lunes, agosto 02, 2010

Literatura / Entrevista a Luisa Valenzuela por Silvina Friera

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La escritora argentina. (Foto: Pablo Piovano)

Ciudad Juárez, Chihuahua. 2 de agosto 2010. (RanchoNEWS).- La pesadilla duró un mes y medio. La protagonista de esta historia ahora luce espléndida y radiante. Los ojos chispeantes –tan acostumbrados a mirar el lenguaje a trasluz–, el cuerpo más ágil, como acostumbrándose –y disfrutando– de unos cuantos kilos menos. Aunque las preguntas siempre fueron –son y serán– su acicate, cuando empezaron los rabiosos dolores de cabeza y una fiebre voraz que carcome el entendimiento, hubo apenas un conato de rebeldía para una mujer que no puede estar un segundo quieta. Le advirtieron que tenían que internarla. «Les voy a hacer un juicio», amenazó con las pocas fuerzas que almacenaba, aún sin saber el diagnóstico: meningoencefalitis. Apenas pronuncia, bajando el tono, esa palabra de dicción imposible en el living de su casa. Hasta Lola, esa lora parlanchina que toma sol en su jaulita, revolea sus plumas ahuyentando el sonido de ese pasado cercano. El silencio rebota como una pelota sin rumbo. «¿A quién pensaba enjuiciar», se pregunta reponiendo imágenes, escenas y pequeños diálogos de esa travesía que enfrentó contra una enfermedad que, últimamente, se ha ensañado con los escritores. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:

El disco rígido de su memoria borró de un plumazo los detalles principales. «No se admiten visitas», dice que les dijo a unas amigas que la fueron a visitar. «¡Qué cosa ridícula, ¿no?!», plantea Luisa Valenzuela, antes de zambullirse de cabeza en su nueva novela, El mañana (Seix Barral), que presenta mañana a las 19.30 en Libros del Pasaje (Thames 1762). Y suelta la risa, una cascada de carcajadas contagiosas. Disfruta de los disparates de la mente en situaciones extremas, de esa ironía a flor de piel que no la abandona ni siquiera en los momentos más peliagudos.

Una verdadera mierda. Eso dice la escritora Elisa Algañaraz en el preludio de la novela en la que se pregunta por qué las metieron presas, qué hicieron, qué pensaron, qué dijeron de más. El mañana es un barco que llevaba a dieciocho escritoras. Durante cinco días esas mujeres participaron de una suerte de seminario flotante en el que se pelearon con el lenguaje, jugaron con él, se revolcaron y hasta chapotearon en las palabras como en tiempos preverbales. Estaban bailando, meneando como locas la cintura, cuando la fiesta se acabó. Un comando militar interrumpió el festejo para escupir calificativos rastreros: «Lesbianas», «brujas», «subversivas», «terroristas». Se las llevaron a todas, las condenaron a padecer el arresto domiciliario, cada una en sus casas, aisladas, acusadas de terroristas. Sus bibliotecas fueron expoliadas. Los libros que publicaron desaparecieron de las librerías y bibliotecas. Sus nombres fueron eliminados de Internet, como si nunca hubieran existido. Están silenciadas. Tienen la palabra prohibida, la escritura prohibida.

Elisa Algañaraz recibe una visita inesperada en el piso 13 del departamento donde está confinada: el «hombre araña», Omer Katvani, un traductor israelí –que alguna vez trabajó para el Mossad–, a quien conoció en un congreso internacional de escritoras en Jerusalén once años atrás. Enviado por el hacker argentino Esteban Clementi, Omer quiere saber por qué arrestaron a las escritoras, aunque frente a su admirada Elisa no suelte prenda sobre los verdaderos motivos de su «misión». La visita será fugaz, apenas el atisbo de un paliativo amoroso a tanto sinsentido. Katvani deberá marcharse, pero promete regresar para rescatarla. Antes le sugiere –le pide– que escriba sobre Juana Azurduy, una novela que la escritora comenzó pero nunca terminó. A ella, que sólo le dejaron una obsoleta laptop, no le queda más remedio que escribir. A pesar de que el tiempo pierda consistencia, Elisa es consciente de que «lo indecible está custodiado por el lenguaje mucho más celosamente de lo que podría estarlo por el silencio», como propone Giorgio Agamben. La escritura será la primera llave hacia la huida. Elisa conseguirá burlar el encierro, abrirá una puerta como quien abre un libro prohibido, caminará –sonámbula y perdida– por las calles de una ciudad extraña y reconocible hasta que el Cholo, un joven que junta monedas, la rescata y se la lleva con él hasta la Villa Indemnización.

