sábado, septiembre 06, 2014

Libros / España: «Relatos de mar» antología por Marta Solís

.
Ilustración de Ricardo Martínez. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 6 de septiembre de 2014. (RanchoNEWS).- La mar, que es el morir, según Manrique. Y una espada innumerable y una plenitud de pobreza, según escribió Borges. Aunque Virgilio dejó dicho que «mudo y tendido, en tu honor, el mar», y Baudelaire gritaba: «Hombre libre, tú siempre preferirás el mar». Baudelaire utilizó también el mar para alcanzar su memorable síntesis de figurarse al poeta como un albatros. Lorca dejó dicho que «el mar también se muere», y en un haiku, el mexicano Rafael Lozano se pregunta: «El barco deja sólo una estela. Nosotros ¿qué dejamos?». Y Lorca, de nuevo, en imagen memorable: «Pero la noche se apoya en los enfermos y hay barcos que sólo buscan ser mirados para poder hundirse tranquilos». Y en fin, podríamos seguir y seguir sin descanso, porque el mar ha sido siempre una inmensa cantera de imágenes y de versos y de relatos, escenario de tragedias y motines, de amores de unas olas y amenas heroicidades como corresponde a una criatura que tiene entre sus señas de identidad esenciales la de la abundancia. Una nota de Juan Bonilla para El Mundo:

Es esa misma abundancia la que permite confeccionar sin mayor dificultad una copiosa antología de relatos con el mar de protagonista o de telón de fondo, como hicieron ya a principios del siglo XX Frederick Aflalo en Nueva York y John Edward Patterson en Londres. Ahora también lo ha hecho, para la editorial Alba, Marta Solís, empezando en el momento en que Colón anota en su diario que la 'Santa María' ha encallado -lo que le permite esquivar el mar antiguo, las sirenas que le cantaban a Ulises el propio poema que Ulises estaba protagonizando, los argonautas de Jasón, el mar de la Biblia, el férreo mar de los vikingos- y terminando en Roald Dahl -lo que le impide concluir con la impresionante nota que uno de los tripulantes del submarino ruso Kursk escribió momentos antes de morir, y que Juan José Millás utilizó para escribir una gran columna: «13.15. Todos los tripulantes de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasaron al noveno. Hay 23 personas aquí. Tomamos esta decisión como consecuencia del accidente. Ninguno de nosotros puede subir a la superficie. Escribo a ciegas».

Porque el mar también es muy a menudo cementerio, el más pudoroso de los cementerios, cabría decir. Su fascinación acaso resida en que, por plantas petrolíferas que ubiquemos en él, por transatlánticos que lo surquen, por documentales submarinos que filmemos, no lo hemos colonizado, no lo hemos dominado, muestra sólo una lámina -a veces revoltosa y rizada de olas, a veces calma como un sudario- escondiendo su abundancia. Mejor que nadie lo dejó dicho Borges en un soneto: «Antes que el sueño (o el terror) tejiera/ Mitologías y cosmogonías,/ Antes que el tiempo se acuñara en días,/ El mar, el siempre mar, ya estaba y era./ ¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento/ Y antiguo ser que roe los pilares/ De la tierra y es uno y muchos mares/ Y abismo y resplandor y azar y viento/ Quien lo mira lo ve por vez primera,/ Siempre. Con el asombro que las cosas/ Elementales dejan, las hermosas/ Tardes, la luna, el fuego de una hoguera./ ¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día/ Ulterior que sucede a la agonía».

Surcándolo, pescadores, traficantes, amables viajeros, parejas que se dan una oportunidad, aventureros, locos, capitanes negreros y esclavos atados en las galeras, buscadores de tesoros, buscadores de una nueva esperanza en otro sitio: toda la gama, pues, de las posibilidades humanas, la épica y la lírica, el drama y la comedia, las pasiones y las venganzas, el realismo más acerado y la fantasía menos pudorosa. «El mar sólo ve viajar, él no ha viajado nunca», dijo en una de sus greguerías Ramón Gómez de la Serna, atendiendo a la condición de escenario de un mar que, si no se cansa de fabricar olas, tampoco se cansa de inspirar relatos, poemas, novelas, de prestar sus tempestades a peripecias de aventureros o viajantes de comercio. Los textos antologados en este volumen dan preminencia evidente a la literatura en inglés que, sin duda, es la que más grandes maestros del mar ha dado, si hacemos oídos sordos a los griegos y latinos y no prestamos atención a la literatura no occidental.

Muchos fueron marinos antes que escritores

Es verdad que España -representada aquí por Colón, Pardo Bazán, Galdós y Baroja- también puede enorgullecerse de sus escritores marinos, entre otras cosas porque muchos de ellos fueron marinos antes que escritores, que la literatura los ganó gracias al mar, que sin el mar de por medio quién sabe si hubieran escrito una sola línea. De ahí que eche de menos uno algo más de la epopeya de la conquista, quizá algunas páginas de los Naufragios de Alvar Núñez, una indudable obra maestra. O más acá, en el terreno de la fábula, algunos de los textos sobre el mar de Cunqueiro, con esa capacidad suya de aliar costumbrismo y realismo mágico que al cabo tan perjudicial le ha resultado al propio autor, a quien se ha catalogado muy a menudo de manera confusa sin reconocerle la extraordinaria rareza y la fuerza de una de las obras más luminosas e inclasificables de nuestra literatura.

