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Daguerrotipo de la escritora. (Foto: Archivo)
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iudad Juárez, Chihuahua. 8 de marzo de 2013. (RanchoNEWS).-Era una mujer con una misión. Eso siempre es peligroso. Era poeta como nadie antes de ella, o después. Eso es más peligroso aún. Nació en 1830 y murió en 1886. Técnicamente, es romántica, pero una se siente simple adocenándola con la tribu del siglo XIX. Es como decir que Shakespeare es isabelino. Es no decir nada. Y lo mismo que de Isabel I puede decirse que es shakespeareana, del Romanticismo deberíamos decir que, en sus mejores momentos, es dickinsoniano. La Bella de Amherst, que está en Massachusetts, fue contemporánea del mesiánico Whitman y del satánico Byron, pero esto no pareció impresionarla. Emily tenía su propio diseño de un sueño. Una nota de A. Sáenz de Zaitegui para El Cultural:
En el siglo XXI, habría sido una poeta gótica, vestidos de negro el cuerpo y los labios, escuchando rock suicida en su lánguida habitación. Pero le tocó vivir hace 200 años, así que se vistió de blanco, se recluyó en su habitación (esto no cambia) y decidió que el único modo higiénico de relacionarse con los demás era por carta. Necesitaba espacio, tiempo, la libertad que sólo da la soledad. Mientras Whitman convocaba a las masas, Dickinson consideraba que dos son multitud, y número abominable. Amaba a Shakespeare, y se preguntaba por qué iba nadie a leer otra cosa que no fueran sus tragedias, si en ellas estaba todo, que es más de lo humanamente tolerable. Tal vez por eso creó una lengua poética nunca antes conocida: para justificar su existencia en un mundo postshakespeareano.
Hablaba de muerte sin parar. La verdad es que la muerte no le interesaba demasiado: codiciaba la inmortalidad, o su conocimiento. Para tratar el único asunto que es de verdad utopía para una especie humana capaz de volar sin alas, Dickinson necesitaba una lengua inglesa en un estado de pureza imponente. Pocas palabras, pero grandes entre las grandes. Mayúsculas no ortográficas, sino armadas de significado: no es lo mismo decir mañana que decir Mañana, obviamente. Necesitaba un signo de puntuación que uniera y distanciara simultáneamente, y por eso los guiones de Dickinson tienen copyright. Necesitaba hablar de Dios, hablar con Dios, ser un ángel y dejarse caer. Necesitaba dar un alma a América porque América estaba a punto de devorar el mundo. Todo esto necesitaba. Y la inmortalidad.
Es una nueva manera de mística. Respetar el lenguaje no conduce a ninguna parte, o a la mediocridad. En su rebeldía sorda, Dickinson destruye la norma para convertirse en norma. Lo poco que publicó en vida fue reescrito por sus editores para no asustar a potenciales lectores, mentes ingenuas que creían que cuando una poeta habla de miel en realidad quiere decir abejas, sin preguntarse qué mérito tienen las abejas para que la poeta hable de ellas. (Tori Amos entendió esto.) Antirretórica e hiperbólica, Emily pronuncia «Ésta es la Hora de Plomo» y cuando nos llega la nuestra la nombramos con esas palabras, porque no hay síntoma de vida o muerte que la poeta no tuviera contemplado. Universal y eterno son conceptos escurridizos, y muerden. Solemos evitarlos por nuestro propio bien. No con Dickinson: el hardware de su poesía es universo y eternidad. Por debajo de Todo, nada.
Basta una bala para acabar con una vida. Cuatro versos son suficientes en Dickinson para resumir todo Whitman: «Nadie puede ser expulsado de la Belleza,/ pues la Belleza es Infinitud./ Y el poder de ser finito cesó/ cuando fue otorgada la Identidad». Existe un Génesis y un Apocalipsis segun Emily, y todo lo que hay en medio existe también. En ella, el trascendentalismo americano parece aplicarse no al individuo, sino a quien lo soñó: la autoestima de Dios probablemente goza de buena salud. Su discurso es oracular, suena a sibila. «Cuando los Continentes expiren/ los Gigantes que ellos descartaron, serán/ promovidos para durar» posee la cualidad de tener sentido para todos y cada uno de nosotros, conservando intacto su secreto.
Dickinson emana autoridad, exuda gloria. Su poesía es serena, de una pasión brutal. Nos imaginamos a Emily sola, escribiendo, rompiendo cosas para aprender a decir cosas. Para amar mejor a Shakespeare, se convirtió en él. Es la mujer más poderosa de la literatura universal: la magnolia de acero.
Me enseñaste a esperar conmigo misma;
un precepto observado con rigor.
Me enseñaste fortaleza ante el Destino;
esto, también, he aprendido yo.
Una Superioridad de la Muerte,
que no pudiera impedir lo que la Vida
había impedido anteriormente.
Pero queda una Ciencia, todavía.
Comprender el Cielo que tú conoces;
que tú no te avergüences, allí
-en la deslumbrante Audiencia de Cristo,
en aquel Sitio remoto- de mí.
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