viernes, agosto 23, 2013

Artes Plásticas / Entrevista a Ricardo el Mono Cohen «Rocambole»

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El artista argentino. (Foto: Pablo Piovano)

C iudad Juárez, Chihuahua. 23 de agosto de 2013. (RanchoNEWS).-La calva le brilla por la luz vespertina de la ventana. Canoso a los costados, barba candado blanca y lentes de marco fino. En un rato hablará con Gari Facundo de Página/12 de la «polisemia» de la imagen, de la destreza epiléptica del sentido. En eso, hará imaginar que el que mira por la «cebolla de cristal» podría no ser él sino un colega suyo de igual identikit: Peter Blake, el pintor que armó el sepelio de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Que si fuera el inglés, podría estar mirando hacia las calles de Liverpool a ver si pasa George Harrison. Pero no. Aunque el que mira por la ventana no es menos popular, valgan la distancia, el colonialismo y el mercado. Es Ricardo Cohen. El Mono, como lo llamaron en la escuela «porque era peludo e iba de pantalones cortos». Rocambole. Sí, el autor de todas las tapas de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Y mira hacia la vereda desde La Biela, el pituco café de la pituca Recoleta, a ver si de casualidad pasa Skay Beilinson. Es que «le gusta salir a correr» por esa zona, cuenta. Si levanta un poco la vista, puede ver al fondo el Centro Cultural Recoleta (CCR), donde exhibe Rocambole contra el arte contemporáneo. Si la baja, está el pebete de queso y tomate que sólo probará al finalizar la entrevista, cuando se diluyan las esperanzas de otear al guitarrista ricotero en ropas deportivas.

Catorce pinturas «grandes», viñetas del gran comic siniestro que sería su obra, componen esta muestra de título «provocativo». Para explicar por qué lo es, Rocambole repite la anécdota del origen de su seudónimo. «Es el nombre de un folletín francés de fines del siglo XIX. Mi padre tenía toda la colección y yo la había leído de chico. Mientras estudiaba en la Facultad de Bellas Artes y todavía quería dedicarme al arte de galería, me dije que debía separarlo de la historieta, el diseño y la publicidad». El Mono estrenó el nombre del héroe de Ponson du Terrail en un comic de la revista Cerdos & Peces, circa ’80. «No sólo incluía la fonación ‘rock’, sino que era todo el nombre sonoro. Rocambole terminó haciéndose mucho más famoso que Cohen, así que la parte que quise aislar se morfó la otra. Más tarde comprendería que una separación entre artes cultas y populares es absurda, propia de la elite de fin de siglo pasado», ubica. Y ahora sí llega al rótulo de la exposición. «Los títulos de las aventuras de ese ladrón aventurero eran parecidos: Rocambole contra las Mujeres Arpías, por ejemplo. La anterior muestra, que hice en el Palais de Glace en 2002, se llamaba Rocambole en el Palacio de Hielo. Mis muestras siempre aluden al folletín». Aunque la del CCR viene con «una puñalada inocente al propio medio».

¿En qué sentido?

El arte contemporáneo es una marca que se usa para performances e instalaciones, formas de arte en las que cualquier cosa puede ser posible y que tienen origen, hace casi cien años, en el mingitorio de Marcel Duchamp, que transformó un museo en un baño. En general, las circunstancias actuales del arte son de gran generosidad. Se democratizó. Ya no hay que vivir en la tiranía del saber pintar, no es necesario hacer cursos de curaduría. Cualquier experiencia puede tomarse como arte, incluso la vida misma. El fenómeno abre un gran camino. ¿Pero todo el arte contemporáneo es bueno? Allí empezamos a dudar. Veo muchas situaciones que no pasan de chascarrillos. Pocas veces veo dosis de profundidad. No quiere decir que nunca las encuentre: soy admirador de Daniel Fitte, un artista extraordinario de Olavarría. Tampoco digo que el arte «deba» tener profundidad, pero hay calidad, obras interesantísimas o espantosas.

