lunes, marzo 14, 2011

Literatura / Entrevista a Edgardo Cozarinsky

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El escritor argentino. (Foto: Rafael Yoha)

C iudad Juárez, Chihuahua, 14 de marzo 2011. (RanchoNEWS).- «Y un buen día, pasados los sesenta años, había ocurrido la calamidad: me enamoré de una muchacha de poco más de veinte». Lo dice Víctor, el narrador de La tercera mañana (Tusquets), la última maravilla de Edgardo Cozarinsky. La novela, una reconstrucción de la memoria personal labrada bajo los efectos de una melancolía inmune a la nostalgia, no comienza con esta frase tentadora para pescar a los lectores. Pero en la «confesión» del protagonista –que durante su juventud en París se sintió la encarnación tardía, acaso última, de una figura del pasado, el flâneur– podría encontrarse el estímulo que lo impulsa a escribir. La baraja mezclada de los recuerdos nunca admite el cultivo de la cronología. Menos el de la linealidad. Aunque algunos alimenten la convicción de que evocar es como lanzar semillas en suelo fértil. Los frutos de esa cosecha –los que sobrevivan– jamás crecerán en una hilera perfecta, de menor a mayor. Si la memoria funcionara de este modo tan «natural», no habría misterio ni aventura posible. Peor aún: no habría territorio por explorar. «Uno jamás recuerda fotográficamente; aunque haya un encuadre con imágenes, siempre queda algo fuera de esos márgenes. Recordar está relacionado con el montaje cinematográfico: si uno elige, significa que algo descarta», dice Cozarinsky en la entrevista de Silvina Friera para Página/12:

En La tercera mañana –«mezcla de verdades ficticias o de ficciones verdaderas», según la define Cozarinsky– se hilvanan tres instancias de la vida de Víctor. La primera arranca hace más de medio siglo, en Buenos Aires. En una familia de clase media de entonces, un adolescente de 13 años no gozaba de ninguna libertad de decisión con respecto a su ropa ni a su corte de pelo. Y sin embargo, Víctor tenía una certeza: no sería el que sus padres esperaban que fuera. Una mentira piadosa le sirvió en bandeja la ocasión para vagabundear por la prometedora noche porteña. La meta fijada era ver el amanecer. En un tugurio poblado de actores y marineros de miradas «hoscas y ausentes» se quedó absorto al contemplar, por primera vez, un muerto. Lejos de la epifanía de la luz del sol que no pudo ver, escuchó canturrear la letra de un tango –«qué cosas, hermano, que tiene la vida...»– sin sospechar que medio siglo más tarde él mismo la cantaría y se la dedicaría a una mujer muy joven. El segundo momento es en el otoño parisino de 1969. Durante los meses que Víctor trabajó de portero en el Hotel de Budapest eligió llamarse Pablo, como si interpretara un personaje. Y el tercero, finalmente, es en Buenos Aires, con Víctor devenido profesor y enamorado de Anjela, una joven de 23 años.

Como cuenta Víctor, narrador atípico en primera persona, esos episodios que irrumpen como si él mismo fuera un extraño. «Una de las cuestiones que más me obsesionó era deslizarme constantemente entre la primera y la tercera persona; invitar a que el lector siguiera esos deslizamientos. La primera persona puede ser el que escribe y recuerda hoy, en el presente, y la tercera puede ser esa primera persona pero en otra época; hay una continuidad con la persona presente, pero narrativamente es otra», subraya Cozarinsky.

En la novela aparecen dos poemas: uno de María Moreno; el otro, atribuido a Víctor, en una nota al pie, al final de la novela. ¿Por qué incorpora la poesía dentro de la novela?

Yo no soy poeta, no me considero poeta ni quiero serlo, pero me encanta versificar. Los versos que le adjudico a Víctor fue lo primero que escribí. Era el epígrafe y vino de una entrevista a (Andrés) Calamaro en la que decía que cada día trae su canción. Cada edad tiene lo suyo, en cada edad uno se ve, se siente y piensa diferente; y de pronto me puse a escribir esos versitos. Los dejé como epígrafe, en la primera página, pero después pensé que sería una invitación a leer lo que sigue como algo poético, y no quiero aparecer como poeta. Pero me encanta versificar y traducir poemas en otros idiomas.

