miércoles, diciembre 09, 2009

Textos / Marcelo Piñeyro: «Las huellas de la ficción»

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El cineasta argentino. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de noviembre 2009. (RanchoNEWS).- Para desentrañar las claves de una época, es usual recurrir a documentos –cifras, discursos, actas– que testimonien lo sucedido. Pocas veces se recuerda que la ficción también brinda huellas para entender una sociedad: los miedos, el hastío y los sueños aparecen reflejados en las obras de los artistas. Un texto de Marcelo Piñeyro para El País:

Si entendemos el cine como una representación de la realidad, es indudable que el cine argentino, a lo largo de su historia, ha logrado algunas fuertes improntas, todas ellas estrechamente relacionadas con las circunstancias que su sociedad atravesaba. El melodrama de los cuarenta y cincuenta, al igual que las comedias populares de esa época, le hablaban a una sociedad con un fuerte componente inmigratorio y reflejaban la ilusión de llegar a pertenecer a los sectores medios, la posibilidad de progreso, la fe en la movilidad social. El cine social de esta época presenta otra cara de esta misma mirada y, si bien a diferencia de aquél no se refugia en universos artificiales o sublimados, sino que refleja fuertes situaciones de injusticia, al igual que aquél tiene fe en el futuro, en el cambio, en la concordancia de los diferentes actores sociales para construir sociedades más justas y felices.

A finales de los cincuenta surge un relato costumbrista, con eje en los sectores medios ya establecidos, los beneficiarios de la movilidad social y protagonistas de los proyectos de «progreso» en que el país se embarcó. Este protagonista, que hubiera significado el «final feliz» del ciclo anterior, estaba sin embargo sumido en el pesimismo. Su consolidación en un nuevo estrato social no era sinónimo de felicidad, a su edad media, el precio del «triunfo» había sido entregar sus sueños de juventud, la vida era un juego sin sentido, la única «tregua» posible era el amor, condenado a la fugacidad.

El cine «revolucionario» de los sesenta y setenta marca el fin de la ilusión de la movilidad social como objetivo y perfil del país, la imposibilidad de esperar de la concordancia social una solución a los problemas. El cine social de los cincuenta era tranquilizador, la fe en el futuro era axiomática. El cine revolucionario de los sesenta y setenta era intranquilizador: la imposibilidad de la concordancia social era el nuevo axioma. Bajo la admonición de Frantz Fanon «todo espectador es un cobarde o un traidor», el cine era militante o burgués, una herramienta de la revolución o de la dominación.

Los que hicieron estas películas encontraron en estos géneros el modo de contar su sociedad. Pero Argentina, al igual que Latinoamérica, ha cambiado. Ya no es la de los cincuenta ni la de los setenta, y aquellas formas de representación ya no la expresan, aunque sus establishments culturales sigan aferrados a ellas. Para bien o para mal, Argentina y Latinoamérica hoy forman parte de un mundo globalizado. El sincretismo cultural que se nutre de raíces tan heterogéneas que van desde la propia tradición cultural e histórica hasta el uso cotidiano y constante de los medios electrónicos de comunicación masiva es la característica más saliente de Latinoamérica hoy. Esto no sólo se refleja en las tendencias del consumo y la producción cultural. Hasta el lenguaje cotidiano, poblado de neologismos anglos, refleja esta nueva realidad.

Simultáneamente nuestras sociedades se hallan cada vez más empobrecidas como consecuencia del nuevo orden mundial. Este empobrecimiento no es sólo económico, también es cultural. Por ende, afecta al nivel de reflexión que pueden lograr sobre sí mismas y en su producción cultural. Si a este cuadro le sumamos la estandarización del relato cinematográfico que produce la invasión del mainstream americano ejerciendo casi una «dictadura» del modo de narrar, la posibilidad de una reflexión honda que cale en el público se siente cada vez más lejana.

Sin embargo, la generación de un público propio es el único modo de garantizar la supervivencia de los cines nacionales, más aún en el caso de una cinematografía periférica como la argentina.

A partir de la década de los noventa y de modo espontáneo, cineastas de Latinoamérica comenzaron a buscar cuál es la forma de representar a esta nueva realidad. Seguramente ninguno de ellos tenía conciencia de que estaba realizando esta búsqueda, pero es la impronta más tangible de sus películas. También tienen en común su orfandad de los establishments culturales, aunque a la vez generan nuevas y potentes relaciones con las jóvenes audiencias de sus países. Me siento parte de este grupo de cineastas. Embarcado en la misma búsqueda a ciegas, padeciendo similares dificultades para poder realizar nuestras películas, y con la misma pasión por la dimensión de la aventura.

Ya sea desde el cine, desde la literatura, desde el teatro, somos los continuadores de aquellos primeros hombres que al regresar de la cacería se reunían alrededor del fuego y se contaban historias para convocar el sueño, para expulsar temores, para buscar respuestas, para cristalizar interrogantes... Y seguramente igual que aquellos primeros contadores de historias, seguimos preguntándonos cuáles son las historias que debemos contar. Y a quién se las contamos.

Posiblemente sea la suma de las distintas historias la que nos ayude a entender lo que ocurre a nuestro alrededor, lo que nos pasa a nosotros mismos y al futuro que se avecina. Desde un sitio totalmente distinto del de los economistas, los historiadores y los sociólogos, esta suma de historias (reales o ficticias) construye un presente que tiene que ver con los temores, con las fantasías, y con los sueños de nuestro tiempo.

En su ensayo El escritor argentino y la tradición, Borges nos llama a «ensayar todos los temas», lo cual para nosotros supone practicar todos los géneros: del policial a la ciencia-ficción, de la comedia romántica a la épica. Pero al mismo tiempo dice algo más: «Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina». Ahí está la clave, creo yo: no vivir nuestra circunstancia como fatalidad –que ya lo es en medida tan grande– sino como posibilidad creativa.

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