En la casa de Valenzuela se admiten visitas. La escritora es una anfitriona excepcionalmente afectuosa que ofrece canelones caseros, manzanas asadas con crema, café, masitas y cuanta delicia tenga para convidar. Esta novela surgió en un momento en el que había más sombras que luces para publicar La travesía (2001), su anterior libro. Cuesta creer que Valenzuela haya tenido problemas para publicar. Tenía bronca –con razón– y para liberar la furia –y la desazón– comenzó a escribir esta historia de las escritoras borradas de un plumazo por «terroristas».

La pregunta que atraviesa a El mañana es por qué las encerraron a esas escritoras. ¿Importa más la pregunta en sí misma que la respuesta?

Es toda una cuestión de filosofía del lenguaje. Me interesaba explorar qué es eso del lenguaje, esa cosa rarísima en la que uno está tan metida; cómo surge. La novela es un thriller del lenguaje femenino. ¿Hemos descubierto algo? ¿Tenemos posibilidades de decir desde otro lugar? Decimos desde otro lugar, no hay dudas. El lenguaje abre puertas, pero ¿somos lo suficientemente osadas para arriesgarnos a abrir las puertas del horror y verlo desde otro lugar? Todo eso fue surgiendo a medida que escribía la novela. En general mis novelas son novelas de búsqueda; además a mí la escritura me sorprende. No planeo las cosas, no entro en la novela teniendo todo armado; algo que es muy masculino, aunque muchas escritoras también lo hagan. Quizá por eso no pude seguir escribiendo sobre Juana Azurduy, porque ya conocía la historia, conocía el final, cuando nunca conozco el final de mis novelas. Lo que me costó más fue encontrar una resolución dentro de la trama misma. Siempre la indagación es más interesante que la respuesta. En esta novela no importan tanto las respuestas. No preguntes por qué se dice en un momento de la novela; pero al mismo tiempo es la gran pregunta filosófica.

¿Por qué cree que a las escritoras se las coloca en el ámbito de la «subversión»?

Por el temor a lo desconocido; siempre la escritura puede ser un poco subversiva y transgresora. La entrada de la otra mirada es un shock en este mundo que se supone estratificado, bien armado. Pero de repente surge una mirada distinta. Leí mucho a Lacan; en sus últimos años decía que la mujer no existe porque está fuera del lenguaje. Después te das cuenta de que es así, que la mujer está fuera del lenguaje porque los plurales son masculinos. Está bien, es cierto; pero inmediatamente agrega que la mujer está fuera del lenguaje porque no sabe decir su voz. Me parece que no hemos hecho más que decir con nuestras voces, como lo hicieron Virginia Woolf, Clarice Lispector, Silvina Ocampo. Las mujeres que están en este barco que se llama El mañana no toman la escritura como un hecho tan subversivo; creen que es algo natural. No entienden por qué las han puesto en arresto domiciliario. Es más el peligro que se inventa desde el afuera y la necesidad de demostrar autoridad, de armar ese poder imaginario para seguir dominando una situación de palabra que siempre les perteneció a los autoritarios.

¿Tal vez vincular la escritura con la subversión esté asociado con la impotencia que genera no poder domesticar el lenguaje?

Claro, pero además la palabra te traiciona. Lo maravilloso del lenguaje es que no podés controlarlo. Te controla. Está todo ese erotismo que viene detrás, sin querer muchas veces. En la época de la Triple A y después durante la dictadura me divertía –lo que uno se puede divertir frente a esas situaciones– leyendo a trasluz los discursos, porque decían todo lo contrario de lo que aparentemente decían. El lenguaje los traicionaba. Con esto jugué en Cola de lagartija y en otros textos. Pero en esta novela quería ver desde el adentro de aquello que no puede ser dicho: cuando llegás a un límite y tenés que romperlo. Y siempre es peligroso. Como dice George Steiner, si entrás en los mundos atroces, nadie sale ileso; pero si no entrás sos un cobarde.

