sábado, junio 14, 2014

Literatura / Entrevista a Gay Talese

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El escritor durante la entrevista concedida a EL MUNDO. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 14 de junio de 2014. (RanchoNEWS).- Gay Talese siempre se negó a llevar encima una libreta porque no quería que la espiral le asomara por el bolsillo del traje. Reunía detalles sobre los protagonistas de sus historias y los garabateaba en los trozos de cartón con los que sus camisas volvían del tinte. Así nacieron libros como El reino y el poder (1969), Honrarás a tu padre (1971) o La mujer de tu prójimo (1981). También cientos de reportajes que publicó en la revista Esquire o en las páginas del New York Times. Una entrevista de Eduardo Suárez para El Mundo:

Esta vez Talese no toma notas en un cartón sino en una de las servilletas del bar del hotel Pierre: un entorno decadente y mal iluminado donde ha citado a su interlocutor. Luce una chaqueta oscura y una corbata a juego con el pañuelo amarillo que lleva en la solapa y agradece al camarero el detalle de traerle unos dulces que no probará. Antes de iniciar la conversación, levanta el sombrero del asiento y lo coloca boca arriba sobre la barandilla de una escalinata. Admite algo avergonzado que ya no va al gimnasio y dice que lee la prensa cada día mientras desayuna en su domicilio del Upper East Side.

Usted llegó al periodismo a través del béisbol. ¿Cómo ocurrió?

La culpa de todo la tuvo la II Guerra Mundial. El Gobierno racionó la comida y la gasolina y los equipos de béisbol no pudieron hacer sus pretemporadas en Florida. Así fue como los Yankees vinieron a entrenar a unos kilómetros de mi pueblo y conocí a los periodistas que llegaron con ellos. Hoy los periodistas deportivos visten como camioneros. Pero entonces eran muy elegantes y enseguida me enamoré de su glamour. Me pareció que aquél que era un trabajo magnífico porque podías ir gratis a todos los partidos y te pagaban por escribir. Al cumplir 14 años, empecé a publicar artíulos sobre mis colegas del instituto en el semanario local.

¿Recuerda su primer jefe en aquella publicación?

Como si estuviera aquí sentado. Era un señor mayor con planta de patricio que siempre llevaba pajarita y se daba un aire a Thomas Jefferson. Había nacido en Seattle y era un caballero. Yo escribía mis artículos por la noche y se los deslizaba al día siguiente por debajo de la puerta. Al volver del instituto, me los devolvía con unas correcciones que escribía a lápiz. Aprendí mucho de él.

El libro que ahora publica en español se titula Los hijos y son unas memorias familiares donde explora sus orígenes italoamericanos. ¿Cuándo se dio cuenta de que no era como los demás niños?

Muy pronto. La inmigración siempre ha sido la historia más interesante de Estados Unidos. Miles de personas que intentaban aprender a vivir de un modo distinto y que no se sentían bienvenidas en este país. Es algo que sigue ocurriendo hoy. Uno intenta sobrevivir como un extraño en un lugar al que le gustaría llamar su hogar. 

Es una experiencia dura para los hijos de esos inmigrantes.

Lo es porque uno se ve obligado a mirar con desprecio a sus padres para salir adelante. Uno se avergüenza porque ellos dejaron su país de origen para dar a sus hijos una vida mejor. Pero no hay otro camino que repudiar lo que son y lo que representan para integrarse del todo en la sociedad. Uno tiene que ser menos extranjero. En ese proceso se convierte en un extranjero para sus padres y sufre mucha angustia y muchos conflictos.

¿Es lo que le ocurrió a usted?

Mis padres eran un poco distintos. Nunca hablaron italiano en casa porque nunca quisieron ser italianos. No venían de Roma ni de la Florencia del Renacimiento. Venían de la pobreza del sur profundo: Sicilia, Calabria, el sur de Nápoles. Allí no había nada para ellos y por eso se fueron. El problema llegó durante la II Guerra Mundial, cuando la Italia fascista se alió con Hitler. Fue entonces cuando empecé a preguntarme quién era. Es algo que todos nos deberíamos preguntar.

¿Es más difícil escribir unas memorias familiares que una obra de ficción?

Es muy difícil porque uno debe ajustarse a la verdad. Uno debe acumular el mayor número de detalles: la atmósfera, el color de los edificios, la apariencia de los rostros de la gente... Esas cosas llevan mucho tiempo. Una novela puede transcurrir en Madrid o en Mongolia. Unas memorias no. Por eso viajé a Italia, leí varios libros en la biblioteca vaticana y contraté un intérprete para ayudarme en mi investigación.

¿Es más difícil escribir sobre uno mismo o sobre los demás?

Sobre uno mismo. Uno tiene que imaginar que está sentado al otro lado de la sala para hacerse una idea de qué pinta tiene. Uno tiene que tener doble personalidad, salir de sí mismo y convertirse en otra persona para analizar su conducta y la de sus padres. Es un proceso que requiere un cierto sentido de aislamiento y que puede ser muy doloroso. 

¿A sus padres les gustó que usted se hiciera periodista?

