miércoles, agosto 05, 2009

Literatura / Entrevista a Cees Nooteboom

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El escritor trotamundos holandés. (Foto: Cristóbal Manuel)

C iudad Juárez, Chihuahua. 5 de agosto 2009. (RanchoNEWS).- Cees Nooteboom, el autor holandés contemporáneo más importante, celebra seis décadas viajando por el mundo. Desde su refugio veraniego de la isla de Menorca evoca sus aventuras en más de 40 países y habla de Lluvia roja, bitácora literaria de su vida y pensamiento, que muestra el infinito asombro de un narrador y poeta. Una entrevista de Winston Manrique Sabogal para El País:

8 Ése es el número que señala en Menorca el lugar donde está el comienzo y el fin del mundo. Como las de allí, es una casa blanca con puertas y ventanas de madera azules protegida por una buganvilla de flores violáceas, adonde se llega por un camino culebrero cercado de piedras. Es el refugio de uno de los escritores y últimos viajeros de la estirpe de Ulises que en 60 años ha recorrido más de 40 países de los cinco continentes, viajado en toda clase de vehículos, donde no sólo se ha deslumbrado con su cultura y paisajes sino que ha sido testigo de varios hitos del siglo XX. Es holandés y se llama Cees Nooteboom.

Lector, viajero, escritor, periodista y traductor. Ése es el orden cronológico de su ruta exploratoria por la vida iniciada en la adolescencia. Más de 25 libros de poemas, novelas, crónicas de viajes y ensayos culturales, filosóficos y políticos dan cuenta de ese periplo físico, artístico y sentimental que lo han llevado a convertirse en uno de los eternos candidatos al Premio Nobel de Literatura. Y Lluvia roja (Siruela), su último libro, es una bitácora literaria de algunos pasajes de su vida y su pensamiento que dejan claro el porqué de la trascendencia de su nombre. El de un hombre nacido en La Haya en 1933 a quien en noviembre el rey de Bélgica entregará el Premio de las Letras Neerlandesas por su obra «profunda y filosófica».

Es verano y el cielo matutino de Menorca es un visillo de nubes sobre el Mediterráneo español. Nooteboom lo agradece. Pasa allí los veranos desde hace cuatro décadas cuando el azar lo llevó y descubrió que no había mejor lugar en el mundo para descansar de sus infinitas andaduras y convertir en literatura sus experiencias. «En nuestra casa termina el camino y el mundo», escribe de su refugio menorquín, que confirma con su español suave y pausado mientras atraviesa el jardín arbolado camino a su estudio en un claro. Es un despacho rectangular cubierto de losas de piedra de sillería amarilla. Abre la puerta de cristal y aparece una especie de celda monacal. A la izquierda, una larga mesa con su ordenador y libros; al otro lado, un pequeño escritorio de madera con cuatro cosas que le habría encantado pintar a Morandi; coge una silla de lona y se sienta de espaldas a la luz para conversar de su nomadismo y de las «rimas de la vida», referidas al hecho de haber visto cómo se cierran varios ciclos, como el comunismo o la segregación racial en Estados Unidos.

Usted insiste en que el mundo sigue siendo grande para quien viaja consigo mismo.

En Bolivia o Argentina he encontrado a jóvenes que viajan en autobús y toman un año de su vida para descubrir el mundo. Otra cosa es el turismo. Tomar un avión y después de 14 horas ir a un hotel y luego volver a casa. Pero estos jóvenes lo hacen como yo lo he hecho.

¿Qué es lo que recomienda al viajero?

¡Dejarse llevar! Llegar a una ciudad, ir a la terminal de autobuses, tomar cualquiera y dejarse llevar. Así habrá aventuras, cosas feas, cosas bellas, gente interesante, gente aburrida. Nunca se sabe. Así el mundo se ensancha. Y si puede aprender el idioma antes de viajar mucho mejor, entonces el mundo sí que será grande y diferente.

¿Por qué ese deseo de viajar, acaso por la necesidad de conocimiento?

Sí, pero eso viene después. No era así al principio. Un día me fui... Recuerdo que tenía 17 años...

... Era el verano de 1950.

Lo que recuerdo es que le dije a mi madre que me iba. Salí de casa. Cogí una bicicleta para hacer mi primer viaje al extranjero, a Bélgica, y de cierta manera nunca he parado. Entre los viajes tengo los periodos de tranquilidad que es cuando escribo; aunque un día me detendré.

¿Qué fue lo que le inoculó entonces el deseo de viajar por siempre?

Lo que es difícil para los otros para mí es normal. Es la práctica. El viaje sale de la curiosidad, de ver cómo viven los otros.

