miércoles, marzo 03, 2010

Libros/ España: Nueva edición de «La fe del grafiti» de Norman Mailer con fotografías de Jon Naar

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St Marker. (Foto: Jon Naar/451 Editores)

C iudad Juárez, Chihuahua. 26 de febrero 2010. (RanchoNEWS).- El gran cronista de la segunda mitad del siglo XX Norman Mailer, se apasionó en los años 70 por el nacimiento del grafiti y escribió el exitoso La fe del grafiti. La publicación, que salió a la luz en 1974, ha estado descatalogado durante 35 años. Ahora, de la mano de 451 editores, sale a calle en España un bello formato con 32 fotografías más que en su origen. Algunos consideran este libro «la biblia del grafiti» y para su editor, José Hamad, el libro legitima el arte del los grafiteros. Reproducimos un fragmento del libro publicado en El Cultural:

En un acto criminal siempre hay arte –jamás ningún crimen será tan automático como el proceso de producción–, pero los escritores de grafitis están en el extremo opuesto de los criminales porque viven todas las fases del crimen para cometer un acto artístico. Qué manera de intensificar la elección del artista cuando robas los botes y, además, antes de hacerlo, pruebas el color y pruebas también el ancho de la punta del rotulador o del difusor del bote y los robas de dos en dos para no quedarte sin material a mitad de una obra maestra. Qué más hace falta saber de los hábitos de la policía cuando cualquier chaval negro o puertorriqueño que entre en la estación equivocada con una bolsa de papel tiene todas las papeletas para que lo registren las autoridades de Tránsito. Una vez ha inventado la pintura, el artista tiene que decidir por qué boca de metro accederá para ser transportado, y cuando haya terminado su viaje deberá volver a la estación que es la capital de su territorio y aún deberá encontrar el rincón donde almacenar sus bienes durante unas horas. Intentar sacar la pintura de la estación es sinónimo de que te pillen. Intentar llevarla de nuevo a la estación es aún peor. Si seis o siete chicos entran en el metro en Harlem, Washington Heights o South Bronx, sin duda alguna la autoridad los registrará en busca de botes de spray. Por eso los esconden y pululan por la estación un buen rato sin pintar nada, y al final pasan tanto tiempo en el metro que ya ni los persiguen –para ellos es como un club, virtualmente un club de campo donde socializar–, y cuando los policías no están a la vista y se acerca un tren, sacan su alijo de pintura del escondite, lo ocultan en el cuerpo, bajo los uniformes raggamuffin de talla extra grande, suben a los vagones y no bajarán hasta que a medianoche lleguen a una cochera desértica al final de la línea, donde encontrarán su lienzo natural, que es, obviamente, la pared metálica del vagón del metro, listo para reverberar en los egos de los metales de Nueva York; qué eco producirá ese metal neoyorquino en los sentidos adormecidos de la psique de cada niño que ha crecido en Nueva York; sí, el metal como una superficie mucho mejor para pintar que la piedra.

Pero difícilmente resulta todo tan rápido o automático. Para salir de la última estación al final de la línea hay que atravesar un territorio ajeno sin garantías de seguridad, y con la dificultad añadida de encontrar la salida de las cocheras.

En la cochera del tren A de la calle 207 la entrada secundaria está a la vuelta de una valla proyectada sobre un precipicio que da a parar al río Harlem. Rodeas un tramo de esa valla por un saliente muy estrecho sobre el agua y saltas al otro lado de la verja, donde «los vagones reposan como ballenas durmientes», anota Richard Goldstein.

Podemos escoger a nuestro monstruo: ballenas y dinosaurios, elefantes en posición de dormir. Por la noche, las paredes de los vagones están ahí como monstruos mecánicos antológicos con el alma poseída, no solamente estás escribiendo tu nombre, sino también traficando con el espíritu metálico del vehículo que ahora descansa. Qué presencia. Qué conjunto de bestias metálicas durmientes en todos los corrales de la cochera, y los escritores de grafitis, con movimientos sigilosos, casi sin hacer ruido, trabajándose de arriba abajo las líneas de los vagones, alguno marca veinte vagones con pequeños garabatos en forma de nombre –los nervios no le dan para más–, otros se embarcan en su primera obra maestra o en su obra número 101, y se adentran en una hora de tensión después de tantas horas de espera ya dentro de la cochera hasta que la turbulencia telepática que ha generado su entrada se calme, hasta que los guardias que vigilan las vías del metro se adormezcan y desciendan al sueño matutino del vigilante. A veces, los escritores salen de sus territorios al anochecer pero no empiezan a pintar hasta las dos de la madrugada, tras permanecer escondidos durante horas en las esquinas más seguras de la cochera, en los trenes o debajo de ellos. Qué matrimonio más antonomástico, lo cool y el estilo, el hecho de escribir tu nombre en letras gigantes e independientes, tan grandes como animales, ágiles como serpientes, misteriosas como los rizos del alfabeto árabe y chino y, además, hacerlo en una noche de invierno, con las manos congeladas y el corazón caliente por el miedo.

Fotos de Jon Naar


Kip Jump.


White Van.

Yellow Bathouse Peope.

Redbird in Bronx.

Transit Police.