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David Price, 'pitcher' de los Tampa Bay Rays, lanzando la bola durante un partido de béisbol de la liga MLB de EE UU. (Foto:Scott Audette)
C iudad Juárez, Chihuahua. 30 de abril de 2013. (RanchoNEWS).- De entrada, había que preguntar a Chad Harbach cómo le había ido con su libro en países en los que el béisbol no es una referencia cotidiana: hay algo un poco desenfocado en conversar en torno a una novela sobre el juego de pelota para un diario español. Él respondió, con la sonrisa del niño que todavía no se termina de creer que al final los Reyes sí le trajeron una bicicleta, que eso no le preocupaba: «Los libros de béisbol tampoco se venden aquí y ya ves». El arte de la defensa (Salamandra, 2013) ha sido una novela excepcionalmente exitosa en este «aquí» que Harbach señaló con un gesto vago y que podía haberse referido a Nueva York, al somnoliento Clark Restaurant de Brooklyn Heights en que despachaba una tortilla de dimensiones definitivamente gringas, o a la inmensidad de los Estados Unidos. Una nota de Álvaro Enrigue para El País:
Mitad baseball novel y mitad campus novel, El arte de la defensa cuenta la historia de un joven excepcionalmente dotado para jugar en la posición de parador en corto, clave en este deporte. Henry Skrimshander es becado en una universidad privada más bien modesta para reforzar un equipo que lleva poco más de un siglo perdiendo todas las temporadas intercolegiales. Su brillo es tanto que atrae pronto a los buscadores de talento de los equipos de las Grandes Ligas, que lo van siguiendo sin descanso por toda la región mientras Los Arponeros construyen una novena por fin creíble para una temporada exitosa.
Se trata de una novela eficiente y divertida en la que todos los personajes pasan por una temporada en el infierno que al final les permitirá restaurar un mundo de valores tradicionales: fraternidad, lealtad, resistencia a lo adverso. «La idea de valores tradicionales me incomoda», dice Harbach, y se explica: es una novela en la que el rector de una universidad descubre su sexualidad gay con un estudiante. «La reacción de sus colegas cuando se descubre el escándalo no habría sido igual si se hubiera tratado de una mujer», explica.
Hay en el libro un hilo reflexivo constante sobre los misterios de la amistad masculina, cuenta Harbach, «pero las relaciones son difíciles: un equipo de béisbol es un grupo de hombres que hacen todo juntos todos los días y comunicándose mediante insultos». Le pregunté si él había jugado al béisbol colegial: «No», dijo, «nunca estuve en el equipo de la Universidad» –estudió la licenciatura en Harvard– «pero pasé la infancia en el área del lago Michigan, en los suburbios de Wisconsin y jugar a béisbol era lo que hacían los niños».
Aproveché para preguntar a Chad Harbach si habla español: uno de Los Arponeros insulta a sus amigos con altisonancias muy específicas del norte de México –la única región del país donde la agresividad comercial del fútbol profesional no ha arrasado la belleza lenta y dramática del juego de pelota–. «Solo sé maldecir», me dijo él con la timidez con que los angloparlantes de Nueva York reconocen últimamente que no hablan la lengua que también mueve a la ciudad. «Jugábamos con un montón de niños de inmigrantes». La nueva generación de escritores estadounidenses parece mirar con naturalidad al mundo que, mal que bien, hizo del presidente Obama una figura invencible: al final de la novela, el nuevo rector de la Universidad es mujer y tiene un nombre hispánico.
Y es que tal vez lo más sorprendente de El arte de la defensa sea su retrato de unos Estados Unidos fervientemente liberales en el sentido moral de la palabra; un país que se empieza a sentir capaz de reflejarse mejor en el pensamiento de Henry Thoreau que en el de Ronald Reagan. En la sociedad representada en la novela la tensión racial es anecdótica, la liberación sexual ha sido consumada sin consecuencias, la cultura gay ha obtenido una carta de naturalización indiscutible y la policía, que es la más poderosa de las presencias urbanas cuando menos en Nueva York, brilla por su ausencia.
Preguntado el escritor si esa visión no pecaba de optimismo, contestó: «Así son los pueblos universitarios, comunidades utópicas en las que el mundo de afuera es una amenaza». Entonces llegó un tema en el que pareció sentirse más cómodo: el arte de contar. «Los personajes del libro o están a punto de dejar el cobijo de la escuela o están de regreso buscando su protección. La tensión dramática del libro está en que un mundo horrible los acecha al otro lado de la burbuja en la que sólo importa el béisbol, y ellos lo saben».
Otra cuestión interesante en la conversación fue la demora artesanal de sus construcciones: en la novela se despliegan cuando menos cinco líneas argumentales que van agregando tensión mientras se enredan. ¿Tiene que ver con el hecho de que escribes a mano? Su respuesta tuvo algo de esotérico. «La página de la computadora», dijo, «se puede corregir al infinito. Escribir en pantalla es más que nada una performance en la que los elementos de una historia se recombinan. Si escribes a mano la historia se acumula, está ahí, en el papel: se queda atrás».
Álvaro Enrigue es un novelista mexicano afincado en Nueva York, y profesor en Princeton.
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