerlo, las letras se le diluían en la sangre como si fuesen parte de ella, fué al Infante don Juan Manuel. Aquel «Conde Lucanor», tan castellano, tan moralizante, fué para Ercilla una referencia literaria y guía de conducta de un buen caballero. Por otro lado existía con él en la vida real cierta coincidencia en muchos aspectos, salvando la distancia del tiempo. Como él, don Juan Manuel, también quedó huérfano de padre siendo niño, como le ocurrió a Ercilla y también, en ambas circunstancias, la madre fue la que orientó su educación. Fue soldado y cortesano. Él, Ercilla, acababa de entrar en la corte y siempre soñaba con el oficio de las armas al sercivio de su rey y de su patria. Don Juan Manuel fue poeta y a Ercilla ya empezaba a gustarle las rimas. Don Juan Manuel luchó contra los musulmanes para reconquistar el territorio de su patria; Ercilla todavía no lo sabía, pero dejaría la cómoda vida de palacio, sus viajes por media Europa, su vida regalada, culta, aristocrática, y se embarcaría con rumbo incierto hacia el «Nuevo Mundo», para conquistar nuevas tierras en nombre de su patria y de su rey, ése que estaba ahí mismo leyendo y contemplando el paisaje, ajeno a los pensamientos e inquietudes de un humilde paje, de un sencillo «pipiolo». Y, como el infante, también Ercilla, aunque tampoco lo sabía en ese momento, además de la espada, tendría presta la pluma para ser además de soldado y caballero, poeta e historiador. Resulta admirable y sorprendente tanto paralelismo entre dos personas separadas por 251 años.

Había anochecido. Madrid se dibujaba en la distancia y sólo se distinguían tenues luces móviles de los carruajes que se dirigían a la Villa. El Príncipe se acercó al ventanal y contempló el cielo estrellado sintiendo un breve escalofrío.

–Paje Ercilla, esta noche el hielo cortará como guadaña. Haz sonar la campana para que venga el servicio, y dile al instrumentista que deje de tocar.

–Lo que ordene, alteza.

El paje se acercó hasta la puerta y tiró tres veces del cordón damasquinado. Los pesados tapices que colgaban en la pared, con motivos mitológicos y de caza, absorvieron las últimas notas metálicas del clavicordio.

En la cocina sabían lo que su alteza requería a esas horas de la tarde. Desde que en 1544 le visitaron unos frailes dominicos con una representación de indios de origen maya y le dieron a probar una bebida espumosa y caliente, que en su idioma llamaban «cacaó» y tambíen «bebida de los dioses», el Príncipe se aficionó a ella. Ya la tomaba todos los días gracias también a las mejoras que su cocinera de confianza había condimentado en su elaboración. Este «cacaó» lo disolvía en leche, le ponía canela y lo endulzaba con miel de abeja, tan abundante en Castilla y tan agradable, gracias a la calidad de la flor del romero y del espliego. Una gentil dama ataviada con un traje de lana color carmesí y corpiño de encaje blanco, entró en la biblioteca llevando en sus blancas manos una preciosa bandeja de plata, en la que humeaba un tazón de loza lleno de esta bebida, y un plato de porcelana de Talavera, a rebosar de picatostes confitados. El paje acompañó a la dama hasta la mesa donde el príncipe esperaba y ambos acomodaron delicadamente el contenido sobre ella. Se retiró la sirvienta tras una elegante reverencia y Alonso se apartó discretamente a la espera de cualquier insinuación de su señor.

–Paje Ercilla, ven y siéntate a mi lado –le dijo, mientras se disponía a saborear aquel regalo de los dioses mayas–. ¿Conoces algo del Nuevo Mundo?

– Algo, alteza. Lo que se oye por aquí y por allá. Que allí, al otro lado de la Mar Océana, exsiste la Nueva España desde 1521, de donde nos llegan barcos cargados de especias, mucho oro, y plata. Oí algunos nombres como Francisco Hernández de Córdova, Diego Velázquez, y un extremeño muy conocido por sus aventuras y conquistas, Hernando Cortés, que parece ser que murió el año pasado cerca de Sevilla. También, que tanto su amado padre como su excelencia se han preocupado de conquistar para la Santa Madre Iglesia muchas tierras y muchas almas, en ese vasto continente que a lo que dicen, es tan extenso como lo es Europa.

Admiró al Príncipe lo que sabía su paje del Nuevo Mundo y de los súbditos que en su nombre fueron a él. No solamente a conquistar y a levantar nuevas ciudades, sino a evangelizar en nombre de la verdadera religión, y a colonizar y a asentarse en las nuevas tierras, y que muchos iban con sus familias para quedarse allí y poblar las nuevas tierras.

–Bien dices, estimado Ercilla. Que muchas esperanzas hemos puesto en esta empresa y pluge a Dios se lleve a feliz término.

El príncipe, con un gesto que su paje interpretó al momento, mandó apagar los quinqués de aceite y el gran cirio que estaba en el costado izquierdo de la mesa. La estancia quedó casi en penumbra y la silueta austera de don Felipe se recortaba refulgente contra los últimos rescoldos de la gran chimenea. Así permaneció de pie mirando al fuego, ausente de todo. Ercilla, a distancia, lo veía con respeto y admiración y pensaba en lo difícil que tenía que ser como rey, gobernar las tierras y los súbditos de ese mundo tan alejado y tan vasto, que se necesitaban dos esferas –dibujadas en los mapas de Hispania de la época– para comprenderlo, según acababa de verlo en aquel atril junto al ventanal. España era la nación más poderosa de Europa. Al menos durante 81 años, tuvo posesiones en todos los continentes y fue «el primer imperio global» en el que se necesitaba no solamente la tierra sino también el mar para comunicarse por él. Así rezaba la leyenda del mapamundi: «Non unus sufficit orbis».

