.
El soldado americano
era más alto y blanco
y tenía a Dios de su lado.
El japonés era delgado como un carrizo,
oscuro como sus tristes designios.
Contenía todas las sombras
y sorpresas de su
pueblo traicionero,
de su ruin imperio.
El americano,
casi un niño,
temía por su vida,
pero era valiente,
un patriota decidido a
liberar al mundo de su maldad,
hacerlo seguro para los amantes de la libertad.
Mató al japonés
y saqueó su cuerpo
en busca de su credencial.
Con el nombre encontró una foto
y a través de la guerra y
a través de los años
pensó en ampliar
el rostro del muchacho
para mandárselo a sus padres,
para que supieran,
sin los sangrientos detalles,
del coraje de su hijo,
de su sacrificio.
Aquel día en Borneo,
en el cuerpo del japonés encontró
un paquete
y muerto de hambre
saboreó cada grano de arroz.
No mandó la foto,
conserva la credencial
y aún hoy
después de tantos años
no puede comer arroz,
pues cada grano blanco
está rociado
de rojo.
REGRESAR A LA REVISTA