lunes, junio 03, 2013

Literatura / Entrevista a Sergio Ramírez

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Ramírez dice que lo perturba el modo en que «la vida reparte los papeles».  (Foto: Rafael Yohai)

C iudad Juárez, Chihuahua. 3 de junio de 2013. (RanchoNEWS).- El destino es un roedor insaciable. En el epílogo, en el preciso instante en que llega la muerte, sonríe con la victoria afilada entre los dientes. Diez estocadas de bayoneta acabaron con el protagonista de una lejana hazaña. Un adolescente de nombre desconocido mató a José Trinidad Aranda Calero, de 55 años, en un barrio de la ciudad de Masaya (Nicaragua), el 21 de abril del 2004. Discutieron con empecinamiento de borrachos sobre «quién tenía más huevos» y otras bravuconadas por el estilo. La víctima era apodada «El Panadero», se ganaba la vida vendiendo pan. La crónica policial podría haberse titulado «La muerte del repartidor de pan», asesinado con su propia arma, atesorada para recordar la promesa de lo que pudo ser y no fue. Pero en el camino surge un dato que un lector atento como Sergio Ramírez no puede despreciar. También lo llamaban «El Comandante»; en su juventud había sido guerrillero, un combatiente anónimo «de los que nunca escalaron posiciones de poder, y se quedaron tan pobres y desconocidos como antes». En vez de quedarse con la abundante mancha de sangre en la última página biográfica de José Trinidad, el narrador nicaragüense escribe «Las alas de la gloria» –un relato magistral–, que integra los doce cuentos de Flores oscuras (Alfaguara), su último libro. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12:

No es el dúo cómico norteamericano que tanta popularidad supo cosechar en la década del cuarenta. «Abbott y Costello» –otro cuento– son los nombres de los rottweiler que mataron al nicaragüense Natividad Canda Mairena, el menor de nueve hermanos que decidió buscar fortuna en Costa Rica; un joven que «solía dormir debajo de los puentes, o donde le cogiera la noche, y para que nadie fuera a denunciarlo como indocumentado se fingía tico al hablar». En «La puerta falsa» se recompone el naufragio de Amado Gavilán, un boxeador al que –según cuenta el hijo al narrador– lo llamaban «a última hora para llenar un hueco en el programa, sabiendo que se trata de alguien en buena forma física, pero incapaz de amenazar a un oponente de categoría». El juez de instrucción de Masaya evoca en «Ya no estás más a mi lado corazón» la llegada del circo de los Hermanos Garrido y el crimen de Mireya Montes Caballero, mujer orquesta por necesidad: amazona, trapecista, vendedora de boletos y prostituta. Quizás el mar se lo devuelva. La mujer embarazada, la protagonista de «El autobús amarillo», se niega a regresar a su casa sin el cadáver de su marido. Ironías del destino mediante, en «La colina 155» un ladrón de guante blanco, un abogado corrupto, se cruza con un ladronzuelo en el jardín de su casa. Comparten un pasado en común como ex combatientes del Frente Sandinista de Liberación Nacional. «No te perdás, le dice cuando lo despide, cuando necesités de mí, ya sabés que estoy a tus órdenes. No tenés por qué andar robando, un día te puede costar caro», recomienda el abogado.

Los ojos de Ramírez se achinan cuando se queja del frío imperante en Buenos Aires. En la claridad meridiana de su sonrisa anida la satisfacción de quien supo torcer un mandato. «Mi padre me mandó a estudiar derecho; él quería que yo fuera abogado. Y fui a la universidad, aunque nunca pensé que fuera a ejercer la profesión. Antes de terminar la carrera, había publicado un libro de cuentos y le regalé un ejemplar a mi padre, que no me había mandado a la universidad para ser cuentista sino abogado. Yo estaba un poco temeroso de su reacción. Mi padre cogió el libro con mucho orgullo y me dijo: ‘ahora tenés que escribir una novela’. El, como todo el mundo, creía que el cuento es un escalón para llegar a escribir una novela», cuenta Ramírez en la entrevista con Página/12. «El estudiante» es el primer cuento que escribió, en 1959, cuando tenía 17 años. «La única facultad de derecho que había en Nicaragua estaba en León y yo tuve que viajar desde mi pueblo –Masatepe–, que estaba a 150 kilómetros. Lo mismo hacían muchachos de todo el país; estábamos hacinados en un aula muy calurosa más de cien estudiantes. Luego el aula se iba despoblando, hasta que a fin de año éramos unos cuarenta o cincuenta. Al final nos graduábamos ocho o diez. Había muchachos que tenían que regresar porque sus padres no podían sostenerlos. Los libros de textos eran caros. En el cuento narro la historia de un estudiante a quien le avisan que su padre está preso y la madre le pide que regrese a su pueblo. Es un cuento sobre alguien que resulta derrotado desde el principio. Siempre me pregunté qué habrá pasado con los compañeros que se fueron. Quizá sean choferes de autobuses... algo que no es lo que querían ser. En ese tiempo, ser abogado era el gran sueño de una familia humilde.»