La intuición lectora opina que fue una novela difícil de escribir. ¿Fue así?

Cuando me largué a escribir, la primera y la segunda parte salieron enseguida. La tercera, en cambio, fue un desastre; estuve meses porque era la más íntima y hay cosas que duelen. Pero intervino mi amigo Rafael Ferro, con quien salimos a emborracharnos de noche. Él me dijo que tenía que escribir esa parte, que nadie escribe sobre lo que duele y avergüenza: «Animate, vas a ver que le va a dar fuerza a todo lo que viene antes». El empuje de Ferro fue fundamental para que terminara la tercera parte, que es la más fragmentaria, porque la primera y la segunda están más bien narradas en una línea, aunque haya intervalos. En cambio, la tercera es como flashes. Ferro es un gran lector, muy inteligente, y no es intelectual; algo que me interesa mucho porque estoy rodeado de intelectuales que son unos imbéciles. Le dije que lo iba a intentar y le prometí: «Viejo, si me animo a escribirla y a publicarla, va dedicada a vos».

Una emoción huidiza se filtra en la voz de Cozarinsky cuando recupera los diálogos con Ferro, a quien le dedicó la novela. Desgarrada por los residuos de un dolor que persiste, la mirada se nubla lentamente. En el bar de la esquina de Azcuénaga y Peña, segundo hogar del escritor, donde los mozos integran la familia paralela del autor de La novia de Odessa, dos turistas franceses entran en escena como si fueran actores de reparto que cambian el curso de una historia. Lo saludan, le dan la mano. La distracción surte el efecto deseado. El mal trago, en la garganta y en los ojos, se disipa. «Hay una historia de amor tardío, no imposible pero difícil –plantea–. Y está toda la cuestión de la paternidad, cuando ya es apenas posible o tal vez no lo sea; surgida como deseo, no como idea abstracta. Una de las partes más importantes es en la que Víctor dice: ‘lo único que me importa es que algo mío pueda estar nueve meses dentro de ella’. Eso es importantísimo porque hay una cosa de deseo, que no es obsceno, de estar en alguien muy querido».

El lugar del padre aparece cuestionado cuando Víctor tiene que traducir una carta de Kleist. El traduce mein Vaterland como «mi país», pero la profesora lo desafió a no tenerle miedo a la palabra «patria», limpia de escorias bélicas y mandatos ajenos, como el lugar del padre. A Víctor ese argumento no le parece convincente, ¿y a usted?

Yo no sé... en la patria está el padre, pero el idioma es la lengua madre. En la patria hay algo de suelo, como si la tierra fuera el padre, a pesar de que generalmente la tierra sea femenina y se asocie con la fecundidad. Al principio intenté escribir en inglés, simplemente para poner distancia con el castellano; un capricho que tuve en una época, aunque enseguida me di cuenta de que no funcionaba. Siempre sentí que mi lengua madre está en el castellano, porque en mi casa no se hablaba más que en castellano; mis antepasados inmigrantes son muy lejanos. Para mi padre, que era entrerriano, su patria era Entre Ríos. Estuve una sola vez, cuando tenía 13 años; fuimos a visitar la chacra donde él había nacido. Viajamos los dos solos, mi padre y yo, en un auto que se empantanó porque llovía mucho... un horror.

¿Qué le pasó en ese viaje?

Nada, no me interesó nada. Tenía 13 años y quería ir al cine y vivir aventuras novelescas. Muchos años más tarde me hubiera interesado hacer ese viaje nuevamente para poder preguntarle cantidad de cosas que no le pregunté, porque él murió cuando yo tenía 20 años. Me quedé sin preguntarle tanto... A los 20 estaba todavía viviendo una especie de adolescencia tardía, por no decir retardada. En ese viaje no sentí ningún lazo; en cambio con la lengua sí. Mi madre vivió demasiado, hasta los 98, lo cual no fue muy bueno para ella porque a partir de los 95 estuvo ida. Pero de pronto aparecía algo en su memoria y algunas cosas anoté, y escribí un texto a partir de los recuerdos de mi madre, que tal vez se publique hacia fin de este año. La relación con mi padre es una deuda pendiente: no le presté toda la atención que ahora, de adulto, hubiera querido prestarle.