Las de Rocambole son tan interesantes como descubrir que él no es un fantasma, un vampiro o un loco, la fantasía de un admirador que nunca hubiese visto la cara del autor y sólo tuviera el mito y los discos de los Redondos. Para ese hipotético feligrés de la PR coronada, el encuentro con el dibujante de carne y hueso produce una emoción agridulce, similar a la de descubrir que Papá Noel son los padres. Es la coalición entre la ficción y la realidad, el instante en que se confunden, y es parecida la sensación que ofrecen sus pinturas de vigilia y ensueño, de oscuras pesadillas a ojos abiertos. Un verbo oportuno para describirlas sería «gritar». Como extensión del universo ricotero –al que Rocambole está ligado como pocos creativos gráficos del rock a otros grupos–, observarlas es parte de la liturgia redonda. A las inéditas y a las ya conocidas. «Hay dos o tres cuadros que expongo siempre porque suponen una protesta instalada. Por ejemplo, Cómo no sentirme así, un ensayo sobre situaciones de agresión a los derechos humanos. Mientras no aparezca (Jorge Julio) López, ese cuadro estará presente», asegura. ¿Y esa cara de ahí, Feisbuc, es Charly García? «No, nada que ver. La polisemia del arte, como decía, hace que la gente vea varias situaciones».

¿Entonces es un... homenaje a Zuckerberg?

No tengo cuenta de Facebook, pero hay varios «Rocambole» de chicos admiradores. Homenajes. He tenido que recurrir a ellos para armar un currículum porque tienen mis datos bien registrados. Con respecto a Internet, siento que hay un exceso de comunicación. Me escucho y pienso en los viejos tangueros que denostaban el rock, pero yo todavía estimo la privacidad, la presencia y cierto misterio. Cuando era chico, durante el primer gobierno peronista instalaron los teléfonos en La Plata. En ese tiempo, teléfono tenían el médico y el almacenero del barrio. Algunas chicas también, y uno las llamaba desde algún público o de la Unión Telefónica, donde estaban los conmutadores. La vida transcurría perfectamente. No había la celeridad actual ni la misma cantidad de habitantes, pero se podía sobrevivir sin estar «conectado». Ahora, con las tecnologías, los sistemas de vigilancia sobre el ser humano se afinaron, atrapándonos absolutamente en redes que saben todo de nosotros. Eso me incomoda. No es algo que no pensáramos que en algún lugar de Silicon Valley están todos nuestros correos electrónicos.

Dicho así, suena a paranoia conspirativa.

Teníamos la paranoia antes. La confirma este agente de la CIA, Snowden.

Rocambole nació en Parque Patricios, pero La Plata –donde vive desde niño– es su centro de acción. Como otro sitio importante en su geografía menciona a Brasil, destino por dos años cuando se produjo en la Argentina el último golpe de Estado. Pero se anota entre las personas que creen que la Ciudad de las Diagonales es el mismísimo centro del universo. Le aflora la pasión al enumerar leyendas de sus pagos: que La Plata estaría basada en un diseño que Julio Verne volcó en 1879 en la novela Los quinientos millones de la Begum; que el plano se habría presentado en la Exposición Universal de París de 1900, donde el propio Verne habría premiado a Dardo Rocha; que los Benoit de Berisso serían herederos de Luis XVI; que la ciudad tendría ADN masón y que por eso estaría poblada de símbolos: «La calle 13 es la que divide la ciudad, si sumás los números de cada esquina te da 666 y uniendo con líneas los poderes públicos en un mapa se forma una cruz invertida».

¿Cómo conseguía ese tipo de data antes de Internet?

Había que tener voluntad. No era fácil y por ahí no llegaba todo. En ese momento, uno mismo se dirigía hacia determinadas cuestiones. Durante los primeros pasos del rock nacional no teníamos mucha información de lo que ocurría en Londres o en San Francisco. Eso ayudó a la búsqueda propia.

Recientemente, en uno de esos perfiles de Facebook, se reseñaba que usted fue uno de los ideólogos y miembros de la comunidad artística La Cofradía de la Flor Solar, precursora del hippismo, incluso anterior al Mayo Francés. ¿En esa experiencia también influyó «no saber»?

