domingo, mayo 18, 2014

Textos / «El grito mudo de Tomás Mejía» por Andreas Kurz

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El cuadro de Manet actualmente es exhibido en Alemania. (Foto: Archivo)

 C iudad Juárez, Chihuahua. 18 de mayo de 2014. (RanchoNEWS).- Reproducimos el texto de Andreas Kurz publicado en Confabulario segunda época del periódico El Universal. Donde nos expone con mirada critica una obra de un momento histórico y sus significaciones.  

Entre 1867 y 1869, Édouard Manet trabajó en una serie de cinco cuadros (tres óleos, un dibujo y una litografía) sobre la ejecución de Maximiliano, Miramón y Mejía en el Cerro de las Campanas. Sabemos por prensa e historiografía contemporáneas que el acontecimiento, hoy en Europa relegado a un lugar histórico efímero, fue la noticia principal durante meses en Austria, Francia, Bélgica y Alemania. Se deploró el triste final del carismático archiduque, se criticó la testarudez y crueldad de Benito Juárez; la «nueva» nación México fue presentada como un proyecto malogrado basado en un acto injusto; la «gran idea» de Napoleón III, es decir, la pretextada intención de oponerse a la influencia anglosajona sobre un país latino, fue ridiculizada incluso en los periódicos franceses. Sin embargo, en sus cuadros, Manet expresa un significado de la aventura imperial ignorado en Europa y México: el 19 de junio de 1867 los protagonistas principales no son Maximiliano y Juárez, tampoco Luis Napoleón, ni siquiera Miguel Miramón, cuyo historial político y militar es bastante sospechoso. La figura central se llama Tomás Mejía.

El óleo más conocido de la obra, actualmente expuesto en la Kunsthalle Mannheim, falsifica la historia y en ningún momento disfraza la manipulación de los hechos. El arte no suele respetar la frágil verdad histórica, sino construir una verdad que revela los significados ocultos por la verborragia de las historiografías nacionales, pero también por la aplastante autenticidad de testimonios y documentos irrefutables. Wikipedia publica una foto de las ejecuciones sin mencionar el origen de la imagen. ¿Quién la tomó? ¿Cómo? No creo que estas preguntas se puedan contestar, dado que ni siquiera Franҫois Aubert, quizás el fotógrafo más reconocido de la época, consiguió el permiso de trabajar en el Cerro de las Campanas. La foto, real o falsa, intensifica la presencia de tergiversaciones y constelaciones ficticias en el cuadro de Manet. No obstante, intensifica también la sensación en el observador de que la ejecución pintada por el francés es verídica, la representada por la foto, aunque quizás no falsa, por lo menos irrelevante.

Dos figuras en el óleo de Mannheim atraen inmediatamente la atención del espectador. A la izquierda del lienzo Manet representa a un soldado que parece ajeno a los fusilamientos. Su rifle apunta hacia el cielo, su mirada se dirige al piso. Está a tres metros del emperador y sus generales, pero pertenece a otro mundo: lo distinguen su uniforme pulcro, su quepis rojo y sus manos desproporcionadas, manos enormes que acarician el fusil como si se tratara de una guitarra. Lo distingue también su barba al estilo de Napoleón III. Con la figura del soldado pasivo, Manet inserta al emperador de los franceses en el cuadro, obliga al pequeño Bonaparte a ser testigo de las consecuencias desastrosas de su política imperialista. La idea civilizatoria de la grande nation se ha convertido en una farsa, sólo las bayonetas del ejército la propagan, las mismas bayonetas que causaron la muerte de miles de inocentes que no querían saber nada de libertad, igualdad y fraternidad, que sólo querían comer; que causan finalmente el triste final del archiduque austriaco y de sus generales mexicanos. Manet condena a Luis Napoleón a ser testigo de los resultados producidos por una mente ambiciosa, ególatra y falta de escrúpulos, su mente y la de cualquier político enamorado del poder y de su propia imagen como hombre superior.