Recién cuando se fue a vivir a Costa Rica, en 1964, Ramírez comenzó a escribir su primera novela, Tiempo de fulgor. «Yo no pensaba ser novelista –confiesa–. Me entrené para ser cuentista. Leí mucho a Chéjov, a Maupassant, a O.Henry, a Faulkner, a Ambrose Bierce, a Horacio Quiroga, antes de conocer a Borges. Y mi segundo entrenamiento fue con Cortázar, Rulfo y Onetti».

¿Qué aprendió en esa etapa inicial de entrenamiento?

Con Chéjov aprendí la tesitura del cuento, ese aire melancólico que le da al relato. No hay nada espectacular, nada sorpresivo; es una melancolía risible. Un cuento de Chéjov puede terminar sin que te haya dicho nada espectacular. El cuento está hecho línea a línea, es decir tiene una atmósfera. Y esta fue una enseñanza muy importante para mí. La enseñanza de O.Henry es la construcción matemática, como un cuento que se llama «Los reyes magos» sobre una pareja muy pobre que no tiene nada que regalarse, y él piensa regalarle a ella un broche para el pelo y ella piensa regalarle a él un broche para la corbata. Y resulta que ella va a vender el pelo para poder regalarle el broche. Uno se encuentra con una geometría perfecta del relato por doble vertiente. O los cuentos de Ambrose Bierce, que de repente el relato se parte y va por otro lado. Esa es la técnica, que es tan importante en el cuento: poder ver el revés del relato y cómo está construido.

¿Qué pasó cuando empezó a leer a Borges, a Cortázar y a Rulfo?

Borges es para mí la perfección del lenguaje; con Cortázar aprendí que hay una puerta falsa que saca al relato de la realidad y de repente uno se encuentra en otra dimensión. La gran enseñanza de Rulfo es que si uno lograba apartar lo vernáculo, el cuento podía avanzar con éxito. Pero ya Quiroga me había enseñado muchísimo; es un gran maestro del cuento.

Lo primero que llama la atención de algunos cuentos de Flores oscuras es cierto tipo de personajes, como el héroe de la guerrilla que termina asesinado por un adolescente en una reyerta callejera. O el relato sobre los artistas de circo. ¿Por qué esos finales tan poco épicos?

Siempre han ejercido una gran fascinación sobre mí estos personajes que brillan en la crónica roja no para su bien, sino porque son víctimas o victimarios y tienen esos quince minutos de fama, como decía Andy Warhol, pero luego sus vidas se apagan porque terminan en el cementerio o en la cárcel y nadie vuelve a hablar de ellos. Algunas de estas historias están entresacadas de la crónica roja, retocadas y cambiadas por la imaginación. Este hombre que mataron en una reyerta, que muere a manos de un adolescente que no sabe quién es al que está matando ni le interesa, fue un hecho real que me conmovió. Y por eso titulé el cuento «Las alas de la gloria». Este hombre tuvo un instante de gloria, participó de un hecho heroico, pero los acontecimientos pasaron sobre él y volvió a ser pobre, fue cambiando de oficio hasta que le sobreviene ese tipo de muerte. O el personaje del cuento «Abbott y Costello», que efectivamente está sacado de la crónica roja; el inmigrante destrozado por los perros que se volvió un casus belli entre Nicaragua y Costa Rica. Yo me aparto de todo eso y simplemente voy al hecho de ese inmigrante ilegal que se mete en un taller de mecánica con intenciones de robar, según dice la policía, y los perros lo matan. Y nadie interviene. Al fin y al cabo, lo que me interesa es el hombre humilde que anda con su retrato de la primera comunión. Y la reacción de la familia, que vive en un poblado pobre de Nicaragua. Detrás de estos acontecimientos poco épicos –la felicidad y la gloria no existen– hay seres humanos. Yo me guío por lo que Chéjov decía. El cuento se escribe sobre los pequeños seres; difícilmente uno escriba un cuento sobre un personaje relumbrante que tiene un lugar bajo los reflectores de la historia. Me importan los pequeños seres que están en los rincones oscuros de lo cotidiano, como los retratados en Flores oscuras. Ninguno de esos personajes ambiciona la gloria ni la fama.

