jueves, mayo 30, 2013

Textos / Reflexiones, Ocurrencias y otras Hierbas - Susana V. Sánchez: «La trivialización del mal y la violencia»

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A rape victim in the city of Lvov cries out in rage and anguish as an older woman comforts her. Anti-Semitic citizens rounded up 1,000 Jews and turned them over to the Germans. (Foto: Herzstein, Robert Edwin. The Nazis. New York: Time-Life Books Inc. 1980. p. 161.)

C iudad Juárez, Chihuahua. 1 de mayo de 2013. (RanchoNEWS).- Entre los maravillosos programas que pasa la televisión pública de los Estados Unidos, anoche tuve la oportunidad de ver un programa dedicado a la forma en que los ingleses inventaron el espionaje electrónico durante la Segunda Guerra Mundial. En este programa se describe la forma en que por primera vez se utilizaron medios electrónicos (micrófonos escondidos estratégicamente y discos antiguos de 78 revoluciones), para grabar las conversaciones de prisioneros de guerra de la Alemania nazi, confinados en prisiones británicas. Conforme fue avanzando la guerra, fueron llegando más prisioneros capturados en las diferentes batallas que los Aliados fueron ganando. Y conforme Alemania fue perdiendo más batallas, los prisioneros que llegaban a Inglaterra fueron militares de cada vez más alta graduación.

Desde luego, como historia de espionaje es una historia fascinante. Pero más allá del mero placer de ver una historia de espionaje de la vida real, me quedé verdaderamente atónita de como las conversaciones de estos prisioneros tendían siempre a girar en torno a la narración de las crueldades extremas que los nazis –entre ellos estos soldados prisioneros– perpetraron contra los ciudadanos judíos de Alemania y después contra los judíos y las minorías de otras etnias de todos los países que fueron invadiendo. Los soldados capturados describían con todo detalle la forma en que habían participado en las matanzas de enormes grupos de judíos; así como la tortura a la que habían sometido a quienes a resumidas cuentas eran sus propios compatriotas alemanes; y claro por no hablar de otros muchos grupos étnicos provenientes sobre todo de Europa del Este. En estas conversaciones no había el menor remordimiento, ni arrepentimiento, ni examen sobre la moralidad o inmoralidad de estos actos. Simplemente eran conversaciones descarnadas para llenar el tiempo de la reclusión. En ellas se recordaba hasta los ínfimos pormenores, la crueldad extrema con la que habían participado en hechos verdaderamente escalofriantes de asesinato y tortura de personas básicamente iguales a ellos. Algunos soldados lamentaban como habían visto morir o ellos mismos habían tenido que ultimar a muchachas muy bellas; a las cuales por supuesto habían estado violando y torturando mientras permanecieron como prisioneras en los campos de concentración o mientras ellos estaban ocupando los pueblos de las diferentes naciones que invadían. Comentaban que en algunos pueblos de Rusia, las muchachas podían hablar un poco de alemán y entender lo que ellos les pedían y necesitaban. Algunas de estas jóvenes, recordaba uno de los soldados, eran muy educadas y algunas incluso habían estudiado en universidades alemanas famosas de Gotinga o Berlín. Pero lo lamentaban exclusivamente porque al morir estas jóvenes, se les había acabado a ellos un cierto juguete favorito para pasar las largas horas angustiosas de la guerra.


A pesar de lo interesante del documental y lo agradable que pueda ser pasar el rato viendo una historia de espionaje, me quedé verdaderamente sobrecogida de horror ante la indiferencia y la trivialidad con que estos prisioneros de guerra hablaban sobre los crímenes espantosos en los que habían participado. Una constante en sus conversaciones cuando se lamentaban sobre el asesinato de las bellas muchachas que habían usado como juguetes, era reiterar que habían cumplido órdenes superiores. Por su parte los generales que iban llegando poco a poco desde los diferentes frentes de batalla que se iban rindiendo ante el avance de los Aliados, también hablaban sobre la «inconveniencia» del genocidio en el que habían participado. Una minoría consideraba a Hitler un loco desquiciado que había provocado la caída de su amada Alemania. Pero la mayoría seguían hablando del supremo comandante como si fuera un dios al que hubiera que adorar. Uno de los generales capturados en el frente de Rusia comentó que era un escándalo estar matando y poniendo en fosas comunes a toda esa gente, porque esas tumbas múltiples estaban contaminando el agua que tenían que consumir.