También he echado de menos a Fernando Quiñones, el muy olvidado autor de La Canción del Pirata, que aireó de mar alguno de sus mejores relatos breves. Y sobre todo he echado de menos un magistral cuento de Daniel Sueiro, El día en que subió y subió la marea, en el que descubrí de niño la magia del arte de narrar, a pesar de lo que en el relato se narraba no era más que el proceso mediante el que un mar hambriento y paciente iba parsimoniosamente ganando líneas de tierra hasta conquistar el planeta entero para tapar el entusiasmado proceso de destrucción emprendido por los hombres.

Pero no está bien hablar de ausencias donde las presencias son tantas y tan monumentales. Por supuesto, están los grandes: Melville y Conrad y London y Poe y Hawthorne y Stevenson y Kipling. Una excelente idea de la antóloga es representar a algunos autores inevitables con textos poco conocidos, en vez de acudir a lo, por llamarlo de algún modo, obvio. Por ejemplo Melville, autor no sólo del capitán Ahab, el más poderoso personaje que las letras modernas hayan sacado del mar, sino de dos excelentes 'nouvelles' como Benito Cereno y Billy Budd, la segunda de ellas no concluida y publicada póstuma, y aún así a la altura de sus mejores momentos como autor de relatos de corta o media distancia. En la antología, sin embargo, comparece con 'John Marr', que en realidad no es tanto un relato como un retrato que sirvió de texto de presentación de uno de sus extraordinarios y poco conocidos poemas marítimos reunidos en un volumen ya traducido al español que es, por cierto, la única muestra que tenemos en nuestro idioma de la importante obra poética de Melville (John Marr y otros Marinos, traducción de José Manuel Benítez Ariza, Zut ediciones).

Labores de negrero o de esclavo

Pero más interés tienen quizá los autores más oscuros, aquellos cuyos testimonios no son fáciles de conseguir en libro de bolsillo y distintas ediciones. La mezcla de unos y otros -de clásicos canónicos con autores que comparecen porque la ocasión es propicia y pueden ofrecer testimonio de sus labores de negrero (el capitán Hugh Crow) o de sus padecimientos de esclavo (Olaudah Equiao)- resulta pertinente y eficaz, como eficaz y pertinente resulta la inevitable variedad de tonos y registros dado que, como se ha dicho, el mar ha prestado su presencia como escenario a grandes hazañas, a batallas vistosas, a penosas peripecias exploradoras y violentas y emocionantes batallas, pero también a geniales 'sketchs' como el de Scott Fitzgerald, que registra el cansancio y la rutina de una pareja que, precisamente durante un crucero, se va a pique haciendo coincidir el naufragio personal con el real. Que se mezclen textos testimoniales y verídicos con ficciones es lo más destacable del volumen, aunque sólo sea porque también sería lo más discutible al poner en el mismo nivel crónicas históricas con invenciones afortunadas, dándole a éstas la realidad a la que, sin duda, aspiraban o concediéndole a aquellas la condición de ficción que amenaza a todo texto histórico.

Saltando por encima de la tapia de los géneros, el libro parece apostar porque todos ellos -ficción o no- son literatura con igual merecimiento, y eso es de celebrar. Buen ejemplo de la mezcla entre crónica de hecho verídico y ficción puede ser el relato de Hemingway, Después de la Tormenta, un cuento que en 1928 un marino le contó a Hemingway sobre un barco hundido, sin que sobreviviera ningún pasajero, y que el americano utilizó con su conocida capacidad de síntesis y su poderosa economía. También comparecen Kafka, con su cuento acerca de un cazador condenado a navegar eternamente, y Dickens, con la descripción prodigiosa de una tempestad extraída de David Copperfield.

Fascinante, cruel, indomeñable, es seguro que el mar seguirá precipitando crónicas y poemas y ficciones como las aquí antologadas. Porque, ya sea la mar el morir a la que van a dar nuestras vidas, según el verso de Manrique, ya sea una metáfora del universo como clamaba Melville, lo que es seguro es que, igual que fabrica olas incansable, seguirá fabricando imágenes y seguirá propiciando historias.  «Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos», escribió un jovencísimo Pere Gimferrer en una 'Oda a Venecia'. Muy bien pudiera haber escrito que el amor tiene su mecánica como el mar sus símbolos. Algo que sabía muy bien un Luis Rosales que extrajo del mar uno de los poemas más hermosos de nuestra poesía: «Como el naúfrago metódico que contara las olas que le faltan para morirse/ y las contara una y otra y otra vez/ hasta llegar a aquella que tiene la estatura de un niño...»



REGRESAR A LA REVISTA