miércoles, diciembre 05, 2012

Poesía / Lilvia Soto: «La fiesta» (1)

Y cuando llega la fiesta de Tóxcatl (2), al caer la tarde,
 comienzan a dar forma humana,
con su semblante humano, con toda su apariencia de hombre,
a Huitzilopochtli (3).

Sobre un armazón de varas lo fijan con espinas
y le dan sus puntas para afirmarlo.
Luego le hacen en la cara su propio embijamiento,
atraviesan su rostro con rayas por cerca de los ojos.

Le ponen sus orejas de turquesa en figura de serpientes.
De la insignia de la nariz,
a manera de flecha de oro,
cuelga un anillo de espinas.

Sobre la cabeza colocan el tocado mágico de plumas de colibrí
y en el cuello, un aderezo de plumas de papagayo amarillo.

Lo envuelven todo con su manto de abajo
que tiene pintadas calaveras y huesos.
Y arriba le visten su chalequillo,
todo pintado de cráneos, corazones, orejas.

A la espalda lleva su bandera de papel,
teñida de sangre.
Su pedernal de sacrificio está
teñido de sangre.

Ya en su fiesta, muy de mañana, le descubren la cara,
comienzan a incensar al ídolo,
y ante él colocan abundancia de ofrendas,
pulseras, anillos, collares, celulares, monedas, navajas
toda clase de drogas, comidas de ayuno,
o, acaso, de carne humana.

Todos los hombres, con todo su corazón, celebran
para mostrar y hacer ver
a soldados y policías,
al señor gobierno, al otro cartel,
y ponerles las cosas por delante.

Emprenden la marcha y van todos al lugar del recreo
para allí bailar el culebreo
y cuando todos están reunidos,
comienza el canto,
comienza la danza del culebreo.

Pero al que se muestra desobediente
lo golpean en la cadera
y le tiran con fuerza de las orejas.
Fuera lo arrojan, con violencia lo echan
le dan tales empellones que cae de bruces
y va a dar con la cara en tierra.

Y a los que tienen más guardaespaldas,
los grandes capitanes,
los que tienen por título Gran Chingón,
a ellos también les dicen Hermanos de Huitzilopochtli.

Y los mechudos, los que no han matado,
esos tienen que probar su valentía.
Pero los bisoños, los que ya cumplieron,
esos han probado que los mexicanos
no necesitan que los extranjeros les cierren
las salidas, los pasos, las entradas.

Ellos mismos se lanzan al lugar de los atabales,
dan un tajo al que está tañendo,
le cortan ambos brazos, le cortan la cabeza,
lejos va a caer su cabeza cercenada.
Cuando tienen tres o cuatro,
en hielera las llevan a Ascensión o a Janos.

La sangre de los mexicanos como agua corre,
como agua que se ha encharcado,
y el hedor de la sangre se alza al aire,
se alza y de vergüenza nos mancha.

Nacimos en la guerra florida.
Enrojecida está la patria
y en todo México hacemos
la lamentación de los muertos (4).




(1) Relectura de La matanza del templo mayor en la fiesta de Tóxcatl, texto elaborado con los relatos acerca de la matanza del templo mayor de los informantes de Sahagún: Códice Florentino, lib. XII, caps. XIX, XX y XXI. El Padre Angel María Garibay K los tradujo del náhuatl y Miguel León Portilla los dió a conocer en Visión de los vencidos (1959). En los días que siguieron a la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, José Emilio Pacheco en su Lectura de los “Cantares mexicanos”: Manuscrito de Tlatelolco (octubre 1968) realiza la primera lectura de la matanza del templo mayor. En su poema dialogan las voces del manuscrito de los Cantares (1523, Biblioteca Nacional de México), del Códice Florentino, libro XII, capítulo XX, y del Ms. Anónimo de Tlatelolco (1528, Biblioteca Nacional de París).

(2) La de Tóxcatl, celebrada en honor de Huitzilopochtli, era la principal de todas las fiestas de los nahuas.

(3) Huitzilopochtli, dios de la guerra, fue la única contribución de los aztecas al panteón tolteca.

(4) Aunque es verdad que una nueva generación de historiadores ha empezado a cuestionar la veracidad de los códices escritos bajo la supervisión e influencia de los frailes conquistadores (ver Camilla Townsend, “Burying the White Gods: New Perspectives on the Conquest of Mexico,” The American Historical Review, Vol. 108, No. 3, junio, 2003) y las interpretaciones con las que hemos vivido acerca de la crueldad de los aztecas y de la ingenuidad con la que recibieron a Cortés como al Quetzalcóatl que había prometido regresar en el Año 1 Ácatl, también es verdad que en momentos de crisis, el gobierno mexicano parece recurrir siempre al arquetipo azteca (el pueblo que usurpó el lugar de los toltecas) de la pirámide y su plataforma del sacrificio (ver Octavio Paz, Posdata). Pero en la guerra de baja intensidad que convulsiona al país en este momento no se sabe quién es el usurpador –los cárteles que luchan entre sí porque cada uno quiere usurpar el poder de los otros para ser el único, el “legítimo” cártel que controla el mercado de las drogas y da órdenes al gobierno, o si es el gobierno mismo el que ha desatado la violencia para encubrir su sentimiento de ilegitimidad. Desafortunadamente, en este acto ritual, el papel de los tlaxcaltecas, de las víctimas propiciatorias, lo representamos todos los mexicanos.

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