Los generales tenían desde luego una visión más amplia de lo que estaba ocurriendo, pero al fin y al cabo también hablaban sobre la matanza de civiles inermes, de familias enteras, como un error táctico. En ningún momento hubo en sus consideraciones un sólo pensamiento hacia los seres humanos indefensos e inocentes que estaban siendo masacrados. A resumidas cuentas, en las reflexiones de todos estos soldados –que constituían un compendio representativo de todas las graduaciones del ejército alemán– nunca hubo un solo comentario de piedad hacia las vidas humanas a cuyo exterminio habían contribuido de forma tan organizada y eficiente. La trivialidad con que los soldados de menor graduación hablaban de las jóvenes y la tortura a que las habían sometido, era la misma trivialidad con la que los generales hablaban de la inconveniencia de matar estas cantidades de gente por las molestias que esto les había ocasionado en sus tareas guerreras.

Al escuchar estas conversaciones que retratan la falta de valor que para estos individuos había tenido la vida humana, no pude menos que reflexionar sobre las palabras de la gran filósofa alemana, Hannah Arendt y sus escritos sobre lo terriblemente peligroso que es el mal disfrazado de algo sin importancia; el mal trivializado y convertido simplemente en sucesos de menor cuantía que acontecen a otra gente y no a uno mismo. Ella –siendo judía– también tuvo que huir de su patria y padecer la pérdida de su nacionalidad cuando comenzó la persecución contra los judíos alemanes. A pesar de haber sido una de las más brillantes alumnas de Martin Heidegger, el filósofo alemán que terminó siendo uno de los grandes apoyos intelectuales del nazismo, ella tuvo que huir primero a Paris y de allí posteriormente a los Estados Unidos de América. Hannah durante toda su vida se dedicó al análisis de la condición humana que es el título de una de sus obras, publicado en 1958. Pero la obra en que analiza con toda puntualidad las razones por las que los individuos ordinarios, comunes y corrientes se dejan arrastrar por el mal, solamente para obedecer los mandatos de sus superiores o para conformar con la opinión de la sociedad a la que pertenecen es uno de sus trabajos más importantes. Lo escribió en ocasión del juicio por crímenes de guerra contra los alemanes que cometieron toda clase de atrocidades, su nombre es Eichmann en Jerusalén: Un reporte sobre la banalidad del mal, publicado en 1963. En esa obra Arendt acuñó la frase «la banalidad del mal» para describir a Eichmann.

En esta obra Hannah Arendt analiza la cuestión filosófica sobre si el mal es algo radical y por lo tanto notorio o es simplemente el producto de la falta de reflexión y la tendencia de la gente común y corriente a obedecer a sus superiores para conservar un trabajo; y a tratar de estar de acuerdo y conformar con la opinión de la gente que los rodea. Todo esto sin tratar de evaluar de manera crítica las consecuencias de sus acciones o de la inacción total ante el espectáculo de la maldad. Arendt termina el libro dirigiéndose directamente a Eichmann:

De igual manera que tú [Eichmann] apoyaste y llevaste a cabo la política de no querer compartir la Tierra con los judíos y otras personas de un gran número de aciones –como si tú y tus superiores tuvieran el derecho a determinar quién debe y quién no debe habitar el mundo– nosotros hemos determinado que nadie, esto es, ningún miembro de la raza humana, podría tener ningún motivo para querer compartir el planeta contigo. Ésta es la razón, y la única razón por la cual debes ser condenado a la horca. 