¿Y de la posibilidad de perderse entre la gente, como ha escrito?

Suena un poco romántico, pero es el deseo de ser anónimo. Es interesante porque en algunos momentos significativos políticamente estar en la multitud es una experiencia indescriptible. Sea París del 68 o Berlín del 89. Hay algo también erótico en ser parte del espíritu de la multitud. Es más que por el momento histórico, es sentir la excitación de compartir ese momento especial.

Aunque suene a cliché, es como buscar ser uno solo.

Sí, eso es. Pero no se puede definir exactamente. También puede ser otra cosa. Por ejemplo, cuando estuve en Teherán antes y después del Sha. En Occidente pensábamos que la revolución de Irán sería algo importante, y vislumbré que tras todo aquello podría llegar el fundamentalismo.

También estuvo en Alemania antes y después de la caída del muro en 1989.

Y ahora volveré con motivo de los 20 años de la reunificación. El libro Desaparición del muro, que escribí hace un tiempo, son las notas que tomé durante los dos años que viví en Alemania antes y después de 1989, que se reeditará con nuevos capítulos, y para mí tienen significación porque también estuve en la Cuba de Batista y en la Hungría de 1956 invadida por los tanques soviéticos. Y eso es ver cómo se cierra el ciclo del comunismo. Es lo que llamo «rimas de la vida».

¿Ha ido bien la reunificación alemana?

Sí, aunque se han equivocado en ciertas cuestiones económicas. El Este tiene graves problemas de desempleo y eso genera un peligro de neonazismo. Pero era natural que un día Alemania se volviera a unir. Cuando todos venían al Oeste yo hacía la ruta inversa para ir a ver a mis editores. Ahora es un país normal, más sólido. La experiencia alemana ha sido muy interesante en mi vida, como la española.

Y la cabeza blanca de Cees Nooteboom se menea ligera ante la inminente evocación del hallazgo de España. Era 1954. El año en que su destino se encaminó irrefrenable hacia el resto del mundo para trazar una cartografía del acontecer contemporáneo. Atrás quedaban sus primeros años de pobreza rodando con sus padres de casa en casa, para luego vivir en La Haya invadida por los nazis en la II Guerra Mundial, y enfrentar su paso por varios colegios e internados. A los 19 años dejó su breve trabajo en un banco, el único que ha tenido, y empezó su recorrido en autostop por Europa donde germinaría su espíritu europeísta. Primero Italia, el sur, la luz, lo que describe como vida chispeante. Otro mundo más allá de Holanda. Al regresar escribió su primer libro, Felipe y los otros, traducido al español como El paraíso está aquí al lado, donde narra las aventuras y reflexiones de un muchacho que recorre el continente en busca de una joven china. El libro habría de convertirse en ejemplar de culto en algunos colegios alemanes, con alumnos tan prometedores y fieles a su historia como el filósofo Rüdiger Safranski. España aguardaba. Sería su gran descubrimiento. Nooteboom insinúa una sonrisa mientras el sonido lejano de las gaviotas recuerda la proximidad del mar.

¿Por qué esa querencia por España?

Es un poco raro. Italia fue la gran sorpresa al principio. El Norte es un poco más sombrío. Holanda era calvinista como espíritu, y con 20 años me encontré con una Italia que era ópera bufa, más chispeante. Después vine a España, y aunque era la luz del Sur pesaba mucho, eran los tiempos de Franco. Un país pobre y poco atractivo. Hay que leer, por ejemplo, al Norman Lewis de Las voces del viejo mar, donde describe la Cataluña de los cincuenta. Pero lo que me atrajo fue la cantidad de espacio, viniendo yo de un país sobrepoblado. Entonces viajar por España era viajar como Stendhal en su tiempo. Desde esa primera vez en 1954 no he faltado ni un año. Me gusta el paisaje de Castilla, su tono cobrizo. Ésa es su esencia.

De tantos lugares maravillosos que ha visitado, ¿por qué eligió Menorca?

Porque está más cerca de mi casa en Holanda y por casualidad. Había un sobrino que quería ir a Ibiza y le dijeron que estaba llena, pero le recomendaron Menorca. Él vino y me dijo que era un lugar muy tranquilo y bonito. Así la conocí, y después compré una casa. Además, buena parte de la isla es agrícola y no se puede construir. Para hacer este pequeño despacho he tardado 30 años para que me dieran el permiso.

Es un estudio monacal que recuerda su época escolar.