Claro, si hubiéramos tenido MuchMusic no nos hubieran dado ganas de hacer rock, nos hubiera desalentado ver todo lo que había. En cambio, teníamos pocos indicios. Hubo que inventarlo a nuestro modo. Gran parte del rock nacional se debe a la escasez de información. Ni sabíamos lo que era un hippie. Un día vino uno con una revista y dijo: «¿Saben qué somos? ¡Hippies!».

¿Y qué creían que eran, cómo se denominaban?

Iracundos. O beatniks. Algunos nos decían simplemente sucios.

Por su particular mirada de La Plata, la charla vira entonces hacia un cuento de Juan Sasturain, Campitos, en el que un agrónomo determina las cualidades futbolísticas de un jugador basándose en las características del suelo. ¿Podría trazarse una organicidad similar entre ciudades y artistas? Rocambole baraja teorías. «Dicen que las diagonales de La Plata producen cierta unión. Muchos críticos de rock se han preguntado qué agua beben allí que salen tantas bandas buenas. Hay mucha influencia de la universidad: el encuentro de jóvenes de distintas latitudes hace de caldo de cultivo».

Cuando Cohen era joven, se anotó en Bellas Artes «para aprender el vocabulario», porque pintaba «hacía rato». «Todos aprendemos tres cosas a los dos años: a hablar, a caminar y a dibujar. Si hablar y caminar son tan importantes, ¿por qué dibujar no? En mi caso, el dibujo es un poder de abstracción para entender el mundo», explica. Fue parte, entonces, de esa sopa «provinciana» entre los ’60 y los ’70, cuya mosca fueron las dictaduras. Más tarde, su galería serían las bateas de las disquerías, las paredes cercanas a los antros de shows del Indio Solari, Beilinson y compañía, y los propios escenarios en los que tocarían. Se volvería un artista... «En realidad, tomo distancia de la palabra ‘artista’», zanja. «Me siento un realizador. Si se supone que el hombre naturalmente es un ser artista, probablemente casi todo lo que hago es arte. También leo a mucha gente que se llama a sí misma artista y no quiero ser como ellos.»

¿Rastrea en su vida el hito que encauzó su búsqueda lejos del «arte oficial»?

La culpa fue de una película que vi en el cine a los trece, catorce años: Semilla de maldad, con Glenn Ford. Fui a verla porque mis compañeros de colegio decían que en los créditos pasaban una música que te hacía golpear el piso con los pies. Por primera vez escuché un rock’n’roll. La canción era Bailando el rock, tocada por Bill Haley. Incluso recuerdo la primera vez que vi escrito «rock’n’roll». Fue en un diario de La Plata de esa semana, en una carta de un lector que protestaba por lo terrible que estaba la juventud. Decía que ya no se podía ir ni al cine porque los jóvenes hacían ruido con los pies.

Actualmente, en Bellas Artes, está del otro lado del mostrador: es prosecretario de Arte y Cultura, docente y un gestor cultural que les abre la cancha a los pibes, sobre todo a los que hacen arte callejero. «Soy un profesor como cualquier otro», se describe. «Vengo de una época en la que los grandes maestros se guardaban los secretos, en la que averiguar algo era trabajoso. Trato de dar lo mejor posible los datos para elaborar alguna cuestión relativa a la imagen».

Una de ellas en las que se ha pronunciado críticamente –en sentido negativo– tiene que ver con la mercantilización del arte. Rocambole contra el arte contemporáneo se exhibe en el CCR, dependiente de un gobierno porteño que muchos artistas han reprendido en ese sentido. ¿Cuál es su postura al respecto?

Voy adonde me invitan con buena onda. No hago distinciones políticas. Si me invitase un gobierno dictatorial, con las manos manchadas de sangre, no iría. Supongo que tampoco estaría en el país o que sería parte de esa sangre. He estado en casi todas las provincias y me han invitado desde instituciones que dependen del orden gubernamental, pero no hay un caso que no haya sido dentro del sistema democrático. Mi vida, medida con un metro, tiene sólo diez centímetros de democracia. Para mí sigue siendo novedosa. Por eso la respeto. A veces no concuerdo con la ideología del que me invita, pero eso es algo independiente. Si alguien no me invita porque me considera de la otra vereda, lo acepto. Si me invita a pesar de que esté en la otra vereda, también.



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