viernes, junio 28, 2013

Textos / Juan Bonilla; «Ibargüengoitia, la bolsa, la risa»

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El escritor mexicano (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 28 de junio de 2013. (RanchoNEWS).- Reproducimos el texto de Juan Bonilla tomado de su blog Biblioteca en Llamas publicado en El Mundo:

Fue en el año 66 cuando Monsivais, en el prólogo a su antología de poesía mexicana, afirmó que la asignatura pendiente de la literatura mexicana era el humor. Ibargüengoitia por entonces apenas había empezado a decir «eso es asunto mío, yo lo arreglo», pues dos años antes había ganado el prestigioso premio Casa de las Américas con su primera novela, Los relámpagos de agosto, una hilarante narración sobre cómo, con qué desfachatez y qué tendencia al bodrio y al negocio personal, se hizo la Revolución. Con esa novela breve, Ibargüengoitia iniciaba una trayectoria que partía de un fracaso asumido: había intentado ser autor teatral, pensaba que su género, el género donde su gracia mejor brillaría, era el teatro, pero las marquesinas de los teatros eran demasiado pequeñas para un nombre tan largo, según le dijo Rodolfo Usigli, su maestro. Los relámpagos de agosto se presenta como una respuesta: la que un general abatido por el infortunio y que no ha sido fusilado por piedad y favores personales, da a algunos libros de memorias de los protagonistas principales de la Revolución. Se me da mejor la espada que la pluma, comienza la confesión, que trata de eximir de responsabilidades al protagonista, José Guadalupe Arroyo, y que, casi sin darse cuenta, al narrar cómo acontecieron algunos episodios sensacionales de la Revolución mexicana, nos la muestra como una opereta donde lo político apenas tiene importancia al lado de la relevancia que tienen las ambiciones personales. Cualquier sentido del Estado o de bien común es fácilmente aniquilado por el incorregible deseo de medrar de los supuestos revolucionarios, militarotes con facilidad para hacer estupideces y mejorarlas con sus explicaciones, ocasionando momentos donde la risa nos obliga a interrumpir la lectura.

Con Mosiváis tuvo Ibargüengoitia una encendida polémica a cuenta de Alfonso Reyes, a quien Ibargüengoitia le afeaba la solemnidad y la erudición que no era más que erudición, que no buscaba encender ningún ánimo sino más bien sólo dejar sentencia de lo mucho que sabía el polígrafo sobre tantas cosas. Monsiváis, que también sabía de muchas cosas, defendió a su maestro, y quizá esa agria polémica le impidió apreciar que el sentido del humor, desde Ibargüengoitia, había dejado de ser una asignatura pendiente para la literatura mexicana. Ibargüengoita publicó luego Maten al león, que es una novela que hay que situar entre los retratos de dictadores tropicales cuyo antecedente más efusivo es sin duda el Tirano Banderas de Valle-Inclán, uno de los pocos escritores españoles del siglo XX que dice algo en Latinoamérica. Siendo ambas novelas relatos bien medidos, con prosa rápida, de las que no se dan importancia y se ponen al servicio de lo que van desgranando, lo mejor sin duda estaba por llegar. Uno de los intereses fundamentales de Ibargüengoitia estribaba en escudriñar la vida provinciana de México, los secretos, las mentiras de la idílica vida de provincias, y para ello inventó un estado, el estado de Plan de Abajo, que no pretendía ser un territorio mítico, sino un mero transplante de su Guanajuato natal. Donde mejor exploró la confrontación entre la mirada urbana que cree que lo ha visto todo contra la aparente ingenuidad provinciana que se asusta de los adelantos de la modernidad, es en Estas ruinas que ves, del año 75, siguiendo los pasos de un profesor universitario que vuelve a su provincia para descubrir que basta rascar en la superficie de los muchos silencios que la vida local guarda para darse cuenta de que allí afloran mezquindades, vilezas y crueldades que nada tienen que envidiar a las de la metrópolis, y, sobre todo, en Dos crímenes, una de las grandes novelas de Ibargüengoitia. Aquí, forzado por una persecución policial, el protagonista va a buscar cobijo a casa de su tío, un potentado rodeado de sobrinos que se disputan su herencia y a quien quiere estafar para conseguir dinero suficiente con el que huir. Recluido en su cómoda hacienda descubrirá que, junto a las pasiones que desata en una prima y en su hermosa hija, que se lo disputan noche sí y noche también, no tiene más remedio que amontonar mentira sobre mentira para mantenerse en una situación tan privilegiada, y sospechosa, como la que disfruta. Su condición de extraño, de foráneo que viene a tomarle el pelo a los locales, lo coloca en una posición endeble en la que se afianza ganándose la confianza de su tío enfermo. La novela es llevada a su resolución sorprendente con mano firme, con escenas deliciosas, con un continuado susurro donde campa a sus anchas la aparente ingenuidad de los locales, que saben más que los ratones coloraos, y la falsa experiencia del urbanita, que está descolocado todo el rato y cae en una trampa mortal. Mezcla de tragicomedia y novela policial, Dos crímenes, es una elocuente indagación en el viejo tema de la mezquindad y la avaricia (un tema fundamental en Ibargüengoitia, que demuestra una y otra vez que la avaricia, por desgracia, no sólo no rompe el saco, sino que lo va agrandando más y más, sin importar cuántas víctimas deja en el camino).

