viernes, enero 07, 2011

Artes Plásticas / Entrevista a Clorindo Testa y Jacques Bedel

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Testa y Bedel habían ganado la Bienal de San Pablo con el Grupo de los Trece antes de ser elegidos para imaginar el centro cultural. (Foto: Página/12)

C iudad Juárez, Chihuahua, 7 de enero 2010. (RanchoNEWS).- Clorindo Testa y Jacques Bedel conversan relajadamente a un costado de la sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. En la mesa hay una jarra y dos vasos vacíos. Ellos no están tomando nada. «También somos una instalación», bromean cuando alguien se acerca a ofrecerles un café. Luego aclaran que la jarra y los vasos son huella del paso del artista Enio Iommi. El comentario tiene su razón de ser: al tiempo que Bedel y Testa dialogan, el público se detiene a observar las grandes obras y los cuadros de la muestra que comparten con Luis Benedit, ausente con aviso al encuentro con Página/12. Detenerse: a eso obliga esta sala invadida, porque las de Testa, Bedel y Benedit no son obras para ver sin mirar. Seleccionadas por ellos mismos, están allí reunidas por un motivo: el trigésimo aniversario del Recoleta, espacio que ellos diseñaron en su carácter de arquitectos. La intención de esta exposición, en palabras de Claudio Massetti, director del CCR, es «descubrir los signos de ADN» de la institución. Desde Buenos Aires, una entrevista de María Daniela Yaccar para Página/12:

Podría decirse que el centro cultural de Junín 1930 lleva en sus «genes» un sello dual: justamente, el trío fue elegido para la tarea de diseño del espacio –que antes era un asilo de mendigos– por su doble dedicación a la arquitectura y las artes visuales. Al reunir a tres exponentes que se han destacado en los dos terrenos simultáneamente, la muestra 30 años del CCR –de lunes a viernes de 14 a 21 y sábados y domingos de 10 a 21– dispara al menos dos interrogantes: ¿Cómo es ser arquitecto y artista al mismo tiempo? ¿Hay un trabajo predominantemente racional en el primer caso y, en el segundo, uno más pasional? Testa destierra cualquier división de fuerzas apolíneas y dionisíacas con una comparación, a la que Bedel adhiere. «Con la medicina sucede algo parecido. El médico te mira y sabe cómo sos adentro. Bueno, se lo imagina. Si tiene que operarte, piensa: te voy a cortar las dos venas, te voy a poner un palito, lo voy a atar con un cosito. Lo imagina antes de hacerlo. En el arte y en la arquitectura la manera de pensar es igual. Pero tenemos una ventaja: a lo mejor, el enfermo se muere porque el médico pensó mal, a nosotros nos sale mal el cuadro».

Testa habla bajito y pausado. A los 87, sorprende con sus respuestas lúcidas y con giros inesperados. En contraste, su rostro permanece impávido, como si no hubiera dicho nada raro. Bedel se ríe. El siguiente es sólo un ejemplo: «¿Qué recuerdan de los tiempos de remodelación del centro cultural?», consulta esta cronista, esperando saber algo de planos, concursos, contexto o discusiones grupales.

Clorindo Testa: Siempre me acuerdo de un ataúd que estaba en uno de los cuartos.

Jacques Bedel: Yo no (risas).

C.T.: Estaba en uno de los cuartos de por allá.

Inmune a las risas de su colega, Testa expone el dato y señala para la izquierda.

De Testa, autor de la Biblioteca Nacional, suele decirse que es una de las figuras más importantes de la arquitectura argentina de la segunda mitad del siglo XX. También que es el más artista de los arquitectos. El hombre no se detiene: en la muestra pueden verse por primera vez algunos cuadros coloridos que datan de 2010. Pero lo que más llama la atención es una hilera diagonal de instalaciones de diversos tamaños, que Testa se dispone a recorrer y explicar. Todo está calculado. En la esquina hay una silla que permite ver todas las obras en perspectiva. «Se puede sacar una buena foto», recomienda. Las instalaciones que integran la hilera nacieron entre los ’80 y la última década, y en ellas se percibe la impronta narrativa que prima en las creaciones de Testa desde comienzos de los ’70. Subyace una combinación interesante y característica, que rescató Raúl Santana en el texto escrito para esta ocasión: la de una «distanciada ironía» y «un humor casi infantil». El aludido coincide, dice que le gusta divertirse con lo que hace.