Que el encierro le traiga en bandeja a una libertadora –a Juana Azurduy– le resulta patético a Elisa. No quiere caer en la banalidad del consuelo por escrito, algo que El mañana evita con mayúsculas con la aguda escritura de Valenzuela, siempre escarbando en la ciénaga del lenguaje. «Yo no escribo novela histórica, me tiene harta la novela histórica, así nos fue por meternos con el pasado nuestro», despotrica la protagonista de la novela. «Es muy extraño cómo se va estructurando una historia a medida que uno la va escribiendo», señala. «Uno escribe para ir descubriendo cosas internas propias en las que vas tratando de armar sentidos. Y es un descubrimiento muy divertido cuando van aflorando los personajes y van creando sus propias situaciones. En algún momento pensé que no iba a escribir más: ya publiqué muchos libros, ya basta para mí; pero después fui recuperando la emoción de la escritura como una aventura, como un camino de comprensión de algo que te excede».

Así como durante la dictadura no hubo una reacción de la sociedad ante las desapariciones, en esta novela nadie reacciona ante el arresto domiciliario de este grupo de escritoras, como si volviera, en ese futuro indefinido en el que transcurre la historia, el «algo habrán hecho».

Tenés razón, está latente el «algo habrán hecho» porque en la novela acusan a las escritoras de «terroristas», las borran de Internet, prohíben sus libros y los sacan de las librerías. Y la gente se queda callada. Tampoco hay reacción de la prensa. Sólo tenemos el punto de vista de una escritora, no sabemos qué pasa con las otras. No hay una respuesta unívoca; es una novela de suposiciones, de ideas lanzadas para ver quién las agarra y por dónde van. Pueden ir por todos lados porque así es la naturaleza del lenguaje, de la escritura y de la vida. Pero es cierto que en la novela está el mismo mecanismo de negación que hubo durante la dictadura: Qué le importa la literatura a la sociedad, si uno lo piensa profundamente... Son escritoras que no son las best-sellers; en un momento pensé que las iban a reeducar, que las iban a llevar a una isla para que escribieran artículos femeninos y cosas así. Pero después lo descarté. Lo importante es indagar. Cuando escribí el cuento «La llave», pensé en las Madres de Plaza de Mayo, que siempre indagaron qué ha pasado. Como ya dije en un ensayo, creo que debemos seguir escribiendo sobre los horrores para que no se pierda la memoria y vuelva a repetirse la historia.

La novela parece preguntarse qué lugar ocupa una escritora en la sociedad. ¿Cuál cree que es su lugar?

Hay una literatura de mujeres que sigue el canon, por más que parezcan feministas o que digan cosas subversivas. Son subversivas en apariencia... Siento una sensación exultante cuando pienso que genero cierta incomodidad. Me tranquiliza pensar que me estudian en muchas partes; lo que es muy conmovedor –y a veces sucede– es encontrarte con una persona que te dice «tu libro me cambió la vida». No por la historia que cuenta, sino por la manera de narrarla...

La llegada del café interrumpe los pensamientos de Valenzuela. Después de un golpe de cucharita, retoma el hilo. «Hay mucha literatura de reflexión y a mí me encanta. A veces se escucha la queja acerca de por qué hay tantas novelas sobre escritores. Yo no elegí la escritura; como estaba rodeada de escritores, lo último que quería ser era escritora –recuerda la hija de Luisa Mercedes Levinson, enorme autora que escribió un cuento con Borges–. Pero la escritura te sorprende, de dónde sale, qué es este fenómeno. En alguna parte del inconsciente, en algún rincón del cerebro, la historia ya está escrita. Entonces lo único que tenés que hacer, con mayor o menor precisión, o sabiduría, talento y demás, es transcribirla. Por eso aparecen tantos escritores en la literatura de los escritores, porque estamos hurgando todo el tiempo.»

El mundo de El mañana –un homenaje también a Haroldo Conti– es sin duda ficcional, «aunque haya retazos de la realidad», aclara Valenzuela. Omer es uno de los primeros personajes masculinos realmente queribles para la escritora. Otro que suma puntos es el loco Saldívar, uno de los personajes clave, que vive en la villa. «Me encanta; es un pícaro de siete suelas, mentiroso y seductor», lo define. Pero curiosamente subraya que «no le tiene particular simpatía» a Elisa, la protagonista.

¿Tal vez no la quiere mucho porque al principio se queda en el molde y le falta coraje para escapar?

La acción transcurre a pesar de ella; pero tiene su valentía al enfrentarse a lo desconocido. ¿Viste que a veces a uno le gusta su heroína y a veces no? No le tengo un afecto particular... ¿se parecerá mucho a mí? (risas).


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