Cuando Víctor está trabajando en París menciona la palabra bohemia como «el vocabulario de una época difunta». ¿En qué momento cree que murió la bohemia?

Ningún joven habla de bohemia hoy; mis padres, cuando era adolescente, me decían: «fulano es tan bohemio, no trabaja, lleva una vida bohemia...». Históricamente, la bohème surgió en 1845 de una novela por entregas de Henry Murger, Escenas de la vida bohemia; después (Giacomo) Puccini hizo el libreto de la ópera. Acá quedó en el vocabulario de mucha gente que culturalmente estaba muy enraizada con la ópera y con el mundo de la cultura francesa, sin ser de clase alta. La ópera de los inmigrantes italianos acá era popularísima; existía el teatro Marconi, en la calle Rivadavia –que no era el Colón–, donde se presentaban cantantes en decadencia o aficionados. Mis padres en los años ’60 usaban la palabra bohemia para una persona sin medios de subsistencia definidos, que vivía en los márgenes de la sociedad, o que era artista. Para mí la bohemia es una palabra del pasado; mis amigos jóvenes no la usan. En la época de mis padres todavía significaba algo; les había quedado del siglo XIX. Es algo que, como tantas cosas, se ha borrado. Si alguien me dice la palabra bohemia, yo digo: este tipo es un literato (risas).

Las carcajadas de Cozarinsky se van apagando y quedan en un segundo plano. «¡Nena, yo estoy entre tantas generaciones y tantas cosas! –exclama–. Soy un tipo que se crió en los años ’50 y ’60, leyendo textos que ya no leía casi nadie. Después seguí leyendo y escribiendo al margen de la modernidad, posmodernidad, o mejor, actualidad. No soy actual, y no lo digo como coquetería ni para jactarme. Es así: mejor aceptarlo. No me voy a poner una peluca de punk ni voy a decir que hago literatura post autónoma, como la Ludmer –advierte el escritor–. Lo que hago tiene sus raíces, creo yo, en mis lecturas: Josep Roth, Danilo Kiš. Me interesa muchísimo leer lo que hoy escriben (César) Aira o (Mario) Bellatin, pero no es lo mío. Incluso diría que me interesa tanto porque no es lo mío, en el sentido en que uno no se enamora siempre de algo que no se nos parece».

¿Se podría decir que su formación fue más bien «anacrónica»?

Totalmente anacrónica; en los años ’50 y ’60 leía a (Robert Louis) Stevenson, (Joseph) Conrad, (Henry) James, mucha literatura inglesa, poca literatura francesa; más adelante llegaría un poco de Balzac, pero nada de existencialismo ni de lo que se leía en esa época. Tampoco la teoría posestructuralista; por ahí me asomo un poco ahora cuando leo una cita que me interesa y me leo un capítulo o una página de (Gilles) Deleuze, y digo: ¡qué bien qué está! Pero no es algo que me haya fecundado. A fines de los ’50 y principios de los ’60 se leía la revista Contorno; y a Sartre, a (Maurice) Merleau Ponty y a Oscar Masotta. Lo que yo leía ni siquiera era «borgesismo», aunque estaba más cerca de los gustos de Borges. Yo tenía amistades muy anglófilas y el inglés se convirtió para mí en el idioma de la imaginación. Es muy difícil mirar para atrás porque siento que uno monta y elige. Hay aspectos enteros de mi vida que he dejado de lado y no para esconderlos, sino porque no me aportan nada a lo que quiero escribir.

¿Se refiere a la identidad judía como tema?

Claro, sé que está en mí, que opera, pero no me preocupa como tema. Hace 25 años, en 1985, estuve en Israel una semana y nunca me sentí más extranjero en un lugar que ahí. Y no es solamente mi profundo antisionismo y el hecho de que fundamentalmente me siento argentino. Sé que está en mí, si no por qué me gusta Roth, por qué me gusta Kiš, por qué tengo esa cosa de vagabundeo sin raíces entre culturas y lugares. No podría negar jamás esa identidad judía. Pero si intentara estudiarla sería como el gran fenómeno de la confesión. La gran sabiduría de la Iglesia Católica es que una vez que vos confesás, sacaste de adentro algo y está purgado. Yo, en cambio, no quiero purgar nada. Prefiero seguir trabajando con ese barro interior.

Mayor información: Edgardo Cozarinsky


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