martes, noviembre 10, 2009

Textos / Umberto Eco: «El vértigo de las listas» (fragmento)

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Portada del libro. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 10 de noviembre 2009. (RanchoNEWS).- ¿Por qué obsesionan tanto al ser humano las listas o enumeraciones? Ésta es la pregunta que trata de contestar Umberto Eco en El vértigo de las listas (Lumen). El intelectual y escritor italiano ha realizado una exhaustiva investigación sobre este tema a través de su registro en la literatura y el arte. Desde Homero hasta Thomas Pynchon pasando por James Joyce, y desde la reproducción del Escudo de Aquiles, de finales del siglo V antes de Cristo, hasta obras de Andy Warhol, pasando por Gustav Klimt y Paul Rubens. Un asunto, el de las listas, que suele gustar a casi todas las personas como se puede ver en el adelanto exclusivo que hace hoy Babelia en ELPAIS.com. El libro llegará a las librerías este miércoles. Una nota de Winston Manrique Sabogal para El País:

El secreto de esta obsesión de Umberto Eco lo desvela él mismo en la primera página del volumen, en el prólogo: «El que lea mis novelas verá que en ellas abundan las listas, y los orígenes de esta predilección son dos, ambos se remontan a mis estudios juveniles: algunos textos medievales y muchos textos de Joyce (no hay que olvidar la influencia de los ritos y textos medievales en la formación del joven Joyce). Ahora bien, entre las letanías y la lista de cosas que contiene el cajón de la cocina de Leopold Bloom en el penúltimo capítulo del Ulises transcurren muchos siglos, como transcurren también entre las listas medievales y el modelo de lista por excelencia, es decir, el catálogo de las naves de la Iliada de Homero, de la que parte este libro».

Después de esta revelación, el autor de libros como El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault despliega su sabiduría a través de 21 capítulos. Entre ellos La lista o el elenco (cuyo extracto es el que avanza hoy Babelia en la edición digital de este periódico), La lista visual, Listas de lugares, Colecciones y tesoros, La enumeración caótica o Intercambio entre lista práctica y lista poética.

Este libro reproduce el mismo esquema de otros dos suyos: Historia de la belleza e Historia de la fealdad (ambos en Lumen). Es decir, una reflexión de Eco sobre el tema abordado y abundantes ejemplos de textos literarios, todo ello acompañado de reproducciones de cuadros, fotografías o esculturas, lo cual permite una doble lectura sobre el asunto. Un capítulo inquietante es el titulado Lo indecible dedicado a creencias de dioses, ángeles y demonios y los mil nombres que reciben. Mientras el primer nombre de ángeles es Abdizuel y el último es Zymeloz; el de los demonios empieza con Aamon y termina con Zepar. Porque ni dioses ni demonios se han salvado de las enumeraciones y pronunciaciones en alto o en susurro.

Umberto Eco

EL VÉRTIGO DE LAS LISTAS

Prólogo

Cuando el Louvre me encargó que organizara, a lo largo del mes de noviembre de 2009, una serie de conferencias, exposiciones, lecturas públicas, conciertos, proyecciones, etcétera, sobre un tema de mi elección, no lo dudé ni un momento y propuse como tema la lista, o el elenco (y, como veremos, también se puede hablar de catálogo o de enumeración). ¿Por qué se me ocurrió esta idea?

El que lea mis novelas verá que en ellas abundan las listas, y los orígenes de esta predilección son dos, ambos se remontan a mis estudios juveniles: algunos textos medievales y muchos textos de Joyce (no hay que olvidar la influencia de los ritos y textos medievales en la formación del joven Joyce). Ahora bien, entre las letanías y la lista de cosas que contiene el cajón de la cocina de Leopold Bloom en el penúltimo capítulo del Ulises transcurren muchos siglos, como transcurren también entre las listas medievales y el modelo de lista por excelencia, es decir, el catálogo de las naves de la Ilíada de Homero, de la que parte este libro.

No obstante, precisamente en Homero encontramos también otro modelo descriptivo, el del escudo de Aquiles, que está ordenado e inspirado en criterios de obra armónicamente cerrada y acabada. En resumen, ya en Homero parece que se oscila entre una poética del «todo está aquí» y una poética del «etcétera».

Si bien era una idea que yo ya tenía clara, nunca me había puesto a confeccionar un registro detallado de los infinitos casos en que en la historia de la literatura (desde Homero pasando por Joyce hasta nuestros días) aparecen listas, aunque de inmediato acudían a mi mente los nombres de Perec o de Prévert, de Whitman o de Borges. El resultado de esta caza ha sido prodigioso, hasta el extremo de causar vértigo, y ya sé que muchísimas personas me escribirán preguntándome por qué en este libro no aparecen tal o cual autor. El motivo es que no sólo no soy omnisciente y desconozco una infinidad de textos que contienen listas, sino que si hubiese querido incluir en la antología todas las listas que iba encontrando en el curso de mi exploración, este libro debería haber tenido al menos mil páginas, y tal vez incluso más.

No hablemos de lo que supone decidir qué es una lista figurativa. Los pocos libros dedicados a la poética de la lista se limitan prudentemente a las listas verbales, porque es difícil decir de qué modo un cuadro puede presentar cosas o bien sugerir un «etcétera», como si admitiese que los límites del marco lo obligan a silenciar un resto inmenso. Mi investigación debía servir también para hacer ver cosas, tanto en el Louvre como en un volumen como éste, que se inserta en la onda de los dos anteriores Historia de la belleza e Historia de la fealdad. Esto ha dado lugar a una búsqueda menos obvia que las realizadas para la belleza o la fealdad, la búsqueda de los etcétera visuales, en la que han sido coprotagonistas Anna Maria Lorusso y Mario Andreose.