Al otro extremo del cuadro se halla Tomás Mejía. El pintor francés respeta la jerarquía prevista originalmente por las autoridades juaristas: Maximiliano en el centro, a su izquierda Miramón, a su derecha Mejía. El emperador concedió el lugar de honor al expresidente. ¿Por qué a él, y no a Mejía? El general indígena lo había apoyado a partir de su entrada en la Ciudad de México, su valor, su integridad y su talento militar eran incuestionables. Miramón apenas a finales de 1866 se había juntado a los imperialistas, incluso durante el sitio de Querétaro surgieron dudas sobre la honestidad de sus motivos y su fidelidad. ¿Por qué honrarlo a él, por qué no distinguir a Mejía, el incondicional? Creo que la respuesta se da en el cuadro y temo que sea frustrante. Maximiliano no ha sido capaz de encontrar nexos de carácter con Mejía, porque el queretano es indio, porque es callado, porque no sabe de formas ni etiquetas, porque no tiene el don de la palabra, el que sí tiene Miramón. En el Cerro de las Campanas, Maximiliano y Miramón pronunciaron discursos bien estudiados antes de morir, escogieron cuidadosamente sus últimas palabras para la posteridad. Mejía calló. En su cuadro, Manet le otorga un sonido inarticulado, quizás la única expresión verbal posible en ese momento: un grito ahogado.

La construcción de la obra es inequívoca: en un extremo la Francia imperialista y reaccionaria que baja la mirada ante el desastre producido por los sueños delirantes de su soberano; en el otro su víctima principal, el pueblo indígena representado por Tomás Mejía. Quizás hay vergüenza en la caricatura de Napoleón III. Sin embargo, ella no impide que siga deteniéndose en el arma. Quizás hay un intento de protesta en el general mexicano, pero su boca apenas se entreabre para el grito que el humo de la pólvora cubre con un velo denso. Mejía quiere expresar la desesperación y el sufrimiento de un pueblo con un acto silencioso, un grito que nadie escucha, ni en 1867 ni 150 años después. No puedo deshacerme de una idea descabellada: ¿Francis Bacon se habrá inspirado en este grito ahogado para pintar su retrato horroroso del Papa Inocencio X: la desesperación incomunicable? Entre los polos opuestos, las otras figuras no actúan: no vemos las caras de los soldados del pelotón; Maximiliano no muestra emoción alguna, su sombrero subraya que en este lugar sólo puede ser una cosa curiosa y siempre extraña; Miramón observa como un espectador más, va a morir, pero la élite política a la que pertenece vivirá sin que importe qué bando ideológico se encuentre en el gobierno; los pocos niños y jóvenes, que Manet incluye como observadores, sólo podrían percatarse de que su propio futuro se prefigura en esta contienda trascendental entre el poder ególatra y la impotencia de una mayoría inarticulada.

Manet se inspiró en el famoso cuadro de Goya sobre las ejecuciones del 2 de mayo de 1808. Sin embargo, es posible que conociera algunos testimonios escritos durante el Segundo Imperio Mexicano que refuerzan la idea de que una cultura que se basa primordialmente en lo verbal y visual dificulta la inclusión en el imaginario nacional de los que han de permanecer mudos porque pertenecen a un mundo regido por una gramática oral indescifrable y políticamente inútil. En De Miramar a México (1864), recopilación de artículos de prensa, testimonios personales y documentos oficiales relacionados con la llegada de los emperadores a México, se relatan los primeros encuentros entre Maximiliano y Mejía. En medio de la muchedumbre, el general trata de acercarse a su nuevo soberano, pero en ese intento su caballo se desboca: el jinete experimentado fracasa ante el saludo, quizás el signo más normado de cualquier cultura escrita. El 11 de junio de 1864, Mejía debía representar la Orden de Guadalupe y pronunciar un discurso en presencia de la pareja imperial, pero la voz se le quiebra; el militar calla aterrorizado frente a ese enemigo y, aunque Maximiliano baja de su trono para calmarlo, ese día ya no hubo más palabras. El blanco baja de su pedestal. Sin embargo, no eleva al indio, sino sólo lo apapacha, incapaz de renunciar a la imagen de su propia superioridad que, en el mejor de los casos, siente simpatía y misericordia para los que viven en un sistema conceptual diferente al suyo: no puede haber comunicación.

