lunes, marzo 25, 2013

Literatura / Argentina: Debates y discusiones en el II Festival de Literatura Filba Nacional

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Damián Tabarovsky, Hernán Ronsino y Luciano Lamberti en la mesa Construir al autor.  (Foto: Página/12)

C iudad Juárez, Chihuahua. X de marzo de 2013. (RanchoNEWS).-Lo planteó el escritor Luciano Lamberti. El encuentro finalizado ayer en Santa Fe resultó el ámbito ideal para leer, pensar, intercambiar palabras y perspectivas. Y el fin de semana hasta fue escenario de una peculiar performance poética: Qué bueno que te guste Bukowski. Una nota de Silvina Friera para Página/12:

Cualquier lugar del mundo es el mundo. Eso decía Juan L. Ortiz. Santa Fe es la zona que eligió el II Festival de Literatura Filba Nacional, que terminó ayer, para leer, pensar, intercambiar palabras y perspectivas. Un encuentro que teje relatos vibrantes y formula interrogantes abiertos como líneas de fuga en el presente. «El problema de la construcción de un autor no es importante para el autor, sino para sus lectores, sus críticos, los becarios que lo estudian e incluso para los autores contemporáneos a él, pero no para él –plantea Luciano Lamberti en la mesa Construir al autor, acompañado por Damián Tabarovsky y Hernán Ronsino–. Mi breve experiencia me dice que el autor no debería dedicar un segundo a pensar en su propia construcción, porque esa reflexión es dañina para su obra. Es como pensar en la forma en la que uno camina o respira, no tiene sentido. En términos literarios, es como decidir el ritmo que va a tener un libro antes de escribirlo.» El autor de El loro que podía adivinar el futuro señala que, incluso cuando se hace el tonto, el autor no es inocente. «Leer es un poco como escuchar una grabación de alguien que nos habla desde lejos; imaginarse una cara y una forma de ver el mundo que pertenezcan a esa voz es inevitable. También es inevitable imaginarse a los autores como seres excepcionales, a la altura de su obra, cuando en realidad suelen ser unos monstruos peludos, moralmente despreciables y egoístas. Conocer a un autor es siempre decepcionante, a no ser que el autor sea un genio, cosa que no suele suceder porque ya nadie es genio.»

Primero escribir, después publicar

Aprovechar sus debilidades y convertirlas en fortalezas. Esto es lo «más interesante» –opina Lamberti– que pueden hacer esos monstruos peludos. «En alguna parte leí que Borges tomó una de sus primeras reseñas, que lo acusaba de dejarse influenciar demasiado, y con eso elaboró una poética del plagio y la copia y la reescritura. Eso es aprovechar tus puntos débiles. En el caso de un escritor contemporáneo, se traduciría en saber vender su pobre mercadería como si fuera oro puro. Una carrera literaria, si es que existe una cosa semejante, es una suma de malentendidos que se replican en el tiempo.» Aunque el público esté compuesto de siete lectores fieles, el narrador cordobés estima que la forma en que los otros «nos construyen como autores» impacta en lo que se hace. «La imagen pública se construye como una forma de leer tu obra, ajena a vos mismo, a lo que quisiste decir, si es que tenías algo para decir. Es la vieja idea de la forma en la que los lectores enriquecen una obra, y el autor es parte de esa obra, aunque siempre una parte menor.» Algunos escritores han intentado desaparecer del mapa literario para eclipsar el imperativo categórico de la exhibición. Ejemplos abundan, pero alcanza con recuperar los «casos» de Pynchon, Salinger, Cormac McCarthy. «El problema es cuando es imposible desaparecer y a nadie le importa que desaparezcas», ironiza el autor de El asesino de chanchos. «Como lector, me interesa más la obra de un autor que el autor mismo y todo lo que se vende como construcción: sus adicciones, sus costumbres personales, sus capacidades sexuales. El autor nunca va a estar a la altura de su propia obra, y la construcción de su figura debería ser un resultado de la obra, no una serie de intervenciones histéricas en el campo cultural. Primero escribir, después publicar», afirma Lamberti, invirtiendo el orden de la consigna de Osvaldo Lamborghini.