En conclusión, la búsqueda de las listas ha constituido una experiencia muy excitante, no tanto por lo que hemos conseguido incluir en este volumen como por todo aquello que hemos debido excluir. Es decir, se trata de un libro que forzosamente ha de terminar con un etcétera.


LA LISTA O EL ELENCO

Homero pudo construir (imaginar) una forma cerrada porque tenía una idea clara de cómo era una civilización agrícola y guerrera de su época. El mundo del que hablaba no le era extraño, conocía sus leyes, sus causas y efectos, y por esto supo representarlo. Existe, no obstante, otro modo de representación artística, esto es, cuando no se conocen los límites de lo que se quiere representar, cuando no se sabe cuántas son las cosas de las que se habla y se presupone un número, si no infinito, astronómicamente grande; o incluso cuando no se logra dar una definición de la esencia de una cosa y, por tanto, para hablar de ella, para hacerla comprensible, en cierto modo perceptible, se enumeran sus propiedades y, como veremos, desde los griegos hasta nuestros días, se considera que las propiedades accidentales de una cosa son infinitas.

No es que la forma no pueda sugerir el infinito –y toda la historia de la estética nos lo repite-, pero conviene no jugar con las palabras. El infinito de la estética es el sentimiento subjetivo de algo que nos supera, es un estado emocional; en cambio, el infinito del que estamos hablando es un infinito real, hecho de objetos tal vez numerables pero que nosotros no somos capaces de enumerar, y dudamos de que su numeración (y enumeración) pueda detenerse nunca. Cuando Kant percibe el sentido de lo sublime admirando el cielo estrellado experimenta la sensación (subjetiva) de que lo que se ve más allá de su sensibilidad y, por tanto, postula un infinito que no sólo nuestros sentidos no logran captar sino que tampoco nuestra imaginación consigue abarcar en una única intuición. De ahí un placer inquieto, que nos hace sentir la grandeza de nuestra subjetividad, capaz de desear algo que no podemos poseer. Ahora bien, la infinidad de la sensación que Kant experimenta es un movimiento pasional (y podría representarse estéticamente incluso pintando o nombrando poéticamente una sola estrella); en cambio, la innumerabilidad de las estrellas es un infinito que podríamos considerar objetivo (las estrellas seguirían siendo innumerables aunque nosotros no existiéramos). El artista que pretende enumerar, aunque sea parcialmente, todas las estrellas del universo, lo que quiere en cierto modo es que pensemos en este infinito objetivo.

El infinito de la estética es un sentimiento que se deduce de la finita y completa perfección de la cosa que se admira, mientras que la otra forma de representación de la que hablamos sugiere casi físicamente el infinito, porque de hecho éste no termina, no acaba en forma. A esta modalidad la llamaremos lista, elenco o catálogo.

Volvamos a la Ilíada. Hay un momento en que Homero desea dar una idea de la inmensidad del ejército griego (en el canto II del poema, para transmitir además la sensación que produce en los aterrorizados troyanos la visión de aquella masa de hombres dispuestos a la orilla del mar). En
primer lugar intenta una comparación: aquella masa de hombres cuyas armas reflejan la luz del sol, es como un fuego que se extiende por un bosque, es como una bandada de ocas o de grullas que parece atravesar con gran estruendo el cielo, pero no encuentra la metáfora precisa y recurre a las Musas: «Decidme ahora, Musas que habitáis las moradas del Olimpo […] pues vosotras todo lo sabéis […] quiénes los generales y los jefes de los danaos eran. La multitud contar yo no podría ni tampoco nombrarla aunque tuviera diez lenguas y diez bocas», y por tanto se dispone a nombrar tan sólo a los capitanes y las naves. Parece un recurso para abreviar, pero la enumeración le ocupa trescientos cincuenta versos del poema. Aparentemente, la lista es finita (no debería haber otros capitanes ni otras naves), pero como no puede decirse cuántos hombres tiene a su cargo cada caudillo, el número resulta ser indefinido.

A primera vista cabe pensar que la forma es característica de las culturas maduras, que conocen el mundo que las rodea, cuyo orden han reconocido y definido; la lista, por el contrario, sería típica de las culturas primitivas, que todavía tienen una imagen imprecisa del mundo y se limitan a enumerar sus muchas propiedades que saben nombrar sin intentar establecer entre ellas una relación jerárquica. En este sentido podremos leer por ejemplo la Teogonía de Hesíodo: se trata de una lista no exhaustiva de criaturas divinas que remite ciertamente a un árbol genealógico que una lectura filológicamente paciente podría reconstruir, pero sin duda no es este el modo como el lector (incluso el de los orígenes) lee o escucha el texto, que más bien se presenta como un insostenible pulular de seres monstruosos y prodigiosos, un mundo superpoblado de seres invisibles que transcurre paralelamente al de nuestra experiencia, y que tuvo sus inicios en la noche de los tiempos. No obstante, la enumeración vuelve a aparecer en el mundo medieval (cuando las grandes Summae teológicas y las enciclopedias pretendieron proporcionar una forma definitiva del mundo material y espiritual), en el Renacimiento y en el barroco, cuando la forma del mundo es la de una nueva astronomía, y especialmente en el mundo moderno y posmoderno. Señal que se subordina al vértigo de las listas por muchas y variadas razones.

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