lunes, marzo 17, 2014

Textos / Luis Martínez: «El deseo y la carne»

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Anita Ekberg, en un fotograma de 'La dolce vita', de Federico Fellini. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 17 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- A propósito del Oscar a Mejor Película de Habla No Inglesa, de La gran belleza Luis Martínez nos presenta este texto publicado en El Mundo, donde recuerda la Roma que filmaba Fellini toda esa carne y deseo.   

Entre la Venus de Willendorf y Anita Ekberg empapada de su propia voluptuosidad en la Fontana de Trevi, entre la sociedad (o lo que fuere) paleolítica y la burguesía romana de los años 50, entre Marcello Rubini y Jep Gambardella, apenas media un instante de deseo o, simplemente, de sentido. O menos aún. Cuentan los estudiosos que los rasgos femeninos exagerados de las esculturas de la antigüedad con sus nalgas y vulvas desproporcionadas y sus senos hinchados son tal vez la expresión gráfica y necesaria de un hombre acosado y empeñado en sobrevivir: la fertilidad, elevada a la categoría de diosa, como el único seguro de una especie amenazada.

Pero eso, en su rigor académico y beato, con dificultad alcanza a dar un suspiro de explicación. Apenas nada. Lo realmente difícil y comprometido es entender el instinto, el impulso contradictorio y necesariamente enfermizo que nos define, a todos y en cualquier periodo de la Historia o la prehistoria, entre la belleza y la muerte; entre lo turbador y lo ordenado; entre la mentira y la verdad; entre la melancolía y el simple vacío; entre Eros, que diría el austriaco del diván, y Tánatos. «¿Qué es un artista en realidad?», se preguntaba Federico Fellini en sus memorias. Y se respondía: «No es más que un provinciano que se encuentra entre una realidad física y otra metafísica. Y ante una realidad metafísica, todos somos provincianos»

De hecho, Fellini entregó su filmografía y su vida entera a la desesperada tarea de entender esa fractura si se quiere esencial entre el deseo y la carne. En el último festival de Venecia, Ettore Scola recordaba en la película Che strano chiamarsi Federico (Qué extraño llamarse Federico) los principios de una amistad que el tiempo daría en tildar de eterna. Los dos directores se conocieron en la redacción de la revista satírica Marco Aurelio cuando Scola contaba con 16 años y Fellini, con algunos más, daba sus primeros pasos en el cine. Desde entonces hasta el final fueron, por orden, cómplices, compañeros de insomnio, colegas y, ya se ha dicho, amigos.

Gran parte de la cinta discurre por la noche de Roma, en el duermevela de una ciudad mortecina e inútil; excesiva y decadente; exuberante y ridícula; santa y puta. Carne y deseo. Es decir, la misma ciudad que ampara a aquel escritor que dejó de escribir después de su primer libro y que ahora, cuando arranca La gran belleza, cumple 65 años. En todo ese tiempo, desde la primera juventud herida al inicio de la vejez, puede presumir o dolerse de no haber hecho nada. Nada más que ver consumir el tiempo ante la evidencia de que nada tiene sentido.

Y en ese proceso de vaciamiento, de disoluto vagar por cuerpos extraños, camas ajenas, fiestas ruidosas y tetas enormes, Jep Gambardella, el héroe de Paolo Sorrentino, se confunde con la ciudad que cobija su silencio, su estupidez y su abismo. Roma, la misma Roma de Fellini, no es tanto una ciudad como un estado del alma, una inquietud que se alimenta de la carne hasta el desfallecimiento. La urbe más espiritual del planeta no es más que una trampantojo para turistas, paparazzi y desorientados. «Los verdaderos habitantes de Roma son sus turistas», se escucha en la cinta recién galardonada con el Oscar a Mejor Película de Habla No Inglesa. Y justo en ese momento uno no puede por menos que sospechar que no es de Roma de lo que se habla sino del mundo entero; la existencia reducida a un extraño deambular cerca del simple turismo sin rumbo. Y siempre en el límite de lo comprensible, de lo absurdo.

El propio Fellini, por volver a él, es eso, siempre entre la noche y el día, entre la verdad y la mentira. Dice su biógrafo Tullio Kezich que intentar tocar siquiera quién era en realidad ese hombre nacido en Rimini se convierte rápidamente en un esfuerzo inútil. Su vida se expande por cada una de las mentiras, bulos y mitos que la configuran hasta adquirir el tacto duro de la verdad. Contaba el periodista Indro Montanelli que Anita Ekberg recibió un buen día al director en su hotel. Y lo hizo completamente desnuda, por supuesto. Fellini, asustado, fingió un ataque de apendicitis y tan bien lo hizo que acabó en la mesa del quirófano. Y sin apéndice. Kezich lo desmiente, pero le cuesta; le molesta admitir el embuste sabedor de que la anécdota falsa es, en realidad, parte fundamental de la verdad de su protagonista. Fellini es cada una de las mentiras que le hacen ser verdad. Como Roma, como Jep.

En definitiva, el director de La dolce vita siempre se soñó a sí mismo, desde el principio, a imagen y semejanza del clown Pierino, porque «representa esa criatura fantástica que expresa el aspecto irracional del hombre, algo que forma parte del instinto, esa parte del contestatario contra el orden superior que hay en cada uno de nosotros». El entrecomillado es de él y, a su manera, le sitúa de nuevo en el límite, en el duermevela en el que la realidad luminosa de la ciudad se confunde con lo oscuro de la noche.