Desgraciadamente, en la actualidad mucha gente piensa que la cuestión del Holocausto y los asesinatos de judíos son un asunto que debiéramos haber olvidado desde hace mucho tiempo. Los judíos que lograron salvarse y que a raíz de esa terrible experiencia fundaron la nueva patria de Israel se han encargado de que estos crímenes no se olviden. La gente podrá pensar que los judíos son un pueblo rencoroso y por eso no han permitido que las cosas se olviden. Pero creo que este tesón con que los judíos de todo el mundo han procurado retener en la memoria colectiva el Holocausto, en realidad es una gran fortuna para el resto de la humanidad. La gente que no sabe a ciencia cierta la historia del nazismo, desconocen que Hitler mandó matar no solamente al pueblo judío, sino a miles de personas que él consideraba muy inferiores a los que él denominó la raza aria –los alemanes blancos y rubios– por ejemplo los gitanos de Europa del Este, o las personas que tuvieran un origen étnico diferente a lo que él denominaba la raza aria, o sea una raza superior en todos aspectos al resto de la humanidad. Sin embargo, con el genocidio que lo ayudó a perpetrar todo el pueblo alemán, lo único que nos queda es preguntarnos dónde está tal superioridad moral, espiritual o siquiera física en esta cacareada raza aria.

En las conversaciones entre los militares alemanes de todos los rangos, prisioneros en la Gran Bretaña, cuyas conversaciones quedaron grabadas para la posteridad por los miembros del espionaje británico, podemos observar con todo detalle la trivialización del mal, la cosificación de otros seres humanos sólo por el mero hecho de pertenecer a otra etnia, aún dentro de un mismo país; aun cuando fueran pertenecientes a su misma raza blanca y rubia. Con ese único pretexto, todo un pueblo se creyó con el derecho a aniquilar y borrar de la faz de la Tierra a millones de personas.

Sin embargo, no creamos que el pueblo alemán sea el único capaz de llevar a cabo tales horrores. Al final de la Segunda Guerra Mundial, la gente del mundo quedó tan horrorizada que se fundó por fin la Organización de la Naciones Unidas y a partir de ella, se han fundado muchas otras organizaciones que se han dedicado a tratar de poner un freno a nuestra innata violencia. Sin embargo, concomitantemente con la guerra y a pesar de haber sido uno de los pueblos invadidos y de haber perdido millones de habitantes en esa conflagración, Joseph Stalin, el premier de la Rusia estalinista se dedicó a asesinar a millones de sus propios compatriotas, básicamente a los campesinos, con el simple pretexto de que no se habían adherido al régimen de la manera que, en la mente de Stalin, debieran haberlo hecho. Sin duda, Stalin fue otro energúmeno paranoico y sociópata que liquidó a miles de habitantes de Rusia con el pretexto de hacer una limpieza étnica ideológica.

Durante el resto del siglo XX ha habido muchas otras matanzas por el mismo motivo. Uno de los ejemplos más representativos fueron las matanzas efectuadas en las guerras que fragmentaron la ex Yugoeslavia; una guerra étnica en la que liquidaron a muchas comunidades por creencias religiosas diferentes a las que tenía el grupo dominante, en otras palabras «una guerra santa».

Actualmente, en el terrorismo practicado a lo ancho del mundo entero, muchas personas se creen con el derecho de matar a grupos enteros de gente inerme sólo por el «pecado» de pertenecer a los «infieles» dentro de la mentalidad de los que efectúan los actos terroristas. Mientras que las guerras por una u otra causa no dejan de multiplicarse por todo el planeta.

Ayer se anunciaba en las noticias americanas que en la guerra de Siria ya han muerto como 75,000 personas. Al oír la cifra, me acordé inmediatamente de las cifras de muertos durante los últimos seis años en la infame guerra mexicana contra el narcotráfico. Según los noticieros, se sabe que hay más de 60,000 muertos y como 25,000 desaparecidos –personas que seguramente en su gran mayoría están ya muertos. Esto supera a las cifras de la guerra siria. Sin embargo, no hay una verdadera preocupación por hacer algo que cambie fundamentalmente el estado de tal violencia.

