martes, septiembre 09, 2014

Literatura / Entrevista a Jorge Franco

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«El mundo de afuera es una historia escrita desde la pura nostalgia por un Medellín que no existe», dice Franco. (Foto: Bernardino Avila)

C iudad Juárez, Chihuahua. 9 de septiembre de 2014. (RanchoNEWS).- La novela ganadora del Premio Alfaguara «muestra la herida que empieza a brotar porque es una historia de contrastes”, señala el escritor. Transcurre en la Medellín de los años ’60 y ’70, antes de que se desatara la violencia del narcotráfico. Una entrevista de Silvina Friera para Página/12: 

El recuerdo vuelve, atrapado en un tiempo que nunca termina de apagarse. La luz del mediodía ilumina con una intensidad extraordinaria el marco azabache de los ojos de Jorge Franco, esas cejas voluminosas que no cultivan el bajo perfil. Respira hondo el narrador colombiano mientras aglutina en los archivos mentales las palabras de una evidencia inexcusable, como quien pega ladrillos con una resignación al borde de lo risible. «No puedo escapar de Medellín, ha sido mi salvación literaria, la fuente de mis historias. Me siento como un caracol que va con su casa a cuesta. Las ciudades de la infancia –época en la que se forman los vínculos afectivos con las personas y los lugares– las vas a llevar por el resto de tu vida, estés donde estés», confiesa el escritor que nació en esa ciudad, pero hace más de dos décadas que reside en Bogotá. Aunque ha intentado fugarse de esa prisión literaria, todavía no lo ha conseguido. «Los personajes me empiezan a hablar con el tono ‘paisa’ y me piden las calles y los lugares de Medellín», cuenta el autor de El mundo de afuera, novela que ganó el Premio Alfaguara.

La novela transcurre en la Medellín de los años ’60 y ’70, antes de que se desatara la violencia del narcotráfico. Don Diego, uno de los protagonistas, es un aristócrata conservador que ha gastado su fortuna en viajar por el mundo y promover la cultura. Hasta que lo secuestran, vive junto a su esposa Dita, una alemana muy liberal para la mentalidad de la época, y su hija Isolda, una suerte de princesita que habita una burbuja de aislamiento. En el otro mundo está El Mono Riascos, el líder de la banda, un hombre que más allá de las apariencias va desplegando una serie de debilidades como la sumisión, la fragilidad y ambigüedades de todo tipo, incluida la sexual. El Mono es tan torpe como los delincuentes que lo acompañan en la peripecia y pierde el control del secuestro.

Franco confirma que El mundo de afuera está inspirada en un secuestro real que ocurrió en agosto de 1971. «El personaje de don Diego existió, el castillo también. Yo fui vecino de ese castillo, vivía a un par de cuadras. Ese castillo era como entrar a un mundo fantástico. Había una especie de mito urbano alrededor de Isolda, la hija de Don Diego, que ya había muerto. Llegaron a decir que la tenían sentada frente al piano, embalsamada. Todo esto nos causaba curiosidad, fascinación y miedo –recuerda–. El secuestro y la muerte de Don Diego fueron un despertar para los que éramos más niños; en ese instante se había roto la imagen de esa Medellín idílica en la que jugábamos hasta altas horas de la noche. Nos sentimos vulnerables a la violencia. A mediados de la década del ’70 comienzan en Medellín los primeros brotes producto de la violencia del narcotráfico; el secuestro como una herramienta del narcotráfico y posteriormente de la guerrilla y de todos los grupos al margen de la ley. Lo que fue un caso aislado se convirtió en nuestro mayor dolor y vergüenza.»

En la novela se menciona al poeta Julio Florez, de principios del siglo pasado, y a Gonzalo Arango, del movimiento nadaísta. ¿Por qué eligió dar cuenta de estos nombres en la novela?

Arango fue el fundador del nadaísmo, una corriente contestataria y controvertida que surgió dentro de una sociedad muy conservadora; intenté reflejar a través de los poetas y la poesía el estado cultural del momento. Medellín ha sido tradicionalmente una sociedad conservadora, muy religiosa. Cuando el nadaísmo proclamó la nada como tema, estaba contra la lírica y la poesía más convencional, la poesía costumbrista, bucólica. Julio Florez, por el contrario, es un poeta muy anterior; era romántico, melodramático; un poeta que renegó de la Iglesia y la sociedad, que iba a los cementerios a inspirarse, a recitar poemas. Era un hombre muy bohemio que la gente del pueblo veía en las cantinas y los bares populares. Y tuvo un calado hondo en la clase obrera, que recitaba sus poemas.

Gabriel García Márquez declaró que inicialmente le interesó el nadaísmo...