Pero si hay que destacar una novela de Ibargüengoitia, sin duda que tenemos que recalar en Las muertas, protagonizada por auténticos arquetipos de la avaricia, las hermanas Baladro, que sí, terminaron en la cárcel, pero sólo para hacerse dueñas de la cárcel y seguir enriqueciéndose, porque allí donde reina la corrupción, no hay parcela donde la corrupción no sepa imponerse fácilmente. Aparte de excelente narrador, Ibargüengoitia era uno de los mejores cronistas de México, uno de los padres de la hoy muy ponderada crónica latinoamericana. Sus recopilaciones de crónicas no desmerecen al lado de sus novelas, ahí están títulos como Instrucciones para sobrevivir en México, Misterios de la vida cotidiana o ¿Olvida usted su equipaje?, de entre los que Juan Villoro hizo una selección en Revolución en el Jardín (Reino de Redonda). Y el cronista y el novelista colaboran en Las Muertas, que recrea un caso real –de crónica de sucesos– que conmocionó a México en los años 60. Al parecer Ibargüengoita, antes de ponerse a escribir la novela, se propuso escribir un gran reportaje sobre el caso de unas madames, propietarias de varios burdeles, que guardaban en distintos terrenos los cadáveres de sus prostitutas, muerta cada cual en penosas circunstancias. Las hermanas Baladro no tenían problema alguno en secuestrar y esclavizar a las mujeres que ponían a la venta cada noche en sus locales, con nombres tan atractivos como México Lindo. Compraban con facilidad a los policías que hacían la ronda y a las autoridades municipales a las que pagaban impuestos y mordidas para que no se entrometieran. Y por supuesto en las noches de mucho tequila, invitaba la casa.

La novela arranca como la crónica de la venganza de una mujer de armas tomar, Serafina Baladro, que tirotea sin piedad a un ex amante que la ha abandonado por tercera vez, lo que da lugar a una investigación en la que van acumulándose las informaciones, los testimonios de distintos personajes, convirtiendo lo que aparentaba ser un mero caso de celos patológicos culminado en tiroteo en una serie de crímenes de los que nada se hubiera sabido si el amante tiroteado por Serafina, al prestar declaración, no hubiera reconocido que en cierta ocasión prestó ayuda a la mentada y a su hermana para trasladar y enterrar un cadáver de mujer joven. Perfectamente estructurada, la novela, que empieza pareciéndonos ligera y encantadora, con esos amores enfermos que tanto divierten si tienen una pátina provinciana, acaba convirtiéndose en un mapa de la monstruosidad y la deshumanización. Y las risas que la novela aquí y allá proporciona, acaban helándosenos al reconocer en el cúmulo de testimonios la conciencia de lo poco que vale la vida humana en lugares donde unas mujeres pueden desaparecer de la noche a la mañana sin que nadie, en parte alguna, venga a echarlas de menos, y lo nauseabunda que llega a ser la avaricia de quienes, a pesar de todo, siguen acumulando riqueza incluso enrejados, o siguen ejerciendo su poder –como el capitán Bedoya, otro amante de Serafina, cómplice de sus crímenes, que a pesar de perder los galones militares, acaba también en la cárcel recibiendo todo el respeto y las atenciones de carceleros y reclusos.

Ibargüengoitia es un grande. De eso me parece que no cabe ninguna duda, pero por si hace falta, ahí va el dato: es verdad que, salvo en México, no es un escritor muy conocido, pero también es verdad que desde que aparecieron, sus novelas no han dejado de editarse y reimprimirse, y siempre han encontrado nuevos lectores que lo mantienen vivo, sin las alharacas de otros autores del Boom, es cierto, pero al revés que muchos de ellos, sin dejar de estar presentes y seguir vivos –a pesar de su temprana muerte en un accidente aéreo en Mejorada del Campo, 1983, cuando viajaba de París a Bogotá haciendo escala en Madrid. Ahora, después de ser publicado por Joaquín Mortiz en México y Seix Barral en España, RBA recoge el testigo y lleva publicados ya seis libros suyos: Las Muertas, Los Relámpagos de Agosto, Los Pasos de López, Estas ruinas que ves, Dos crímenes y La Ley de Herodes. Mientras muchos de los cacareados maestros del Boom de los años 60 se han desfondado, Ibargüengoitia sigue en perfecto estado de forma.



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