* * *

Ya apremiaba una junta del Consejo de Estado para determinar, a través de los consejeros regionales de Castilla, de Aragón, de Portugal, de Indias, de Italia y de Flandes, el gobierno y el control de la Corona. Mandó la coordinación de este consejo a su secretario don Antonio Pérez, persona eficiente. Había muchos temas que tratar, pero el más acuciante era el financiero y el de las guerras contra los protestantes tanto en Inglaterra, como en Flandes y Alemania. Las ambiciones del Emperador Carlos V eran las de unificar sus posesiones en Europa bajo el Sacro Imperio Romano Germánico y luchar contra la desviación dogmática propuesta por Enrique VIII en Inglaterra y Martín Lutero en Alemania y Flandes. El protestantismo se extendía como una mala hierba, como una cizaña, en el campo de trigo de la Iglesia, según el dicho evangélico, y había que arrancarla por medio de la guerra. El emperador disponía de un ejército de operarios para esta labor, en todos estos países; se llamaban los Tercios Españoles. Ya en abril del año pasado –1547– tuvo que repeler un enfrentamiento contra las tropas de los príncipes protestantes de la Liga de Esmalcalda, logrando una gran victoria en Mühlberg, Alemania. Esta victoria la representó Tiziano en el «Retrato Ecuestre de Carlos V» y representa al emperador montado en un brioso corcel negro y ceñido por una brillante armadura, en el momento de parafrasear a Julio César: «Veni, vidi, Christus vincit». La tensión era constante y el emperador no podía desatender esta causa. Eso implicaba que los asuntos del reino de España tuvieran que ser atendidos por don Felipe, por su secretario personal, por los consejeros regionales y un representante de la iglesia española, el cardenal Granvela. Al príncipe le gustaba enterarse de los pormenores y tomar decisiones casi siempre trascendentales.

Aquellas guerras de religión de su augusto padre eran una sangría para las finanzas y muchas veces había que pedir dinero prestado a banqueros genoveses ó alemanes, como fué el caso de la familia Fugger, de la ciudad alemana de Ausburgo a la que acudirían en repetidas ocasiones tanto el emperador como su hijo en busca de financiación.

Entraba mucha riqueza en las arcas de la Corona, principalmente procedente de las Indias –del continente que se empezaba a llamar América–, pero de igual modo salía para sufragar unos gastos excesivos en Flandes y en las guerras contra los protestantes. También había otro problema cada vez más humillante –los continuos saqueos y ataques a los barcos españoles que venían con las riquezas de América– por parte de los piratas ingleses Hawkins y Francis Drake que tenían «patente de corso» de la Corona Inglesa y saqueaban en nombre de su graciosa majestad.

De todo esto se trató en esa junta de gobierno que se celebró en días posteriores, allí en el Alcázar. Ercilla tuvo que olvidarse esos días de sus aficiones y dedicarse por completo a atender las muchísimas exigencias personales del príncipe, aplicando aquello que había aprendido, de que el paje era la prolongación de su señor. Con él estuvo en todos los actos protocolarios. Y no estaba pasivo, sino que entendía cómo se hacía la política y se tomaban decisiones y acuerdos, a veces entre fuertes discusiones, pero al final la palabra de su señor era la última. Los consejeros proponían, el príncipe decidía; y decidío que él debería ir a visitar a su padre y aquellas ciudades de Europa donde se ceñía la corona de la monarquía de los Austria–Habsburgo.

Los preparativos para el viaje fueron muy exigentes y meticulosos como le gustaba a Don Felipe. Preveía que aquel viaje sería largo y aunque lo iniciarían en mayo con buen tiempo, habría que calcular inconvenientes.
Y llegó el día. Misa de madrugada, bendición del obispo a toda la comitiva reunida en el patio de armas de palacio, y despedida. Alonso se admiró de todo aquel séquito en el que por lo menos iban tres monjes, dos consejeros, un escribano y un administrador con varios arcones llenos de escudos para pagar a la soldadesca los sueldos atrasados y también vérselas con los banqueros genoveses y alemanes, que no era precisamente cosa baladí. Tampoco se olvidaron de incluir la valija de la correspondencia tan esperada por los que estaban – algunos hasta años– ausentes de sus familias, lo que incrementaba la moral de los soldados al tener con ellos esta gentileza. Seguía la lista, con tres pajes además de él, tres damas de servicio, cinco cocineras, diez soldados y un capitán, todos a caballo, diez carros de vituallas, arreos y armas, tirados cada uno por cuatro mulas, y el más grande, el del príncipe, con divisa en la portezuela, arreado por seis lustrosas mulas. Detrás, amarrado, iba el corcel jerezano de S.A.R., y tres lebreles que llevaba sujetos un vasallo. Partieron desde Madrid y llegaron a Barcelona cuarenta días después. Para Ercilla, esta experencia fue apasionante. Conocer España poco a poco y visitar, cuando había tiempo, algunos castillos, iglesias, y catedrales, y admirar sus colecciones de arte y escuchar las salmodias de sus coros, que tanto descanso proporcionaban al ánima. Le admiró el acatamiento y el saludo de la gente, tanto de villas como de ciudades, que salían al paso de aquella comitiva para vitorear y saludar a su príncipe. ¡Lo que aprendió en ese viaje!


PRIMERA ENTREGA



REGRESAR A LA REVISTA