En Cd. Juárez las muchachas siguen desapareciendo a montones y reapareciendo sólo algunas en forma de esqueletos descarnados. Mientras los políticos, desde la época en que Francisco Barrio fue gobernador y tuvo el atrevimiento de decir que las desaparecidas eran unas cuantas prostitutas, siguen lavándose las manos al estilo de Pilatos para no tomar acciones verdaderas para enfrentar y corregir éste que ya se ha convertido en un verdadero genocidio. ¡Como si las prostitutas no fueran personas ni tuvieran derecho a la vida! O como si el hecho de que una muchacha fuera pobre y tuviera que regresar a su casa tarde –después de cubrir larguísimas jornadas de trabajo– la hiciera acreedora a no tener derecho a la vida y ni siquiera a que no se manchara su reputación, una vez muerta, considerándola una especie de trapo desechable.

Mucha gente, oriunda de Juárez y que ha podido fijar su residencia aquí en El Paso, huyendo de la guerra, hablan de esas muchachas y aún de las trabajadoras de la industria maquiladora con un desprecio que me deja atónita. Muchos recién emigrados de México han acuñado el término de los «mexas» para señalar a aquellos que ellos ya no consideran sus paisanos, y también para los que han llegado anteriormente de México, pero que, de acuerdo a esta gente nueva, son pertenecientes a clases sociales inferiores. Una característica que les parece altamente criticable es la forma de hablar de mucha gente hispana que ha vivido aquí durante generaciones y que por razones históricas han conservado el habla de un español arcaico. En todas las reuniones a las que de vez en cuando voy y donde haya gente recién inmigrada de México, siempre escucho en las conversaciones un gran desprecio hacia las personas hispanas que aquellos consideran de clase social inferior. Esto me oprime el corazón, porque siempre me pregunto si la guerra de México no se deberá seguramente a esta estratificación brutal; no ya de clases sociales o ni siquiera de castas, sino de verdaderos estamentos. Esos mismos que los conquistadores crearon en la Nueva España colonial y que desgraciadamente han sobrevivido para seguir generando la misma violencia aterradora del tiempo en que fueron concebidos.

Muchos han criticado los movimientos que hay en Cd. Juárez por parte de los familiares de mujeres desaparecidas y asesinadas. La gente que tiene mejores condiciones de vida y por lo tanto una mejor manera de defender y proteger a los miembros femeninos de su familia son quienes más critican a la gente que ha vivido una tragedia como la pérdida de una hija, una esposa o una madre. La mayoría de las muertas de Juárez han sido mujeres jóvenes; y la gran mayoría, muchachas trabajadoras o estudiantes que seguramente hubieran sido ciudadanas contribuyentes a sus familias y su sociedad de habérseles permitido vivir. Muchos creen que es una vergüenza que haya estos movimientos sociales en Juárez, movimientos que han dado a conocer la ciudad en todo el mundo. Sin embargo, poco a poco nos hemos ido enterando que estas matanzas masivas de mujeres se dan en muchas otras ciudades de México –y ahora estoy segura que en muchos otros lugares del mundo– sin que nadie haga nada al respecto.

En Juárez es donde por primera vez, quizá en la historia de la humanidad, se le ha conferido a la mujer –al menos por parte de sus familiares y amigos– la categoría de humana, de persona, de ciudadana, de miembro perteneciente a una sociedad.

Al escuchar anoche el documental sobre las grabaciones que hicieran los británicos de los soldados alemanes, no pude menos que recordar las reflexiones de la gran filósofa judeo-alemana Hannah Arendt, siendo ella misma una víctima de la violencia y la maldad que significa ser considerado alguien inferior por parte del grupo mayoritario de un país. Los soldados hablaban de bellas muchachas, pertenecientes a todos los países invadidos por los alemanes, como simples juguetes con quien ellos tenían todo el derecho a divertirse para soportar las angustias de la guerra. En Juárez, no se sabe a ciencia cierta quién está secuestrando a tantas jóvenes (en su mayoría bellas jóvenes mexicanas que pertenecen a la clase trabajadora o simplemente cometieron el «pecado» de ser pobres).

Probablemente sean decenas de asesinos los que consideran que la mujer es una especie de ganado que transitan porn las calles para que se les capture y se les haga objeto de todo tipo de tortura para diversión y pasatiempo de estos depravados. ¡Como si las mujeres no tuviéramos el derecho a transitar por las calles de nuestras ciudades! Escogen, desde luego, a mujeres o muchachas a quienes las autoridades y la sociedad misma considerarán inferiores y por lo tanto indignas de que se les busque y se les salve de muertes terribles. ¿Acaso no esto un genocidio? ¿No es lo mismo que pensaban los ciudadanos alemanes de los judíos de su propio país y de los habitantes de otras etnias y otras naciones?