El problema era que no podía ser sastre como mi padre y que mis notas no me permitían estudiar Derecho o Medicina. Ser sastre no es muy distinto de ser periodista. Ambos le toman la medida a otras personas para sobrevivir. Mi única cualidad tenía que ver con mi condición de forastero: sentía curiosidad por los demás. Mis artículos en aquel semanario local me dejaron la impresión de que podía ganarme la vida así.

Al graduarse empezó a trabajar como chico de los recados en el New York Times. ¿Recuerda su primer día en la redacción?

Por supuesto. Un amigo de la universidad me dijo que fuera a ver a su primo Turner Catledge, que era director adjunto del periódico. Me puse un traje, subí a un autobús y me presenté a una de las recepcionistas. Nunca olvidaré la impresión que sentí al entrar en la redacción. Cientos de periodistas fumando, hablando por teléfono y aporreando sin parar sus máquinas de escribir. Era un lugar ruidoso y lleno de energía. Parecía una película. Al llegar al despacho de Catledge, le dije el nombre de su primo y no sabía quién era. Me dijo que le dejara mi nombre y mi teléfono a su secretaria y me despidió. Pensé que nadie me llamaría. Pero dos semanas después sonó el teléfono y me ofrecieron un empleo en el New York Times.

Fue un golpe de suerte.

No sólo suerte. Lo más importante que puede hacer un periodista es presentarse en cualquier lugar. Si hubiera escrito una carta o hubiera llamado por teléfono, nadie me habría dado ese empleo. Se lo suelo decir a cualquier joven reportero. Es muy importante presentarse en un sitio y transmitir una buena impresión. Demostrar que eres una persona respetable y no un terrorista callejero.

¿Cómo logró publicar su primer artículo?

Al principio era una especie de camarero. Les llevaba mensajes a los periodistas y bajaba a por bocadillos o a por café. Pero en mis ratos libres paseaba por la ciudad y hablaba con la gente y poco a poco empecé a escribir historias. Alguno de mis colegas me ayudó.

Le enviaron a Albany como corresponsal político y la cosa no terminó bien. ¿Cuál fue el problema?

Era un trabajo muy tedioso. Los políticos elaboraban decenas de leyes y yo no tenía tiempo para explicar bien por qué esas leyes eran importantes para mis lectores. Eran noticias breves y burocráticas y hacía lo posible por no firmarlas. No quería ver mi nombre en artículos tan malos. A mis jefes mi actitud no les gustó y me enviaron a la sección de obituarios. Se suponía que aquello era un castigo pero yo me lo pasé muy bien. Me encantaba escribir sobre personas interesantes y el horario me dejaba tiempo libre que aproveché para elaborar artículos más largos para Esquire y para el dominical del New York Times.

He leído que uno de sus jefes favoritos fue Harold Hayes de Esquire.

Era un periodista magnífico y siempre estaré en deuda con él por lo que hizo por mí. Al escribir mi célebre artículo sobre Frank Sinatra, me envió a Los Ángeles a un hotel de lujo y unos días después le llamé para decirle que las cosas no iban bien. Nadie quería hablar conmigo y le propuse mudarme a un hotel más barato o volverme a Nueva York. Me dijo que me quedara y la factura salió por unos 4.000 dólares: una cifra que hoy rondaría los 30.000. Hayes se la jugó por mí y le salió bien.

Y eso que ni siquiera logró hablar con Sinatra.

No. Pero hablé con gente que me contó cosas muy interesantes. Los famosos pueden tener algunas manías. Pero basta hablar con ellos durante unos minutos para darse cuenta de que en el fondo son gente normal.

Usted presume de que no hay nadie de quien haya escrito que no quiera volver a verle. ¿Cómo se las arregla?

Siempre he sido muy sensible. Al escribir sobre un asunto difícil, intento elegir el lenguaje correcto. Uno puede ser a la vez sincero y elegante y encontrar formas sutiles de decir cosas difíciles. No es necesario cargar las tintas. Hay reporteros que escriben como con una sierra eléctrica. A mí esas cosas no me gustan y nunca las hice. Tampoco he usado nunca fuentes anónimas. Convencía a mis interlocutores, les seducía, hacía cualquier cosa por que aparecieran con su nombre en mis artículos. La gente casi siempre está dispuesta a hablar.

¿Cómo se las arreglaba para convencerles cuando no era un periodista famoso?

Les convencía de que era una persona respetuosa y sincera de la que se podían fiar. Esas cosas no se pueden fingir.

El periodismo lleva unos años en crisis. ¿Hay algo que los periodistas podamos hacer mejor?

Hoy los periodistas no hacen bien su trabajo. Les falta imaginación y también olfato para saber dónde están las buenas historias. Dependen demasiado de los políticos y los políticos les ofrecen una versión interesada de la realidad. Los periodistas están ahí para ayudar a sus lectores a comprender mejor la realidad y no para tragarse la propaganda del Gobierno.

¿Qué consejo le daría a un joven reportero?

Le diría que debe aspirar a ofrecer una perspectiva distinta de la realidad. Hoy todos los periodistas hacen lo mismo. Cubren el Senado o la Casa Blanca y corren detrás de los poderosos. Están demasiado cerca del poder económico, político o militar. No son suficientemente radicales, escépticos o independientes. A menudo se creen la basura que les cuentan. Necesitamos más periodistas que desconfíen del poder.



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