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Primera página de la edición de Orgullo y Prejuicio, de Jane Austen, del 28 de enero de 1813. (Foto: Archivo)
C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de enero de 2013. (RanchoNEWS).- Reproducimos el texto de Ángeles Maestreta, con el motivo de los doscientos años de la publicación de Orgullo y Prejuicio de Jane Austen, en El País:
La sabiduría es mejor que el ingenio y, a la larga, sin duda, tendrá la risa de su lado.
Jane Austen
Hay escritores que nos gustan, escritores a los que admiramos y escritores a los que quisimos desde el primer párrafo del primer libro suyo que nos tuvo entre sus manos. Escritores entrañables cuyas historias se vuelven parte de las nuestras. Jane Austen (1775-1817) es una de ellos. No solo es admirable o fascina, sino que sus novelas son un legado esencial que cuanto más pronto se entrega con más alegría se contagia.
No mucho antes de que la querida Jane se volviera una celebridad del siglo veinte, yo le regalé a mi hija, de trece años, la novela que a partir de entonces es la llave de nuestras mejores conversaciones. Porque desde los noviazgos hasta los acantilados encuentran cobijo en la sencillez y la inteligencia de lo que narra.
Hay, tras la voz que escribe Orgullo y Prejuicio, una mujer sabia que, a los veinte años, discierne como si llevara cincuenta reflexionando sobre los vicios y virtudes de los seres humanos. En medio de una vida tranquila, dentro de una familia armoniosa y de costumbres sencillas, Jane escribió, para leerles a sus hermanos, historias que resultan emocionantes porque tras el cuento de quién se casa con quién, ella entrega la fuerza de una narradora capaz de desentrañar los entresijos de un mundo mucho más complejo que el regido por las formas y las apariencias de su tiempo. ¿Cómo no leerla con humildad y sin prejuicios, con asombro y devoción?
No digo nada nuevo al afirmar que, mientras Jane escribía, el mundo de las mujeres terminaba en la puerta de sus casas. Por inteligentes que fueran: la mamá de Jane era una mujer ilustrada, que al tiempo en que cuidaba una casa con siete hijos y varios alumnos de su marido, alcanzó a tener tiempo para escribir algo de poesía. Cierto que Jane tuvo a su alcance los libros de la biblioteca de su padre y que pudo leer desde niña con placer y alegría, pero no hubo en ella ni el remoto sueño de convertirse en alguien cuya primera y explícita profesión fuera escribir. Menos aún imaginar el reconocimiento y la exaltación de su trabajo.
Hace tiempo intenté, como cualquier lector incauto, indagar qué amores, qué precisa memoria había urgido a Jane a escribir. Leí lo que pude sobre su vida en Pemberly, el cariño de su padre, el gusto por sus hermanos, su intensa amistad con Cassandra, su hermana. Leí de su gusto en el campo y su reticencia en Bath, leí sus cartas, su fervor y quise relacionar las nimiedades que se saben y lo mucho que se ignora con los libros de la distinguida y encantadora miss Austen. Como si alguien que se dedica a escribir no debiera saber que la realidad es una anécdota más entre las muchas que imagina un escritor. Así las cosas, conseguí estar segura de que Elizabeth Bennet, el personaje esencial de Orgullo y prejuicio, fue una mujer audaz que lo sigue siendo, como fueron y siguen siendo: su mamá un soliloquio en voz alta, sus hermanas menores unas frívolas, su papá un lector escéptico, su hermana mayor una suave y hermosa criatura. Pero que no es de la biografía de Jane, sino de su talento, su sentido del humor, su mirada y su imaginación, que salieron estos personajes.
Pionera sonriente, Jane hizo su camino sin aspavientos, pero no creo que ignorando la fuerza de su literatura. Jamás escribió nada en que hablara de sí misma como la creadora de algo excepcional, pero tiene que haber sabido que su prosa encantaba y era de una elegancia y de una sonoridad nada usual. No creo que imaginara cuánto íbamos a quererla doscientos años después, ni de qué modo sus libros iban a entrar por nuestras casas en todos los idiomas y por todos los medios, haciéndonos saber que la incertidumbre y la honradez, la fuerza de las convicciones y la generosidad, siguen siendo actuales.
Vivir en un pequeño pueblo, la patria y el destino de Jane Austen, nos sucede a todos. Cualquier mundo es un pañuelo y en cualquier lugar la gente va haciendo la vida diaria mientras elige o abandona. Como en los libros de Jane Austen. Por eso fascina el irónico deseo de lo ideal que hay en sus historias. Por eso es posible imaginar que se parecen a las nuestras.
Gente que tiembla con los preparativos de una fiesta, que ve los viajes como expediciones y los noviazgos como una duda entre dos templos, habrá en todos los tiempos. Personajes como esos que creían en que la confusión tiene remedio y por su causa eran capaces de meterse en lo inaudito, sigue habiendo. Sobre todo, gente con ojos capaces de imaginar el destino como algo en lo que uno puede incidir, es tan crucial ahora como fue entonces.
Los ojos de Jane Austen eran premonitorios. Alguien creería que estoy loca si digo que fue una feminista, pero la verdad es que ninguna de sus heroínas tuvo a bien suicidarse para salir de un entuerto, mejor lo desafiaban como ahora se supone que debe hacerse. Y se hacían dueñas de sus vidas por obra y gracia de su santa voluntad. Como la propia Jane. Sola, mejor que mal acompañada. O como Elizabeth Bennet, excepcional y drástica, sencilla y elocuente.
Escribir es un juego de precario equilibrio entre el valor y la soberbia. También entre sus opuestos: el miedo y la humildad. A veces ninguno alcanza para contarlo todo. Ahí mismo está el secreto de la señorita Austen. Y su enseñanza: en ese equilibrio.
De tal secreto da fe Orgullo y prejuicio, la bendita novela que ahora cumple doscientos años, tan radiante y sabia como nunca.
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