viernes, octubre 09, 2009

Libros / «El imaginario fotográfico» de Michel Frizot (fragmento)

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El historiador francés. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 9 de octubre 2009. (RanchoNEWS).- ¿Qué podría calificarse de «falso» en una fotografía?: un adelanto exclusivo del libro El imaginario fotográfico de Michel Frizot. Tomado de El Universal con autorización de Serie Ve, colección de ensayos sobre la imagen.

A lo largo de los últimos años, un coleccionista alemán compró a un empresario parisino (no a un galerista profesional) unas 70 pruebas positivas de Man Ray (1890-1976), firmadas y fechadas (durante los años 20 y 30), supuestamente impresiones de época (vintage) y acompañadas de unos cuantos certificados de peritos, por la cantidad de 10 millones de francos (aunque de acuerdo a las cotizaciones actuales su valor real sería 20 veces esto). Luego de solicitar que analizaran el papel de impresión de algunas fotografías, lo cual demostró que este material no había sido comercializado por Agfa sino hasta el periodo que va de 1992 a 1994 –lo cual, ciertamente, levantó sospechas en cuanto a la antigüedad de las impresiones–, el comprador timado recuperó en una transacción la mitad de su inversión inicial y después levantó una demanda contra el vendedor.

Sin aventurar un juicio sobre el tema de fondo, podríamos empezar por analizar el concepto de «falsedad», examinando los diferentes elementos que son susceptibles de serlo: ¿qué podría calificarse de «falso» en una fotografía (y en especial en cada una de las fotografías incriminadas)? ¿Acaso la imagen? No, la imagen es «de Man Ray» efectivamente, y todos los protagonistas están convencidos de ello . ¿Entonces el negativo que se usó para realizar la impresión? Aunque no cabe duda de que la toma fotográfica (y el negativo original) son de Man Ray, es posible, en cambio, que la impresión incriminada haya sido impresa a partir de un internegativo (es decir, un duplicado de un negativo original) o de un contratipo (una fotografía de una impresión original).

¿Es falso el encuadre? Hay que recordar que la inquietud del comprador se despertó al advertir que los encuadres de las fotos que adquirió eran ligeramente más amplios que aquellos que se difundieron en diversos libros; sin embargo, nada nos autoriza a rechazar un encuadre por ser inhabitual o inédito.

Para algunos fotógrafos el reencuadre del negativo se realiza de manera sistemática; Man Ray en particular recortaba buena parte de sus negativos y enmarcaba en rojo la parte que quería conservar de cada una de sus «pruebas de contacto» (para acordarse de su decisión, pero también para indicarle al impresor cómo debería trabajar). ¿Se puede tildar de falsa la impresión de estas fotos?

Dado que por lo general Man Ray no imprimía sus propias pruebas, esto no puede tomarse como un criterio de autenticidad: muchos fotógrafos no realizaban ellos mismos sus propias impresiones, o sólo lo hacían muy de vez en cuando. ¿Será el soporte? En este caso se trata de un papel argéntico Agfa, que proviene de los años 30, de los 70 o bien de 1992 (en cuyo caso fue fabricado «a la antigua», siguiendo la fórmula de los años 30). Estos papeles no pueden considerarse ni «falsos» ni «originales», si acaso pueden considerarse engañosos, según el uso que se haga de ellos (pues de lo contrario, ¿qué debe opinarse de un fabricante que comercializara un papel «hecho a la antigua»? ¿Debemos considerar que se trata de un falsificador?). El mismo Man Ray mandó a imprimir de nuevo sus primeras piezas al ser revalorado durante los años 60 y 70 y no es ilícito hacer tirajes en papeles con un acabado «antiguo», si esto no implica un acto fraudulento.

¿Será el certificado del perito? Al parecer éste se conformó con calificar una prueba de «antigua y auténtica», sin más, lo cual lo compromete poco a ojos de la ley, si bien delata cierto laxismo en el peritaje o, peor aún, una prudencia dudosa. ¿Serán la firma o la fecha indicadas en la prueba? Se sabe que Man Ray fechaba sistemáticamente sus tirajes, sobre la prueba, al lado de su firma, poniendo la fecha de la toma y no la del tiraje o de la firma, lo cual no es reprensible aunque sí perjudicial a nivel histórico; en cuanto a la firma (que logró superar todos los peritajes), al no ser inimitable, cabe la posibilidad, en efecto, de que no sea de su mano. Y además, para juzgar una obra un experto en fotografía debería fiarse de la calidad del tiraje y de su «ojo», antes que de una linda firma.

Espléndidas, de tonalidades bellas

De hecho, según los comentarios publicados en la prensa acerca de estas impresiones, en ciertos aspectos éstas serían más que auténticas: espléndidas, de tonalidades bellísimas, «estilo Man Ray años 30» (tan hermosos que hasta se pensó que habían sido retocados digitalmente) y encuadres inusitados, que permiten creer que se trata de unos experimentos privados (un poco como las pruebas de artistas, en cuanto al grabado se refiere). Estas pruebas parecen, pues, reunir todos los atractivos de lo auténtico, más unas cuantas ventajas inéditas. Siendo así, quizá haya sido la cantidad abonada lo único «falseado» en este asunto, en el sentido de que el pago está lejos de representar el «valor real» de la mercancía esperada. Y por cierto: ¿cómo se define este valor? La belleza de los tirajes, su carácter inédito y excepcional, y la satisfacción del coleccionista ¿acaso no justifican usualmente una plusvalía?