Es una paradoja. Desde hace 60 años mi vida ha sido nómada, pero yo de joven estuve en un monasterio contemplativo en el sur de Holanda, siempre me ha interesado eso. Es lo contrario a como he vivido porque la regla en esos monasterios es quedarse toda la vida en el mismo sitio. Siempre me han interesado las vidas extremas. Así es que en aquel momento le dije al abad: «Yo quiero vivir aquí»; él me miró y supo que yo no era para eso; sin embargo, me dijo, «adelante», y me dio una celda, un diccionario y una vida de santos en latín. Tres días después (silva)... Y aquí estoy, en este estudio que tiene un poco ese aspecto. Además tampoco vemos a mucha gente. Damos paseos, pero no salimos tanto.

¿Cómo fue ese viaje al pasado del que surge Lluvia roja?

Tenía mis viejos diarios que volví a leer y me encontré con un joven casi sin talento, pero con cierta madurez.

Pero hay ideas buenas y frases bonitas, aunque dice que ve a un joven romántico con el cual no se identificaría hoy.

Es posible. Fue una sorpresa encontrarse después de tantos años en esos cuadernos. Hay otro problema, y tiene que ver con mi vida y mis padres. Él murió en 1945 poco antes de acabar la guerra en un bombardeo de los aliados. Un día hicieron una exposición de mi vida y obra en el Museo de La Haya y encontraron que mis primeros siete años, de 1933 a 1940, habíamos cambiado de casa ocho veces. Fue un descubrimiento porque yo no lo recordaba. Pregunté a mi madre y la conclusión es que no era una época muy buena para mis padres, como él tenía buen aspecto pues le alquilaban una casa y después de varios meses sin pagar nos íbamos.

Habrá pensado que ahí está el germen de su nomadismo.

Es demasiado fácil. Mis padres se divorciaron, viví unos años con mi madre, luego ella se casó con un señor muy católico y había un problema: yo era un chico muy difícil. Así es que fui a un internado con monjes agustinos y luego franciscanos, pero todos me tiraron porque no me soportaban. Aunque no terminé el colegio, aprendí griego y latín y tres idiomas. Por eso cuando hace unos diez años la Universidad Católica de Bruselas me dio el honoris causa dije que esperaba que éste fuera mi graduación y que confiaba en que dejaría de tener pesadillas con el examen de matemáticas. ¡Y así ha sido!

Ja ja ja ja... y la risa juvenil y discreta de Nooteboom altera su monacal estudio. Se queda pensando un segundo, dos segundos, y entonces llega Isabel, su mujer y fotógrafa cómplice de sus viajes, con un plato de pastisset, unas pastas típicas de Menorca con forma de flor, nevadas de polvo azucarado, que al primer bocado se desmoronan por dentro mientras por fuera espolvorea de blanco los labios. Y él se reacomoda en el asiento de lona para compartir las vistas que le regala el viaje a través de la literatura como lector, escritor y traductor de poetas españoles, catalanes, alemanes y franceses, y de teatro norteamericano.

¿A qué se refiere cuando dice que «escribir una novela exige olvidar muchas cosas para dar espacio a la imaginación»?

Recuerdo pocas cosas de mi infancia y me he quejado de que mi memoria es pequeña, casi inexistente. Aunque una lectora me dijo que eso estaba bien porque hay que vaciar la cabeza para poder poner cosas nuevas; y es verdad, pero es extraño porque también me ha robado mucho. Cuando leo a Proust en En busca del tiempo perdido, veo que su juventud era un tesoro, pero esta gracia no me ha sido dada.

Tener o no memoria es un amigo y un enemigo a la vez.

Es tener un tesoro con el que trabajar. Hay autores como Nabokov o Borges, dos de mis escritores favoritos, cuyos padres tenían grandes bibliotecas. La primera vez que realmente leí a los clásicos fue con los sacerdotes en los internados. Siempre lo he reconocido. Pero ellos me sacaron de sus colegios por mi supuesta mala influencia sobre los otros.

Ha vuelto a leer la Iliada en griego, pero se ha dado cuenta de que necesitaba del diccionario. ¿Por qué lo ha hecho, acaso para recuperar la alegría o el deslumbramiento de aquel primer momento?

A mí me gustan las letras griegas y este despacho es como una celda. Pero este año tengo otra preocupación: la Divina Comedia, de Dante.

Isabel-Clara Lorda, su traductora al español, le pregunta: «En Lluvia roja parece alejarse de los temas grandes, como viajes por el mundo, reflexiones sobre artes o filosofía, para acercarse a lo pequeño, lo cotidiano: la propia casa. ¿Acaso lo trascendente está en lo más minimio y sencillo?»

Debo decir primero que antes que ella, su padre, exiliado del franquismo en Holanda, era mi traductor al español. A su pregunta le diría que sí. A lo mejor hay que envejecer un poco para reconocer esto y escribirlo. En Holanda la crítica ha dicho que nunca he estado tan cercano.

