jueves, abril 07, 2011

Libros / «El médico detective» de Berton Roueché

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El escritor estadounidense. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua, 7 de abril 2011. (RanchoNEWS).- Ante el cúmulo de estupideces y bodrios que hoy se escriben por ahí, seamos serios. No es necesario caer en el tópico sabueso con sombrero y gabardina, o en la rubia neumática y oxigenada, para facturar una novela negra repleta de huellas del crimen en cada página. A veces, basta con echarle imaginación al asunto. Es algo tan sencillo como eso. Berton Roueché, redactor de plantilla de The New Yorker desde 1944 hasta poco antes de su muerte (a los 83 años, en 1994), lo hizo. En 1996 creó en la revista la sección «Annals of medicine», en la que escribió a lo largo y ancho de casi 50 años. Sus artículos han sido reconocidamente la fuente de inspiración de muchos episodios de la teleserie House. Y una buena selección de ellos acaba de ser publicada por la brillantísima colección «Freak» de la editorial Alba. Su título: El médico detective. Una nota de Marga Nelken para El Mundo:

¿Puede escribirse entonces novela negra sin salir de la abarrotada sala de espera de un hospital? La respuesta es sí. Y de la buena. En bata o sin ella. Con o sin copago. No en vano, ya desde sus primeros artículos, los lectores de Roueché señalaron la semejanza de los mismos con la novela detectivesca: «De hecho», respondía el autor, «este género tiene su origen en la medicina, pues Conan Doyle derivó el método de Sherlock Holmes de un médico de Edimburgo, el doctor Joseph Ball». ¡Elemental, amiguitos! ¡Bienvenidos sean entonces a nuestras historias los catarros, la sífilis, el lupus, la progeria, el síndrome del acento extranjero, la anencefalia, la maldición de Ondine, el gigantismo, el síndrome de Riley-Day, la negligencia hemisférica, el gigantismo, el mal de Sjögren o el síndrome de Münchausen! ¡Enfermemos todos hasta el tuétano y recetémonos esta original recopilación «medicocriminal», reconocida por David Shore, el creador de House, como su libro de cabecera. Antídoto contra el veneno de la pésima novela negra que nos rodea cual implacable virus.

«Once hombres azules», «Un chapuzón en el Nilo», «Los mosquitos muertos», «Los cerdos de Huckleby», «Tan vacía como Eva», «Sólo quería estar en el bosque», «Antipatías», «Vive y deja vivir», «Cocina magra», «El más asqueroso de los animales» y en este plan. Los títulos de los capítulos no dejan lugar a dudas sobre lo que vamos a encontrarnos dentro. Al leerlos siente el lector unas irreprimibles ganas de lanzarse vorazmente sobre ellos como si estuviese incubando una extraña enfermedad lectora. Y una vez acabado el primero, empezar con el resto como si le fuese la vida en ello. ¡Por la gloria bendida de Hugh Laurie y de la Fox en pleno!

Resulta esclarecedora, e irónicamente teñida de sentido del humor británico, la cita de Sidney Smith en una carta a una tal lady Grey con que abre El médico detective: «Espero que tanto usted como lord Grey se encuentren bien... algo nada fácil teniendo en cuenta que existen más de 1.500 enfermedades a las que se haya sujeto el ser humano».

Libro indispensable al que hay que enfrentarse como si fuera una recopilación de suculentos sudokus. House en estado puro, repito, aunque mejorado al tratarse del original. Por algo Lawrence K. Altman escribió en su día en The New York Times: «Muchos médicos han aprendido de epidemiología tanto de Berton Roueché como de sus maestros en la facultad de Medicina». Por algo Roueché fue galardonado por distintas facultades y también por la Academia de las Artes y Letras de Estados Unidos. Y por algo, o por lógica, el laureado autor de El médico detective escribió también novelas de suspense como Black weather, The last enemy, Feral y Fago que sería recomendable [¡aviso para editores espabilados!] poder leer traducidas, algún día, al español.

Ahí va el arranque de «Once hombres azules», uno de los relatos. No me digáis que, en cuanto a tono y estilo, no supera a muchos de los «egregios» novelistas que pululan por aquí. No es alta literatura, lo sé. Pero engancha. Y de eso se trata: «Hacia las ocho de la mañana del lunes 25 de septiembre de 1944, un anciano andrajoso de 82 años que andaba sin rumbo fijo se desplomó en la acera de Dey Street, cerca de la estación Hudson Terminal. Sin duda, mucha gente debió de verlo, pero estuvo tendido varios minutos, desorientado, doblado por el dolor de los calambres abdominales, víctima de unas terribles arcadas. Finalmente, se le acercó un policía; tal vez creyera que se trataba de un simple borracho, ya que en aquella zona de Nueva York a esas horas de las mañana abundan los vagabundos derribados por la bebida, pero no debió de creerlo mucho tiempo, ya que la nariz, los labios, las orejas y los dedos del viejo eran de color azul celeste. El policía se dirigió al teléfono y pidió una ambulancia al Beekman-Downton Hospital, situado a una docena de calles de distancia. A las ocho y media, el anciano entraba en urgencias».

Mayor información: Berton Roueché

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