Ahora bien, en las recriminaciones del comprador perjudicado aparece constantemente el mismo término, el de vintage, un vocablo anglosajón tomado del vocabulario vinícola francés para referirse (en principio) a una impresión «de época», realizada a partir del negativo original, por el mismo fotógrafo o bajo su «control» (lo cual da, a pesar de todo, un gran margen de incertidumbre). Pero este concepto de vintage (y el término mismo), que no pertenece en absoluto al vocabulario histórico de la fotografía, se inventó en los años ‘70, mientras este mercado se organizaba, para ordenar las jerarquías comerciales de la fotografía (que hicieron de una foto vintage un factor de gran plusvalía). Entonces se buscaba «enrarecer» la foto (como afirmaron ciertos vendedores), pues mientras la foto fuera un producto fácil de multiplicar su valor sería inferior al de las piezas únicas; y con más razón por la abundancia de nuevas impresiones «hechas en cualquier época» que había en el mercado y también «por ahí» (la mayoría de las fotos publicadas en la prensa se quedaron en los cajones de los editores).

Hablemos claro: en el periodo de entreguerras la fotografía no gozaba de ningún aprecio. Un Man Ray, un Kertész o un Cartier-Bresson producían pocas impresiones, pues no había coleccionistas (las impresiones eran para los amigos y para las publicaciones).

Será hasta las descubrimientos de ciertos artistas en los años 60 y el desarrollo del mercado en los 70 cuando a estos fotógrafos les interesará hacer nuevas impresiones, en papeles y formatos diferentes (las diferencias resultan entonces muy claras a simple vista). El concepto de vintage es una especie de garantía de antigüedad, un tanto artificial, que no toma en cuenta la calidad de los tirajes «de época» (que a veces son de menor calidad que la de tirajes más recientes) y no buscan más que dar una jerarquía a los precios de venta en función de su rareza y antigüedad.

Multiplicación y calidades

Cabe preguntarse, pues, si el enrarecimiento voluntario de un mercado de objetos de arte muy específicos es compatible con la realidad y la práctica histórica de la fotografía. Después de todo, las imitaciones tan vehementemente estigmatizadas en el caso Man Ray se inscriben en la lógica de esta práctica fotográfica constante: la impresión rara vez es hecha por el mismo fotógrafo; la fotografía se presta a ser multiplicada en toda clase de formatos y calidades, para todo tipo de usos (fue así como se multiplicaron, aún en el pasado, las pruebas de exposición, de prensa, de edición o de homenaje gratuito); y en medio de esta variedad cada imagen conserva su autenticidad, todos reconocen su validez, pues siempre se trata de la misma «imagen» en un soporte variable. El internegativo representa una práctica de respaldo en todos los laboratorios y es casi tan antigua como la foto (¿o acaso se cree que en cada nueva impresión se manipula el negativo archivalioso de una imagen famosa de Kertész o de Lartigue?). El contratipo no goza de tan buena fama, pero resulta muy útil cuando se pierde un negativo… Por otro lado es sabido que los impresores siempre han tenido oportunidad de realizar tirajes adicionales y personales, que no son menos auténticos que los originales. Y no se debe olvidar tampoco a los herederos poco versados en cuestiones técnicas (en el caso de una herencia como la de Man Ray, por ejemplo), que durante dos décadas han tenido que lidiar con unas jerarquías cualitativas poco explícitas (basadas en un hipotético poder de valoración del ojo).

Dicho de otro modo, lo que distingue a la fotografía en relación con la pintura (pues en foto no existe la noción de obra única sino que la obra es valorada a través de la multiplicidad de formas y de estados que ha podido adoptar durante distintas épocas) también contradice la idea de falsedad en fotografía. En la pintura (donde se supone que la obra fue producida por la mano del artista), se define la falsificación como una copia realizada por un tercero, voluntariamente fraudulenta, o la imitación de un estilo; mientras que la fotografía es múltiple por naturaleza, no tiene valor de unicidad y no puede garantizarse que se debió a la destreza manual de un artista. En pintura, falsificar consiste en presentar como «hecho por X» (X fecit como atestigua la firma) algo que fue hecho por otra persona. Las fotografías que nos ocupan sí fueron «hechas por Man Ray» (es decir, Man Ray es el autor de la toma original), no así las impresiones, pero posiblemente tampoco lo fueron los vintages…

Además, casi nunca se había considerado a los fotógrafos como artistas (exceptuando quizá a Man Ray…), y mucho menos a los impresores. Cuando los «coleccionistas» constituyen fondos de imágenes especulativos con el único fin de alimentar unos cuantos grandes museos, la situación extremadamente artificial creada por ese mercado no puede más que engendrar apetitos fáciles de saciar gracias a las técnicas de multiplicación que forman parte de la naturaleza de la foto, y serán cada vez más sofisticadas con la digitalización.

La autenticidad de una fotografía (o de una impresión) se define por su relación con un conjunto de prácticas, con la circulación de ciertos objetos y ciertas funciones: se supone que una fotografía debe ser auténtica con respecto a las intenciones que la engendraron. Pero si se declara que es falsa, ¿respecto a qué verdad habría de serlo? Quizá no sea justa aplicarle a la fotografía una pseudoética copiada de la que utilizan las obras de arte. Cuando otro coleccionista timado declare: «Exijo la verdad; es una cuestión de principios», al menos habremos aprendido a acotar algunos principios del juicio estético.

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