Otra pregunta de la traductora tiene que ver con el hecho de si hay algún rasgo específicamente holandés en su forma de contemplar el mundo. ¿Su ironía o cierto distanciamiento respecto a la realidad?

No creo que uno pueda escapar a su origen. Aunque la literatura holandesa normalmente es más realista que la mía. Pero viviendo mi vida entre dos países creo que me ha influido la vida del Sur.

¿Y cuál sería ese rasgo más holandés?

Ummm... Describir cosas con un ojo como el de los maestros holandeses que pintaban naturalezas muertas.

¿Y la influencia del Sur?

Un poco más de libertad y de fantasía. Hay la combinación de las dos culturas. Había algo que no era tan holandés y de repente he encontrado un cierto absurdismo en el Sur, más juego, libertad y alegría para ver todo. Al final son vasos comunicantes.

Afuera, por momentos, el cielo nublado de Menorca recobra retazos de azul que cambian la luz del estudio de Nooteboom. Su voz y sus palabras en holandés o inglés buscando a veces la palabra precisa en español suenan con el trasfondo del viento entre los árboles del jardín. Recuerda sus años de periodista y de cronista de viajes antes de reflexionar sobre el tiempo a sus 76 años.

Este libro es un mosaico de recuerdos con cierto toque

Para mí es inevitable, no puedo escapar de ellas. Es normal. Ahora escribo sobre gente que ha desaparecido.

¿Y qué mira más: su pasado con esas personas o lo que hará su ausencia?

Ummm... El presente en el cual uno está escribiendo. Es normal que a esta edad uno piense en los desaparecidos, además ya no se hacen muchos nuevos amigos. Este año han muerto tres, uno de ellos ha sido el escritor Hugo Claus, que tenía Alzheimer. Con él hemos tenido una ceremonia de adiós. Quería ir al hospital para morir, pero en Holanda el Alzheimer no es considerado un sufrimiento imposible. Así es que fue a Bélgica. El asunto con esta enfermedad es que uno puede decidir cuándo ha llegado el momento, pero si esperas mucho no puedes decirlo y la ley interviene porque hay que estar consciente. Para todos es una enfermedad imparable y dolorosa, pero para los escritores sin duda más porque la memoria y la imaginación son nuestras herramientas.

En Lluvia roja reflexiona sobre lectores de un único libro sagrado y cómo su lectura equivocada puede desatar intolerancia y fundamentalismos.

Nosotros hemos tenido otro tiempo y hemos hecho la guerra a los otros, a los protestantes, a los musulmanes, a los judíos, pero ahora son ellos. Hemos pasado ese periodo de creer en la verdad de un único libro y condenar a los otros. El problema de este mundo es que no es sincronizado y ahora la gente de un libro tiene armas. Esto los budistas no lo hacen.

¿Qué hacer entonces?

Esperar. Esperar mucho tiempo a que ellos se liberen como lo hicimos nosotros. Es como la quinta corona: pensar que el enemigo está dentro de nuestra sociedad. Nosotros ahora somos esa quinta corona, porque nuestra sociedad tiene mucho atractivo y es posible que otra generación de musulmanes reconozca eso, en este sentido somos un peligro para los fundamentalistas. Hay muchos europeos que piensan lo mismo respecto a los musulmanes, que ellos son la quinta corona para nosotros. El cambio tardará pero llegará. Es como el Siglo de las Luces. Como decía Spinoza, hay que mirar un poco las cosas con la vista larga, con perspectiva.

«El deseo del viajero es volver a ver el mundo que conoció, pero es imposible», escribe. ¿Qué lugares le gustaría volver a ver como los conoció?

Soy un holandés realista y sé que esa posibilidad no existe. Pero hay una cosa que tengo clara que no querría volver a ver: y ésa es la Holanda de los años cincuenta, provinciana y aburrida. Cuando los obispos tenían mucho más poder que ahora.

Cees Nooteboom también querría volver a ver la Menorca de su primera vez. Se levanta del asiento y sale al sol y a la brisa de su isla, para entregarse amable a las indicaciones del fotógrafo en aquel jardín donde aún están las dos palmeras que plantó hace más de treinta años. Un rincón, escribe, que está en el camino de la Luna, a la que hay que ver en mitad del silencio y cuando esté en lo más alto porque es ahí cuando baña todo el jardín en plata. «Y entonces, por un instante, uno se siente capaz de beber esa luz». Ocurre allí, en la casa del gran nómada de entre siglos marcada con el número 8 donde surgen, acaban y vuelven a nacer todos los caminos del mundo.

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