miércoles, junio 01, 2011

Artes Plásticas / Entrevista a Tomás Maldonado

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Sin título, (1945). (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua, 31 de mayo 2011. (RanchoNEWS).- El célebre artista, diseñador industrial y teórico argentino, residente en Europa desde mediados de la década del ’50, aborda en esta entrevista realizada por María Amalia García para Página/12, el tema de las vanguardias históricas y la cuestión del mercado.

Me gustaría comenzar la entrevista recuperando su visión retrospectiva de la vanguardia, dado que usted ha reflexionado en torno del tema en varios de sus libros. ¿Qué perspectiva tiene hoy de la tradición vanguardista?

Para evitar equívocos, me parece oportuno ante todo profundizar la idea de «tradición vanguardista». Hay una versión amplia y una restringida de lo que se entiende por tradición vanguardista. Yo prefiero la segunda. Comparto la tendencia, muy generalizada entre los estudiosos de arte contemporáneo, a identificar esa tradición en particular con lo que se ha dado en llamar las «vanguardias» históricas. Es decir, con los movimientos artísticos que han tenido lugar en los primeros cuarenta años del siglo pasado.

¿Por qué no concuerda con una lectura más amplia del proceso? ¿Por qué precisamente cuarenta años?

Para mí, las vanguardias históricas se identifican, no exclusivamente pero sí principalmente, con aquellos movimientos que han cultivado un integrismo dogmático de clara impronta utópica. Me refiero al futurismo, constructivismo, neoplasticismo y al surrealismo. Mientras los dos primeros, como se sabe, nacen en los años precedentes a la Primera Guerra Mundial, los dos últimos, en cambio, prosperan en los años ’30 y se interrumpen (o casi) con el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de movimientos que, a pesar de sus bien conocidas diferencias, presentan un aspecto en común: ellos reivindican una absoluta hegemonía, exaltan la propia poética como la única deseable y posible. En resumen: un integrismo a ultranza de indubitable raigambre romántica. «Hay que romantizar el mundo», decía en el siglo XVIII el gran poeta romántico Novalis. Ideas de un tenor similar han sido sostenidas, por ejemplo, por Marinetti, Rodchenko, Van Doesburg y Breton en sus respectivas declaraciones programáticas.

¿No le parece que este aspecto visionario y amenazadoramente apocalíptico ha perdido credibilidad hoy?

Si bien este modo visionario de entender la dialéctica artística ha perdido, como usted dice, credibilidad, no se puede negar que, en algunos aspectos de nuestra cultura, los comportamientos y los valores propiciados por las vanguardias históricas ejercen, aún hoy, una persistente fascinación. Pero hay que convenir que las cosas no han ido en la dirección que sus portavoces habían conjeturado. Es evidente que la tentativa de estos movimientos de regimentar, cada uno desde sus respectivos puntos de vista, la totalidad de la producción cultural y de la vida cotidiana, ha naufragado notoriamente. Nuestro mundo, el mundo en el cual hoy vivimos, no ha pasado a ser ni futurista, ni surrealista, ni constructivista. A lo sumo se puede afirmar que nuestro mundo se ha hecho al mismo tiempo un poco futurista, un poco surrealista y un poco constructivista. Y yo agregaría, frente a la siempre mayor difusión del absurdo en los tiempos que corren, también un poco (y tal vez mucho más que un poco) dadaísta.

¿Cómo juzga usted este desarrollo?

En mi opinión, éste es un desarrollo positivo. Porque las utopías ciertamente merecen ser cultivadas, pero –la historia docet– es mejor que ellas no se realicen. Por fortuna, la producción cultural lejos de restringirse, de encauzarse en una vertiente y sólo en una, ha cedido paso a la idea de que, en el campo del arte, no exista algo parecido a un acceso privilegiado a la verdad sino, al contrario, a un número infinito de accesos. Estoy persuadido de que el pluralismo, vale decir la aceptación de la diversidad y la multiplicidad, debe ser considerado una de las contribuciones más significativas en la historia de los modos de entender (y practicar) el arte. Durante siglos, en cada época, se había privilegiado la homogeneidad de las opciones artísticas. Y el diseño subyacente era claro. Se trataba, entre otras cosas, de disciplinar la proliferación de imágenes. En este sentido, la reseña del proceso formativo de los estilos en arte y arquitectura es muy aleccionadora. Por lo general, el primer paso consistía en establecer un principio apto para regular los procesos. No es casual que el abate Batteux, en el 700, titulase su famoso tratado Les Beaux-Arts réduits à un même principe. Las vanguardias históricas, en su afanosa voluntad de primacía –cada una respecto de las otras– se sitúan todavía en esta óptica. Cabe observar, sin embargo, que el pluralismo artístico, como yo lo entiendo, no debe ser confundido con el tipo de pluralismo que en los últimos años reina en el mercado del arte.

A propósito del mercado del arte, en una entrevista que le ha hecho recientemente el crítico Hans Ulrich Obrist, usted ha tratado el tema de la relación arte-mercado. Allí analiza cómo la dinámica del mercado asume un rol ambiguo, ya que a menudo favorece y al mismo tiempo obstaculiza la pluralidad de las ofertas. Por favor, ¿podría aclarar más este punto?

No hay duda de que el reconocimiento de la coexistencia de diferentes modos de entender la producción (y la investigación) artística está hoy contrastado (o fuertemente condicionado) por la lógica del mercado. Me explico: el mercado del arte, por razones de naturaleza puramente especulativas, establece (cada año, cada mes y algunas veces hasta cada semana) cuál será la tendencia artística destinada a imponerse y cuál perderá vigencia. Un proceso que funciona, por así decir, como la calesita, que gira a una velocidad vertiginosa. Con lo cual, a los ojos de un observador externo, las mismas cosas aparecen y desaparecen continuamente. Las que, en un primer giro, eran celebradas por su absoluta originalidad, vienen en una segunda vuelta descartadas, puestas de lado. En resumen: se las juzga «consumadas», en cuanto, se dice, han dejado de ser trendy. Esto no excluye que, en el próximo giro, estas últimas sean exhumadas y de nuevo celebradas por su absoluta originalidad. Y así al infinito. Desde mi perspectiva, esto no es pluralismo sino deambulación consumista. Porque el pluralismo, sensu stricto, presupone la coexistencia estable, es decir, no sometida al fugaz dictado de las modas.

¿Cómo se explica esta versión espuria del pluralismo?

Para explicar este fenómeno es menester, ante todo, tener bien presente que, guste o no, las obras de arte son mercancías. En ninguna reflexión sobre la obra de arte, por sofisticada que sea, se puede omitir (o desconocer) que ella es, entre otras cosas, un objeto económico. Y el artista, en la misma óptica, es un sujeto económico. En el léxico impersonal del economista, una obra de arte es un bien suntuario. Pero no sólo eso: al mismo tiempo puede ser un «bien de inversión» y en algunas circunstancias, como en el actual momento de turbulencia, un «bien de refugio». Esta variedad de implicaciones deja entrever por qué, en una economía de mercado, las obras de arte han adquirido influencia.