Ronsino subraya que un escritor crea una obra y también una figura de autor. «Esa figura de autor no sólo la construye el autor con sus propias intervenciones por fuera de la obra, también hay otras filiaciones que terminan modelando la imagen. La relación entre la obra y la imagen la pienso como una boya que flota en el río.» El autor de Glaxo menciona un prólogo que Borges escribió a Recuerdos de provincia en el que termina estableciendo que el Sarmiento que se va a institucionalizar es «un Sarmiento que inventa el propio Sarmiento». Reconoce, además, el interés que le genera la figura del fotógrafo obsesionado con la imagen del escritor, como Sara Facio y Daniel Mordzinski. En cuanto a las nuevas tecnologías y las redes sociales, el narrador detecta «algo de desquicio, de descontrol», que produce una escisión. «La tecnología desquiciada construye una imagen de un autor sin obra o de una obra que no se sostiene, aunque sí está la imagen del autor apareciendo todo el tiempo, construyéndose como autor sin obra.»

El tópico en cuestión, repara Tabarovsky al citar un fragmento del Tratado de la vida elegante de Balzac, tiene 200 años. José Martí era el escritor sobrio enfrentado al excéntrico que era Oscar Wilde. Otro momento significativo, evocado por el autor de Una belleza vulgar, es Jean-Paul Sartre megáfono en mano, como puesta en escena del escritor comprometido. «Una pregunta que me hago es cómo sustraerse a la época sin ser elitista ni reaccionario, si es que es posible. Quiero retomar algunas genealogías que hacen que estemos en Santa Fe. A lo largo de todo el siglo XIX y parte del siglo XX, si hay un rasgo renovador en la filosofía y la crítica literaria es la puesta en cuestión del yo y la pregunta qué es un autor. Estas preguntas parecen estar suspendidas o desparecidas». Tabarovsky no tiene ni Facebook ni Twitter y es indiferente a la imagen de los escritores. «Me interesa mucho la política literaria, los conflictos, los debates, las tácticas literarias, las discusiones estéticas, la influencia que en Buenos Aires tiene la academia. Ese mapa cargado de tensiones me parece crucial, más allá del último tuit que para mí no tiene el menor interés», agrega.

¿Y te fumaste un porro?

Uno, dos, tres... «¿El gordo y el flaco son raperos?», pregunta una mujer en el Bar Monte Líbano, vaso de cerveza en mano, sábado a la noche. Sagrado Sebakis y Diego Arbit presentan Qué bueno que te guste Bukowski, poesía estéreo, oralidad en carne viva. «En San Martín se fuma porro/ se trabaja doce horas/ entre paredes grises,/ en las fábricas y talleres mecánicos;/ se come de dorapa/ en las parrillas improvisadas de la esquina;/ se deja embarazada a una prima./ Se besa con gusto avinagrado de trasnoche,/ se coge sudando/ nada de pajearse y no hacerse cargo,/ se hiere;/ en San Martín, si te cortás,/ te ponés la gotita en la herida/ y a seguir laburando, flaco». Qué bien que rapea el dúo, cómo ponen el cuerpo sin que moleste, sin que se imponga. El poema está más allá, arriba, bien alto. Si el cuerpo se excede en esta puesta en escena, tal vez no habría poema ni humor. Conjeturas que se mastican entre aplausos, cuando amaina el efecto carcajada. Un, dos, tres... repite la dupla cada vez que comienza con un nuevo poema-rap-relato. La voz de Sebakis es exasperada, próxima al vozarrón; en cambio la de Arbit, complemento ideal, suena juguetona y delicada como un niño que habla al compás del asombro que le genera dibujar sonidos en el aire. «Yo te voy a explicar lo que pasa:/es tu primer día de trabajo,/ te tomaste todo el jugo de naranja,/ te morfaste seis medialunas,/ pero te vieron comiendo cuatro,/ te puteaste con el cocinero,/ le hablaste mal al encargado,/ te olvidaste de un cliente,/ están cerrando la caja y no da la cuenta/, ¿y vos te fuiste al baño y te fumaste un porro?» Una frase redonda golpea. Y escrita más aún, excepción a las convenciones que rigen en el universo de la oralidad: «El destino es un tutor cruel y eficiente». El dúo, literalmente, la rompe. De principio a fin.