Cierta historiografía resalta el papel de Carlota y Maximiliano como protectores de los indios. Es cierto que hay una serie de decretos y actos que comprueban la buena voluntad de los emperadores en este sentido. Es cierto que hay un intento noble de prohibir el peonaje, intento muy probablemente inspirado por el odiado Mariscal Bazaine. Es igualmente cierto que el decreto correspondiente se publicó y promulgó en versión bilingüe. Aun así: ¿qué efecto podían tener esos decretos? No sólo la hostilidad de los terratenientes, mucho más aún la incapacidad de los afectados de leer y entender, sobre todo de aceptar que el signo escrito e impreso se basa en un sistema comunicativo opuesto al suyo, impiden que esas leyes sean más que letra muerta. El noble europeo está convencido de que un documento escrito actúa, de que la escritura en sí es la actuación; el peón sólo puede ver en él un trozo de papel inútil: si su amo lo rompe, tendrá sus razones, sólo rompe signos carentes de sentido…

Maximiliano de Habsburgo escribe hasta el último día de su vida: cartas, disposiciones dirigidas a sus hermanos menores, amigos y el administrador de Miramar. No escribe contra la muerte, sino motivado por ella. Quizás busca consuelo en el poder ordenador de la palabra escrita capaz incluso de convertir el hecho caótico de la muerte en una parte normada y bien delimitada de su existencia personal. También redacta, en un español correcto, el documento más íntimo: la versión definitiva de su testamento. En Viena, la Biblioteca Nacional resguarda el manuscrito de la última voluntad del archiduque. El texto pone en entredicho un mito propagado en primer lugar por la beligerante Concepción Lombardo de Miramón. La viuda del general conservador trató de retratar a su esposo como favorito del emperador, a sí misma como protegida especial por las últimas disposiciones de Maximiliano quien le había otorgado una pensión vitalicia pagable en la corte vienesa donde, según sus propias anotaciones, fue recibida con mucho cariño y simpatía sobre todo por Sofía, la madre del fracasado emperador, y por la mítica Sisi, su cuñada. Sin embargo, el testamento no prevé pensión alguna para Concepción Lombardo. Se puede establecer una jerarquía de benevolencia descendente en el escrito de Maximiliano:

Primer lugar: sí hay pensiones para sus compañeros germanos: el príncipe Salm, el padre Fischer, los oficiales Schaffer y Günner, el médico Basch. Se agregan los dos mexicanos más cercanos a él: su secretario Blasio y su ayudante Agustín Pradillo.

Segundo lugar: Carlos Rubio, el comerciante queretano cuyos préstamos personales han de ser pagados.

Tercer lugar: Concepción Lombardo. Cito textualmente el pasaje: «Ruego a la Emperatriz Carlota de dar crédito a la carta que he depositado entre las manos de mis defensores, para recomendarle, en caso de un éxito fatal de mi proceso, la Señora Ca Miramón, nacida Lombardo, [esposa] de uno de los valientes generales que combatieron a mi lado». Es decir: el destino de Concepción se recomienda a una enajenada; es decir: Miguel Miramón es “uno” entre varios…

Lugar alguno: Tomás Mejía

Esta jerarquía no podría ser más clara, ni más decepcionante. La pirámide racial de Joseph Arthur de Gobineau revela su impacto profundo en el pensamiento europeo de la segunda mitad del siglo xix. Gracias a la escritura, Concepción Lombardo se ubica, aunque en lugar subordinado, en esa pirámide; su nombre se registra. Por otro lado, el de Agustina Castro, viuda de Mejía, cuyo hijo nació días antes de las ejecuciones de Querétaro, no tiene peso alguno. ¿Cómo habrá sido su vida después del 19 de junio de 1867? Sólo sabemos que escribir sus memorias no formaba parte de sus actividades.

La literatura nacional mexicana, exigencia del indígena Ignacio Manuel Altamirano, desarrolló una actividad febril en los años 60 y 70 decimonónicos. Que los indios sólo formen parte de ella como elementos decorativos o personajes ideologizados, no sorprende: su ser no se basa en la escritura, por ende no pueden ser integrados en novelas y cuentos; como entes históricos desaparecen. La mirada aguda de Édouard Manet aclara esta constelación que a los 150 años del Segundo Imperio Mexicano sigue vigente. Su cuadro simboliza el fusilamiento de Tomás Mejía. Las otras emes no son más que las iniciales de la palabra «marioneta». Sólo Mejía actúa, pero los fusiles europeos ahogan el único acto retórico de su existencia.


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