La combinación se vuelve evidente si se observan los obispos, que formaron parte de una instalación que Testa realizó en 1989 en el ICI, denominada La línea. Arriba de una mesa de madera, envuelto en papel plateado, está recostado un inquietante Obispo muerto (1989). A su lado, hecho de los mismos materiales, está el Obispo vivo. «No sé por qué lo hice», sostiene Testa en un principio. Pero enseguida ofrece una mejor respuesta. «A finales del 1700, al mismo tiempo que Napoleón quiso hacer una especie de inventario de Egipto, el obispo de Trujillo quiso hacer uno de Perú. Le encargó a muchos dibujantes que reflejaran la fauna, la flora, el paisaje, los edificios antiguos, cómo se vestía la gente. Esta obra representa a un obispo que hizo mucho porque documentó el norte de ese país en unos libros. Me gustaron los dibujos porque son ingenuos: no están hechos por profesionales, era gente de ahí la que se encargaba».

El hombre y la sociedad, el pasado y el presente, lo particular y lo general aparecen en la obra de Testa, quien continúa recorriendo la hilera que él mismo ha diseñado. Al lado de los obispos hay otro par de obras que dialogan: son unos perros en jaulas. «Se miran y se ladran», describe. «En la casa de mi abuela, en Italia, había un perro. Era bueno, pero cuando llegaba el cartero lo echaba». Algunas de las instalaciones que completan la fila son El pájaro (1992), que recuerda trabajos de tribus indígenas hechos en cerámica, y La explosión (1994), que remite al atentado a la AMIA.

Como a Testa, a Bedel le gusta cambiar. Se confiesa «maniático con los títulos y las imágenes que están latentes y son recurrentes». Esa fue la directriz que determinó las obras de su autoría que quedaron incluidas en la muestra. «Cada tanto agarro la misma idea y la plasmo con distintos materiales, formatos y técnicas, para ponerla en contrapunto», explica. Y señala las cuatro versiones de El llano en llamas, surgidas en 1981, 1996 y 2007. Otro ejemplo es La mar océana. Hay un contraste entre un dibujo que realizó hace treinta años y una fotografía sobre PVC, de 2010. «La idea de la muestra es cómo el artista teóricamente desarrolla una idea y no se queda dando vueltas en el mismo lugar como un hamster, cosa que hacen muchos. Ése es el peor síndrome de todos. El espíritu del arte es estar proponiendo nuevas visiones».

Desde su primera exposición, en 1968, Bedel se ha destacado por el empleo de materiales no convencionales –«me gusta proponer alternativas, no el pincel y la tela», destaca– y por una ferviente indagación en las posibilidades de la técnica. «Pero es un medio. Lo que más me interesa es que no pases delante de la obra sin decir ‘acá vi algo que es distinto’, que te llegue. La función de la obra de arte es que tengas una visión distinta de aquello que representa», concluye. El movimiento, la luz y las sombras siempre estuvieron presentes en esa búsqueda. «En las fotos utilizo la transparencia y la proyección de su sombra, que hace que la obra se convierta en tridimensional. Si uno le saca la sombra a cualquiera de estas obras, queda plana. La sombra es una imagen que no existe, es la negación de la luz. Desde el punto de vista filosófico, es una antípoda de la imagen. Es una situación paradójica: esa falta de luz define a una imagen. Con la sombra uno consigue cosas asombrosas, como ésta, que es absolutamente estúpida», explica, y señala su fotografía del mar.

Hay toda una serie de imágenes que retratan el cielo. La naturaleza, así como también la urbanidad, es un tema recurrente en la obra de Bedel. «¡Esta nube es una nube!», exclama. Es que algunas de esas imágenes no son fotos, pero lo parecen. «Cuando te acercás ves que todo es muy etéreo, muy extraño», reflexiona. Y vuelve a lo anterior, a lo que el arte tiene de invención. En efecto, se considera eso, un inventor. «Esto no es un cuadro, tampoco una foto. Está pintado a manopla. Es de hace seis años, está hecho en un plástico especial que hace que la luz se diluya». Y se acerca y acaricia las nubes que él mismo creó.

Dibujar y dibujar

Finalizado el recorrido, Testa y Bedel se sientan a conversar de nuevo, ahora con café y Página/12 de por medio. Lo primero que surge es el todo coherente que es la exposición, más allá de la impronta de cada uno de ellos. «Nos une la inquietud creadora, que no estaría si fuéramos escribanos. El training mental del arquitecto te obliga a tener una posición de inquietud estética, por eso hay una cosa coherente en la muestra», analiza Bedel. Por su parte, Testa destaca el sentido del humor que tienen los tres. «Nos gustan las cosas divertidas. Dos tipos así y uno diferente no podrían hacer un trío». Él ganó su primer concurso para una obra arquitectónica a comienzos de los ’50, justo cuando inauguró su primera exposición (en 1952, en la galería Van Riel). Con Bedel también comparten eso: las dos pasiones crecieron simultáneamente. «La cuestión artística viene de muy chico. La arquitectura empezó con mi formación en la universidad», cuenta Bedel. «Por ahí no te das cuenta: dibujás y dibujás, y los que guardan las cosas son tus padres. Papá era médico. Cuando tenía 14 años me preguntó si ya había pensado qué iba a estudiar. Le dije: ‘A lo mejor medicina’. Y me contestó: ‘De ningunísima manera’. Se acabó la medicina. El viejo veía que yo dibujaba, quería que siguiera con cosas afines».