Pero tal vez aspiran a una modesta cuota de reconocimiento, como el boxeador.

En el mundo del boxeo están los boxeadores estelares, que son los que pelean al final y por los que la gente paga. Y luego están las peleas de relleno, que empiezan más temprano, con boxeadores sin cartel. Un hombre se entrena, con todo lo que tiene de voluntad, de perseverancia, para ser un gran boxeador. Pero termina siendo un peleador de relleno; lo llaman para las peleas secundarias. Y así se define su suerte. Esto siempre me perturba porque se trata de cómo la vida reparte los papeles. Una madre que lleva a su niña a estudiar ballet cree que va a ser una gran balletista; no come, hace dieta, ejercicios. O el niño que vive tocando el piano ocho o diez horas, se sacrifica y no tiene niñez. De repente resulta que nunca va a ser un solista, nunca va a ser un gran pianista. Sólo hay un solista o una «prima ballerina», aunque hay miles que lo intentan.

¿El punto de partida de sus cuentos está en la realidad?

A veces, otras son recuerdos como el cuento de la foto donde estamos con mi padre, mi madre y mis hermanos. Me fascina lo que está más allá de los márgenes de la foto. Y lo que está dentro de la foto, en la penumbra, en la oscuridad. La vida que hay ahí y de repente la ambición de meterse en la foto, que es meterse en el pasado y empezar a caminar por esa casa ahora vacía. Eso me movió a escribir ese cuento. Y luego también otros recuerdos de la infancia, como el del circo, esos circos desastrados que llegaban a mi pueblo y que no tenían carpa porque eran muy pobres. Mi padre tenía una tienda y las trapecistas y los payasos iban a comprar cosas. Era gente muy pobre que tenía sus propios dramas: celos, prostitución y crimen.

¿Cuál es su ambición como cuentista?

El lector nunca tiene que perder el interés. Un cuento atrapa desde el principio y hay que colocar los ganchos que sean capaces de ir llevando al lector página a página. Que sienta que siempre hay algo por descubrir. Y que pueda encontrarse con algún tipo de sorpresa. Y consumar el cuento hasta el final, que el lector no se vaya antes. Esa es la ambición del que está escribiendo un cuento. Desde luego, lo mejor es concebir el cuento de una vez, tener la historia completa desde el principio y no enredarse en el camino. Saber uno adónde va, porque es un camino que debe ser muy recto: no puede ir por vericuetos y enredar al lector con cosas que son ajenas a la historia central. Toda escritura es técnica, pero en el cuento la técnica es imprescindible, es parte de la sustancia de la narración.

¿Alguna vez un cuento se extendió y terminó en novela o una novela devino cuento?

No que yo recuerde. Hay novelas donde, al estilo cervantino, entran cuentos, historias pequeñas que se desarrollan dentro de la novela, como en ¿Te dio miedo la sangre?, o en otra que escribí después, Un baile de máscaras, que es la historia de mi familia y de mi infancia en Masatepe, en la que voy enhebrando una serie de relatos, uno tras otro, como en una pista de circo, a una gran velocidad. El Quijote no es más que una sucesión de historias que se van enhebrando en el camino. La puntada maestra es el camino.

Cuando comenzó a involucrarse en la lucha contra la dictadura de Somoza, ¿pudo seguir escribiendo?

No. En el ’75 dejé de escribir. Estuve diez años sin escribir, fue mucho, un hueco en mi vida. Hasta que en el 85 me di cuenta de que no podía seguir así. Me acababan de elegir vicepresidente y seis años más sin escribir me parecía un desastre. Me aterrorizó pensar que dejaría de ser escritor para siempre. Comencé a levantarme a las cuatro de la madrugada para escribir. Y publiqué un libro breve, Estás en Nicaragua, donde reconstruí mi relación con Julio Cortázar y fuimos a visitar a Ernesto Cardenal en Solentiname. Con ese libro desentumecí mis dedos. Luego escribí la novela Castigo divino. Y nunca más dejé de escribir.

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