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Aspecto del esspectáculo del grupo Km 29. (Foto: Gentileza Sebastián Arpesella)
C iudad Juárez, Chihuahua, 9 de mayo de 2011.- Km 29 es el nombre del grupo de danza creado por Juan Onofri Barbato y también un punto crucial de la Ruta 3, donde ésta se cruza con muchas otras. En ese carrefour de caminos, donde circula muchísima gente y se dan todo tipo de actividades, se encontraban el talentoso coreógrafo y cinco adolescentes de González Catán para tomar el colectivo hacia la ciudad de La Plata, donde durante meses ensayaron Los posibles, obra que estrenaron el jueves pasado en la sala experimental del Teatro Argentino de La Plata y que se podrá ver desde mañana hasta el viernes próximo. «El Km 29 es como Constitución, pero en el conurbano. Hay de todo: laburantes, dealers, travestis, colectivos, autos. Mucho caos, ruido, tránsito. No falta nada. Ahí me juntaba con los chicos antes de enfilar para La Plata», cuenta el creador que viene sacudiendo la escena local con espectáculos sugestivos y de gran despliegue físico como Tualet, Ocupaciones breves y Pack. Una nota de Carolina Prieto para Página/12:
El origen de este nuevo espectáculo se remonta a más de un año. Algo cansado de la endogamia de la danza porteña, Onofri quería incursionar en otros terrenos. Y entusiasmado con la experiencia de un amigo que daba un taller de carpintería en el Centro de Día Casa Joven La Salle, de González Catán, comenzó a ofrecer allí un entrenamiento físico para varones. «Quería salir de la movida que conozco, conectarme con otra realidad y acercarme a lo social desde el movimiento, algo que de alguna manera hacía en Neuquén, donde me crié. De chico me la pasaba en la calle, haciendo deportes extremos: acrobacia en bici, skate, free style. Mis amigos eran pibes de barrio, gente muy simple. Primero fue el deporte, la calle; después llegó la danza», cuenta a Página/12 el director, egresado del Taller de Danza Contemporánea del Teatro San Martín.
Así fue como empezó a entrenar a diez adolescentes sin experiencia en danza, pero con ganas de descubrir algo nuevo. De los diez quedaron cinco: Alejandro Alvarenga, Daniel Leguizamón, Jonathan Carrasco, Jonathan Da Rosa y Lucas Araujo. El grupo se consolidó y demostró condiciones al punto de que el año pasado participaron del Festival de Danza Contemporánea de Buenos Aires, donde mostraron el work in progress de la pieza que están a punto de estrenar. Fue un momento especial del festival: adolescentes guiados únicamente por el sonido de una batería en vivo, desplegando secuencias de movimiento hipnóticas y arriesgadas, matizadas con un poco de breakdance y hip-hop, algunas muy aceleradas y otras de una lentitud inquietante. Había algo de crudeza y fuerza que se imponía en el escenario de la mano de este elenco atípico y joven. En forma paralela, el director recibió una invitación para estrenar una producción en la sala Tacec (Teatro Argentino Centro de Experimentación y Creación) del principal coliseo platense, y decidió profundizar el trabajo junto a su incipiente compañía, a pesar de los inconvenientes.
«A veces, los chicos llegaban a los ensayos deprimidos o angustiados. Son pibes con carencias de todo tipo: económicas, educativas, afectivas, de reconocimiento. Tuve que hacerme cargo de una serie de cosas que no había previsto, pero que son parte del proyecto», asegura. El solo hecho de llegar a La Plata resultó muchas veces una odisea por las dificultades en el transporte, sumadas un par de detenciones policiales y la propia vida de los chicos. «La policía siempre les pedía documentos a ellos y no a mí. Y cuando les explicaba que íbamos a ensayar, no me creían», cuenta Onofri, quien asumió una suerte de paternidad. Estuvo a punto de ir a buscar a uno de los pibes a Misiones, que había viajado a ver a un pariente y no volvía para continuar con los ensayos; otro apareció un día a ensayar con un corte muy profundo en la cara por una golpiza. Pero prefiere hacer hincapié en las potencialidades con las que se topó, tantas que dieron nombre al espectáculo. «Trabajamos a partir de cosas muy simples de danza, con mucha improvisación. De entrada me interesó cruzar distintas cosas: la provincia y la Capital, chicos sin experiencia y dos intérpretes con mucha. Por eso sumé al elenco a Alfonso Barón, que además de bailarín fue rugbier durante años, y Pablo Kun Castro, experto en la técnica de parcour. O sea, mezclar danza y deporte. Fuimos avanzando y descubriendo las potencialidades que tenían, y el tipo de movimiento que podían generar. Es más: uno de los chicos tiene un retraso madurativo, pero no fue un impedimento. Lo que en un principio pareció una limitación, finalmente se tradujo en otra cosa. Me encontré con una plasticidad y una potencialidad increíble de parte de ellos, y con eso fui viendo qué podíamos construir», explica.