Hemos visto con terrible indiferencia desde finales del siglo pasado la muerte y desaparición de estas muchachas. Entonces los asesinos han descubierto que se puede secuestrar, torturar y asesinar con toda impunidad. Por lo tanto, han decidido ensanchar su campo de acción y actualmente están secuestrando, matando, torturando y desapareciendo a muchas otras personas de muy diferentes orígenes y condiciones sociales. Hoy en día, la sociedad mexicana está padeciendo un éxodo de mexicanos que tratan de huir de la matanza hacia otros países, principalmente los Estados Unidos.

Empero, la gran tragedia es que no alcanzamos todavía a comprender que si seguimos con la misma mentalidad de desprecio hacia los que son menos afortunados que nosotros económicamente hablando; o si son personas que hablan un español diferente a nuestro dialecto traído de México; o dentro de nuestro multicolor latinoamericano los despreciamos por ser un poco más morenos que nosotros, solamente estamos llevando las mismas condiciones que originaron la guerra genocida que se está desarrollando en México. Creemos que por el hecho de venirnos a otro país estaremos a salvo de todo mal. Pero eso es una mentira gigantesca. Hace 50 años se originó este mismo tipo de guerra en Colombia y todavía no se ha terminado, ni se vislumbra que haya un fin próximo. Al igual que en México, la guerra colombiana es fundamentalmente una guerra de castas. Si los emigrantes latinoamericanos seguimos enarbolando estas mismas estupideces, la guerra solamente seguirá escalando y volviéndose cada vez más violenta y más generalizada. Cuando le quitamos a otros seres humanos su calidad de humanidad, así sea solamente escupiendo nuestro desprecio con palabras, esta violencia se queda en el ambiente y se vuelve un monstruo que terminará devorándonos. Así como la Segunda Guerra Mundial fue un monstruo que terminó devorando a la sociedad europea, pero quienes más fuertemente pagaron la factura fueron aquellos que enarbolaron con más ahínco las creencias de la superioridad sobre otros seres humanos, los alemanes creyentes en la raza aria. Aquellos que se fanatizaron y sintieron que tenían el derecho a aniquilar poblaciones enteras, quedaron con su patria hecha trizas y tuvieron que cargar durante medio siglo con el total desprecio de todos los pueblos del orbe.

Quienes desprecian a otros ciudadanos de su propio país, ya no digamos de otros países, corren el riesgo de seguir alimentando la violencia cada vez mayor y más caótica. Huitzilopochtli, el terrible dios guerrero de los aztecas que exigía un constante tributo de sangre y corazones humanos, es la personificación de la violencia y el mal. Por eso algunos que creen que el Mal con mayúsculas es algo tan aparatoso como los sacrificios humanos.

No obstante hoy en día, el mal puede ser peor que nunca porque está banalizado, porque se disfraza de comicidad en los chistes que decimos sobre otras personas; en las palabras de desprecio como «mexa», «pocho», «naco», «prole» y otras muchas que inventamos constantemente; y que apenas esbozan nuestro desprecio por personas que a fin de cuentas son tan latinoamericanos y mestizos como lo somos todos. Hannah Arendt escribió toda su obra sobre esta banalización del mal y los judíos se han encargado de que nadie olvide el Holocausto, pero no ha sido suficiente. No hemos podido entender que mientras no cultivemos una veneración, un verdadera respeto por la vida, como un fenómeno precioso y único de la naturaleza, y en última instancia como revelación de la divinidad (de cualquier forma que la entendamos) estaremos condenados a sufrir una y otra vez los holocaustos promovidos por nuestra propia estupidez. Porque no olvidemos que toda realidad comienza en el pensamiento y se materializa a través de la palabra. Así lo establece la Biblia, nuestro libro sagrado de Occidente que dice: En un principio fue el Verbo y a través del Verbo, Dios le dio vida a toda la creación.

El Paso, Texas



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