lunes, julio 29, 2013

Textos / Glafira Rocha: «La obsesión de los ojos: Buñuel el voyeur»

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Fotograma de Un perro andaluz. (Foto: Archivo)

Ciudad Juárez, Chihuahua. 29 de julio de 2013. (RanchoNEWS).- Un ojo en una cerradura mira, observa, espía. Un marido celoso del otro lado y una afilada y larga aguja que se encaja con la intención de traspasar ese ojo que irrumpe en el universo de los enamorados. El ojo se vacía, se desangra, el espía grita: perdió uno de sus más preciados valores. En la imaginación paranoica de un hombre preso de la celotipia sucede esta historia que no tiene relación con la realidad; nadie ve, no hay otro detrás de la puerta, aunque su respuesta se corresponde con su fantasía, pues un cerebro no distingue entre lo que sucede verdaderamente y lo que la ilusión le señala. Los ojos son su obsesión, la vista del voyeur que participa en el suceso como un ser ausente y presente a un mismo tiempo. La mirada que logra un juego de espejos: el autor que imagina, el actor que representa, el espectador en su butaca, quien también irrumpe en ese caleidoscopio elucubrado por una mente, la de Luis Buñuel.

En Él (1953) entramos en la enfermedad del personaje: ciego por los celos, ve lo que no está y entonces la historia nos envuelve en el marasmo de no saber qué es cierto y qué falso. La mirada de complicidad del espectador es dividida entre la pobre mujer maltratada y el triste marido cornudo. Buñuel deja la sospecha: ¿fueron los celos los que provocaron que la alucinación se hiciera cierta, o la infidelidad alimentó una patología?

Ahora el espectador se apachurra en su butaca; no puede creer lo que ve, sigue observando, le da escalofrío, quiere gritar pero no se atreve, es imposible que un ojo en tamaño panorámico sea cercenado, no hay palabras, la imagen es muda y para 1929 la intención de Buñuel surtió efecto: lograr un pasmo, un choque traumático con el que se anularan los pensamientos y quedara sólo el registro del miedo. Podría creérsele una imagen que invita a la introspección, al análisis simbólico, a una interpretación metafórica, pero Buñuel sólo dice: «la imagen la puse porque había aparecido en un sueño y sabía que iba a repugnar a la gente». Más sencillo que un parpadeo.

Los niños pueden ser perversos, llenos de la misma insinceridad de cualquier adulto: la inocencia se pierde dentro de la miseria. Un ciego violenta a una niña en medio de una lluvia de piedras, el ojo de una gallina se encuentra con esa vista muerta. Buñuel busca durante más de seis meses, deambula por barrios a los que nadie se asoma, hurga en historias de los periódicos y surge Los olvidados (1950). Una mirada diferente, que muestra la otra cara de una gran ciudad. Las críticas divididas, el espectador indignado y al mismo tiempo sorprendido. Buñuel muestra en cámara lenta: «porque da una dimensión inesperada hasta el gesto más trivial, nos hace ver detalles que a la velocidad normal no percibimos».

Los ojos son un detalle y al mismo tiempo el contenido completo dentro una estética, la buñueliana. La mirada es una constante, es la historia no dicha y que ofrece más elementos que cualquier diálogo. Unos ojos saltones, grandes, profundos, que ven más allá de lo que es. Un mirón que curiosamente no gustaba de ser visto y se escondía detrás de sus sueños e historias en las que, según él, no se mostraba la suya. Tomás Pérez Turrent dice: «Buñuel prohíbe que uno intente asomarse a su interior». José de la Colina menciona: «Buñuel se resistía a explicar sus películas y, si bien negaba rotundamente que éstas carecieran de sentido, ni afirmaba ni negaba nuestras interpretaciones».

Una visión con cambio de perspectiva y ahora el diablo es mujer, una bella que muestra sus pechos para tentar al santo. El espiritualismo y el realismo. Simón del desierto (1964) participa de la tentación, del encuentro con la renuncia o la entrega a cualquier deseo. El anacoreta que pretende ser tocado está en su columna rígido, como los personajes que le gustaban a Buñuel: «personajes con ideas fijas», con el ojo puesto en el objetivo y sin quitarlo hasta que la imagen perfecta aparezca. Como en Nazarín (1958), Viridiana (1961) y Ensayo de un crimen (1955), tenemos personajes que, aunque claros, mueven su registro para aceptar una realidad que los toca. Así, su creador cinematográfico, ante la censura, hace mejor un pequeño cambio, porque la meta es mayor: acompañar la mirada de un público que está necesitado de ver más allá del melodrama, la risa o la reflexión. Luis Buñuel se plantea un arrebato a la congruencia: lo onírico se mezcla con una crudeza de lo comprensible para asestar un golpe a la lógica de la psique: «yo no psicoanalizo mis películas», dice el autor a quien un psicoanalista calificó como no-psicoanalizable.

Ante una imagen plagada de simbolismo, hay algo más profundo en la mirada cinematográfica de Buñuel: entre los sueños, los insectos, las gallinas, los zapatos y la ropa femenina se develan los detalles nimios y olvidados. El objetivo parecería convertir al espectador en un personaje más de la cinta, de modo tal que se enfrente a su propia historia a partir de que el cineasta, con su mirada, le sacude el registro de lo cotidiano. Hay entonces una parálisis ante lo incomprensible: esa nueva visión aparece con recurrencia en nuestra vida ordinaria, pues la película se presenta de nuevo en la memoria, se mezcla con la propia realidad, y su lógica fragmentada adquiere claridad. El objetivo se cumple cuando la historia queda impresa, fija, para llevarla con nosotros a todos lados.

Nuevamente el ojo se acerca al orificio de la cerradura para ver sin ser notado, el ojo se pega más para entrar en el universo buñueliano, pero nada encuentra, hay censura, el ojo parpadea para humedecer el irritado globo ocular, casi renuncia a su tarea, hasta que se asusta cuando se da cuenta de que es observado: otro ojo desde otra cerradura ha estado ahí viendo que buscan verlo. Es Buñuel entrando en una red de miradas, y en la que la suya dice: «Me gusta estar solo con mi alma y soñar despierto, imaginar lo imaginable y lo inimaginable».

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