Y así, todo el erotismo de su cine se maneja y se quiere en la misma frontera; en la misma duda y protesta. Las mujeres que pasean sus traseros en bicicleta delante de la iglesia como las estanqueras de pechos rebosantes ante adolescentes torpes o el mito inaccesible de la Gradisca (todas ellas en Amarcord) son la respuesta del rebelde, del payaso, a todas y cada una de las limitaciones de una realidad que condena al pecado a las sombras, que niega la evidente realidad de la carne, del deseo. No sólo es exuberancia, es rebeldía, rebeldía alegre. Maravilla, humor y, qué si no, el verdadero sentido de la voz erotismo.

La dolce vita, de este modo, se levanta en medio como la piedra angular de una manera de concebir y entender el mundo. Ekberg se empapa en la Fontana de Trevi y en su ingenuidad pueril y desgarbada tiembla el universo. La Historia es conocida. Algo desprendía la piel de esta sueca inabarcable que desasosegaba. El director y su protagonista Marcello Mastroianni estuvieron a poco de ser linchados en el estreno en Milán; L'Osservatore Romano rebautizó la cinta como La sconcia vita (la vida obscena) y en España estuvo prohibida durante más de 20 años. «La dolce vita arroja una sombra calumniosa sobre el pueblo romano y sobre la dignidad de la capital de Italia y del catolicismo», tronó un parlamentario de la Democracia Cristina.

Pero, ¿por qué? Quizá el secreto de tanto odio se encuentre en la propia forma de narrar difusa, entre el sueño, el vodevil y el pavor, que desestabiliza; tal vez lo que molestó fue esa mirada sin prejuicios y transparente del que no dejaba de ser, como definía Rossellini a Fellini, un hombre de provincias. Eso o, más simple y agudo, la exaltación erótica de la misma decadencia, de la muerte. Cuando en la escena final, los náufragos de su propio vacío que son Marcello y los suyos se arremolinen alrededor de un pez, un monstruo marino, enorme y varado en mitad de la playa lo que se acierta a ver es esa misma fea belleza del rinoceronte que se atisbaba en Y la nave va. De golpe, el espectador es sorprendido delante de sus miedos: del terror exuberante, fértil y profundamente erótico de la propia muerte.

En Bocaccio 70, Fellini volvería a reflexionar a su manera sobre lo sucedido en la película del escándalo. Un hombre, émulo de San Antonio, vive trastornado por todo lo pornográfico y por ello pecaminoso que le rodea. Hasta que un buen día un enorme anuncio de leche es colocado justo delante de su apartamento. Ahí, la propia Anita Ekberg cobra vida para ofrecerse entera en toda su encantadora plenitud. La tentación es, ahora, el principio de la única locura posible. Fellini se ríe de sí mismo y de todos los demás, y en su risa es posible determinar con precisión algo más que la humorada de un hombre obsesionado con lo único que merece una obsesión. El sexo exacerbado, la carne abierta de par en par, el deseo es en sus manos sobre todo una herramienta que intenta dar sentido. Guido, el protagonista desorientado y sin inspiración de Fellini ocho y medio, es él mismo con la claridad que es también todos los demás. Y en su vagar onírico por sus conflictos, sus infidelidades y sus tabúes, ofrece su vida como una invención de sí mismo. En su sueño, su madre y su esposa son las misma persona; su amante y su mujer bailan, y con un látigo se esfuerza en dominar a todas sus mujeres.

En esta jugada entre verdad y mentira del Fellini, como de su vida, el erotismo se propone como solución y problema.

«Intento esclarecer en mis películas lo que no comprendo de mí, pero como soy un hombre, otros hombres pueden descubrirse en este espejo», dejó escrito Fellini. Y, en efecto, en su espejo cabemos todos. Sorrentino intenta homenajear a Fellini y como el propio maestro en Y la nave va dos cámaras de cine se descubren y reconocen, una a la otra; una revela a la otra. La ficción deja de ser tal para adquirir la dureza de lo real. Dos espejos frente a frente cuya única funcionalidad es borrar los límites.

Y en esta jugada entre la verdad y la mentira de todo el cine de Fellini, como de su propia vida, el erotismo se propone a la vez como solución y problema. Por un lado, cuestiona la frivolidad estanca y ridícula de la moral, exhibe el otro lado de la realidad, lo oculto, el pecado, la duda... Y, por otro lado, se presenta como aquello que más y mejor nos desnuda hasta la más completa de las fragilidades. El deseo se parece demasiado a la muerte.

Gambardella, como Fellini, como la propia ciudad de Roma (voluptuosamente santa o castamente puta, como se quiera), lo saben. Saben que el impulso de la carne nos hace humanos, demasiado humanos. Las tetas de Ekberg, el culo de las ciclistas o la entrepierna prohibida de Gradisca («Llegué con la mano, hasta la carne blanca, pulposa. En aquel momento, la Gradisca se volvió lentamente y me preguntó con su voz inocente: '¿Qué buscas?'») no son quizá sino el primer impulso que nos define. A todos, incluido quizá el hombre del Paleolítico que soñó una mujer desmedida. Tan desmedida y plena como la propia muerte. Esto ya es metafísica. Y, como diría Fellini, «ante la realidad metafísica todos somos provincianos».


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