En 1980, la remodelación del CCR –que antes fue convento, cárcel y asilo– coronó a un trío que llevaba tiempo de unión en el Grupo de los Trece, integrado por artistas que habían respondido a una convocatoria de Jorge Glusberg, el creador del Centro de Estudios de Arte y Comunicación (CAYC). De hecho, Testa, Bedel y Benedit habían ganado la Bienal de San Pablo con este grupo cuando la Secretaría de Cultura los consideró idóneos para pensar las refacciones del espacio, que en principio iba a albergar a distintos museos de la ciudad. «Después, con mucho criterio, decidieron hacer un centro cultural. Es muy bueno porque permite la inclusión de gente joven, es mucho más dinámico y activo», opina Bedel.

¿Qué se proponía en sus comienzos el Grupo de los Trece?

J. B.: En realidad, nada. Cada cual hacía lo que se le daba la gana. Glusberg era muy respetuoso de nuestra autonomía. Éramos una excusa para exportar arte latinoamericano hacia afuera, cosa que Glusberg hizo magistralmente.

C. T.: Éramos un grupo de rejuntados. Venía mucha gente de afuera. En los años ’30, Amigos del Arte cumplía la función que luego cumplirían el Instituto Di Tella y Glusberg con el CAYC. Siempre se necesita a alguien.

J. B.: Hoy estamos en un cono de sombra. Falta un gestor del nivel de Glusberg. Grupos como ése obedecen siempre a la cabeza de alguien, a su tesón. Hay que tener muchas ganas y paciencia para conseguir una gestión que tenga trascendencia a lo largo del tiempo.

Si entonces se pensaba en el arte latinoamericano como un cierto tipo de arte, ¿qué piensan en la actualidad?

J. B.: –No creo que haya un arte argentino o indonesio.

C. T.: Es una cosa universal. Se puede reconocer el arte que se produce en Brasil o en Europa, pero los movimientos son universales.

J. B.: Se puede hablar de artesanía local o regional, pero el arte es absoluto. Desde el momento en que se puede catalogar la obra, en vez de sentir su impacto que es absolutamente abstracto, se convierte en un oficio. Menos mal que la mente del hombre evoluciona como para que no sigamos pintando anunciaciones, pesebres o naturalezas muertas. Ahora podés ver un tiburón en formol: es discutible o no, pero la propuesta es interesante. Podés ver un perro de peluche de 14 metros de altura. Lo bueno es que no hay un cardenal que dice «este cuadro está bien pintado y éste no» porque se le da la gana.

¿Cuál es la obra más impactante que hicieron?

C. T.: No podría elegir una.

J. B.: En mi caso, una obra que presenté a un premio y la rechazaron. Volví a presentarla con un jurado que era la antípoda del anterior y también la rechazaron. Entonces dije: «Es extraordinaria, por algo la rechazan». Saqué una foto y se la mandé a un psicoanalista amigo y le pregunté qué pasaba con esa obra, solamente para divertirme. Me olvidé del tema y seis meses después me dijo: «Lo que pasa con tu obra es que la gente la rechaza, no la quiere ver». Era un tajo en el aire, una especie de relieve en un cuadro que era un paisaje. Un corte en la nada, bastante desestabilizante. Al final, la tercera vez gané el premio.

¿El arte tiene que desestabilizar?

J. B.: Tiene que cambiarte el concepto. Después de ver esos perros enjaulados (señala la instalación de Testa), cada vez que veo un perro me acuerdo de los de Clorindo. Esa es la misión. Con esta obra, Clorindo ha conseguido lo que tiene que hacer una obra de arte.

C. T.: Que vos te acuerdes de ella, sí.

J. B.: Que el perro esté enjaulado significa que no es un perro cualquiera.

C. T.: Hay muchos perros enjaulados.

J. B.: Bueno, pero si fueran perros pelotudos de lana, pintaditos y perfectos, pueden hacer una buena obra pero de perros no tiene nada. Ésa no es la esencia del perro.


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