Prepotencia de trabajo

Ricardo Romero, escritor y editor de Gárgola ediciones, comparte una charla con Damián Tabarovsky y Fernando Callero sobre tensiones editoriales en la bellísima librería Palabras Andantes de Luis Escobar. «Los editores que estamos en esta mesa somos escritores. Creo que esto marca una manera de hacer las cosas que tiene sus ventajas y sus desventajas, sus coherencias y contradicciones. El primer circuito del libro es interno. Nos recorre. Nos funda. Somos lectores, escritores, editores, libreros y otra vez lectores. Somos el circuito del libro completo», reflexiona el autor de Perros de la lluvia. Llegó a la edición por «accidente», una característica que le resulta «muy importante» a la hora de pensar un territorio plagado de «malentendidos». Romero no considera que el malentendido sea algo esencialmente negativo. «Malentendernos es una manera legítima de comunicarnos cuando las cosas nos importan demasiado», precisa. Cuando vivió en Paraná, la ciudad donde nació en 1976, o en sus años de estudiante en Córdoba, leía los suplementos culturales con «mucha ingenuidad». Creía que lo que estaba en esas páginas era todo lo que existía. «Era sumamente provinciano», confiesa. Al llegar a Buenos Aires, se encontró con dos cosas: el mundo de la literatura era mucho más chico de lo que él creía y había muchas cosas que circulaban por el costado de esos medios a los que él tenía acceso.

Roberto Maurer es un «personaje» saeriano, el Leto de Glosa. Carlos María Domínguez viaja a Colastiné con él y Kazunori, un joven japonés que prepara una tesis de doctorado en la Universidad de Tokio sobre la obra de Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti y Juan José Saer. «¿Fuiste amigo de Saer desde la infancia?», le pregunta Domínguez a Roberto. «No –le responde–, nos presentó un amigo común cuando teníamos alrededor de veinte años y desde entonces anduvimos juntos.» En la novela, Leto conversa con el Matemático sobre una reunión a la que no asistieron, y Saer le inventa una muerte acorralado por la policía. «Beatriz Sarlo interpretó que Leto era montonero, porque mordió la pastilla de cianuro que utilizaban los cuadros de la organización en situaciones desesperadas, y otros críticos entendieron que Leto estaba en el ERP», escribe el narrador argentino en el texto preparado especialmente para el cierre del Filba. Roberto militó en el Movimiento de Liberación Nacional de Ismael Viñas, en el Malena, hasta 1968. Rumbo a Colastiné, el Leto de carne y hueso cuenta que Mario Medina y la madre tenían un salón comedor, un cabaret y un motel al que solía llegar Juan L. Ortiz a conversar con Mario, Hugo Gola, Saer y otros amigos, hasta muy avanzada la madrugada. «Se turnaban para dormir, porque Ortiz conversaba largamente y su voz era una vela encendida que merecía cuidarse –añade Domínguez–. La madre se ocupaba del cabaret y Mario del motelito, donde guardaba los sobrantes de una librería que había fundido. Un tipo culto y alocado, que estuvo internado en un psiquiátrico y con mayor frecuencia de la necesaria iba a parar a los calabozos de las comisarías, una vez por tirarse a tomar sol en la playa vestido con medias y zapatos, de traje y corbata.»

Roberto revela que Saer se fue mal de la ciudad. «La vida que llevaba parecía agotada –opina–. Era jugador de punto y banca varias noches a la semana, y perdía en el juego lo poco que ganaba. Alguna vez fue en cana durante el allanamiento de un garito y para que se entretuviera Roberto le llevó a la cárcel El jugador de Dostoievski. Una noche llegó a casa en taxi a pedir plata y mi mujer le prestó el dinero que tenía para un viaje a Buenos Aires. Le dijo que tenía que devolvérselo antes del sábado. Cumplió. Pero muchas veces perdía y la vida se le complicaba.» El personaje de Tomatis es Saer; lo pinta a Juani en aquellos años, afirma Roberto-Leto, que no estuvo la noche en que el autor de El entenado se fue de Santa Fe. Pero por un amigo se enteró que pasó por el bar Baviera a despedirse, antes de tomar el ómnibus que debía llevarlo a Buenos Aires. «Estaba mal. Al rato cambió el horario del pasaje por otro posterior y se fue a jugar la plata del viaje a París en una timba. Lo perdió todo. Se puso como loco. La volvió a recuperar, se metió en una fiesta de gente que apenas conocía y finalmente consiguió subirse al ómnibus.» Como todos los festivales literarios, el Filba Nacional se despide para estar, como siempre, volviendo.

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