¿Hacia dónde fluyó el trabajo? ¿Qué tipo de movimiento encontraron?
Logramos un lenguaje particular que tiene un olorcito a danza callejera, hip-hop, breakdance. Pero sólo eso, un aire. Porque yo no soy experto en ese tipo de danza y los chicos tampoco. Está porque es lo que se respira en las calles, pero lo más impactante es otra cosa. Es la intensidad escénica que manejan también cuando no bailan y se quedan parados mirando al público. La obra dura sesenta minutos y tiene escenas de una lentitud, una intensidad y una tensión muy fuertes. Son movimientos precisos, muy lentos, miradas, silencios, en contrapunto con otras escenas de explosión y de mucha velocidad. Es una obra espesa, densa. Otro punto importante es el tipo de movimiento de dos de los chicos, que tiene algo de ritual. Porque son pibes muy creyentes y, cuando se mueven, esa espiritualidad aparece: como si estuvieran muy conectados, abstraídos de la realidad, en otra frecuencia.
A la complejidad escénica de Tualet –que incluía un pequeño baño cerrado en escena, techos, paredes móviles y un dispositivo de luces y video intrincado, y que con todo esto recorrió varios festivales–, Onofri se volcó esta vez a una escena más simple. Casi nada de vestuario ni de escenografía: no hacen falta. Es que la sala Tacec es en sí misma una escenografía: se encuentra debajo del escenario principal del Teatro Argentino de la ciudad de las diagonales y es una suerte de piletón de quince metros por quince, con columnas, palcos, rampas y manijas. «El espacio te invitaba a comértelo crudo. Lo usamos todo. Los chicos saltan, se trepan, se cuelgan, se mueven por todos lados en ese gran espacio vacío. Hay sólo dos grandes objetos lumínicos que en cierto momento son protagonistas, pero mejor no decir mucho al respecto porque son tremendos», anticipa. La música original y en vivo es de Ramiro Cairo, hombre orquesta que toca la batería, los teclados y usa los micrófonos. «Todo lo que hace es analógico, nada es digital, nada de samplers ni compu. Fue increíble: vino a todos los ensayos, algo excepcional para los músicos», dice, asombrado por el compromiso que el artista puso en el proyecto. No sólo él: también Matías Sendón a cargo de las luces y la escenografía, María Sarmiento en la asistencia general, Kathy Frank en la realización de un documental sobre el proceso de trabajo, y Sebastián Arpesella en el registro fotográfico.
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El coreógrafo tuvo que sortear muchas barreras para llegar a esta instancia. «Hubo momentos en que no sabía dónde íbamos. Me preguntaba: ‘¿Qué hago acá? ¿En qué me metí?’. Pero ahora que la obra es algo concreto, estoy más tranquilo», desliza. Más allá de las funciones que quedan en La Plata, hay ganas de seguir. «Ojalá podamos hacerla después en Capital», señala. Onofri quiere trabajar dos años más con Km 29: sobrepasar el umbral técnico alcanzado, incorporar mujeres al elenco y crear una escuela de danza en González Catán. «La idea es que nosotros vayamos allá, no que ellos sean siempre los que se tienen que mover», opina. Y teniendo en cuenta su empuje, algo de todo esto será posible.
Mayor información: Juan Onofri Barbato
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