No estoy seguro de si es así, pero no me extrañaría porque el nadaísmo tuvo mucha importancia. El mismo creador del nadaísmo, Gonzalo Arango, años después dijo: «El nadaísmo ha muerto. El mismo se encargó de sepultarlo. Todavía sobreviven algunos poetas de ese grupo. La poesía colombiana tiene una deuda muy grande con el nadaísmo. El nadaísmo fue el primer movimiento que sacudió la base de una sociedad muy reacia a los cambios, a las innovaciones y a una visión más honesta de lo que somos. En lo que tiene que ver con la poesía, nunca he sentido la tentación de escribirla, aparte de algún otro poema que se escapó en la adolescencia. Mi escritura desembocó en la narrativa. Me fui a Londres a estudiar cine y ahí encontré la escritura como alternativa porque todo tenía que hacerlo a partir de la palabra escrita: la descripción de personajes, la sinopsis, el mismo guión. Me sirvió mucho el hecho de haber sido un buen lector desde niño, creo que eso fue fundamental.

El Mono Riascos y su banda parecen ser más bien torpes. Esta torpeza, por momentos absurda, ¿responde a testimonios de la época o es parte de la ficción y de la invención?

Hay un poco de todo. Cuando consulté la prensa de la época, me encontré con que la forma de narrar era muy diferente de la actual; hay descripciones más bien pintorescas de los personajes. Me encontré con un sistema judicial, un sistema penal y un sistema del hampa que en nada se parecen a lo que vino después. Era de principiantes, de ingenuos. Efectivamente, hubo un líder de esa banda que se llamaba El Mono, con otro apellido en la realidad: Trejos. Me llamaba la atención que fue preso muchas veces y que se escapaba. Se escapó hasta vestido de mujer. Y lo encontraban casi siempre en una cantina, borracho y acompañado de mujeres. Y luego hay un aporte mío al darle un tratamiento diferente, a veces desde lo absurdo y el humor negro. Y ahí es donde entra, aunque el principio no lo había pensado así, la referencia del jurado al cine de los hermanos Coen y Tarantino, cuando premiaron la novela. No es desacertado, es un tipo de cine que me gusta, un tipo de humor que me interesa.

Al escribir la novela, ¿se midió con su propia nostalgia respecto de su infancia en Medellín?

Totalmente. El mundo de afuera es una historia escrita desde la pura nostalgia por un Medellín que no existe, que nunca volvió. Es muy normal que nunca recuperemos las ciudades de la infancia; pero el caso con Medellín fue diferente porque fue un cambio que se vivió de una forma muy abrupta; en menos de una década la ciudad cambió en todos los aspectos, en lo urbanístico, lo cultural, lo social y lo político. A compañeros de colegio con los que jugaba a la pelota los perdía por el narcotráfico, incluso algunos murieron después. Sufrí mucho la pérdida de esa Medellín de la infancia. Una cosa es que el tiempo se vaya encargando de los cambios, pero en Medellín fue una cosa vertiginosa.

¿La violencia del narcotráfico disminuyó en Medellín? Da la impresión de que ahora el foco está puesto más en México.

Eso es cierto. Primero se hizo un autoexamen minucioso de qué fue lo que sucedió. Se trató de hacer durante el momento de la crisis mayor, de la barbarie, pero era más complicado porque estaba el terror haciéndote ver que la sociedad estaba siendo destruida por el narcotráfico y yo estuve entre los que dieron la causa por perdida. No veía salida; a la ciudad la iba a tomar el narco y el país iba a ser un país narco, la única opción era irse. La muerte de (Pablo) Escobar fue un hecho histórico trascendental que nos mostró, especialmente a los que creíamos que todo estaba perdido, que el enemigo era derrotable. Y eso parte la historia en dos; pudimos ver en qué fallamos como ciudadanos y comenzamos a llenar una serie de vacíos muy profundos, que fueron los que facilitaron que esa situación cediera, sobre todo en los sectores marginales de Medellín.

¿Medellín ya no depende exclusivamente del narcotráfico?

No, pero hay que aclarar que el narcotráfico sigue vigente en Medellín, sigue generando violencia entre pandillas, pero ya no es ese terror demencial que implantaba Escobar de poner un carro bomba en cualquier sitio simplemente para crear pánico. Sigue habiendo lucha por territorios y mercados locales, por rutas, con un problema muy grave que es una herencia directa del narcotráfico de esa época: la mentalidad del dinero fácil. Cómo inculcarles a los más jóvenes, que no vivieron ese momento de tanta violencia, que fue por ahí por donde caímos. Enseñar algo tan básico que a ellos les cuesta tanto, que tienes que trabajar y estudiar, que tienes que ganarte tu dinero con un trabajo que involucre el respeto. Por otro lado, hoy en día hay muchos más escenarios y el Estado y la sociedad son más conscientes de ese otro Medellín marginal.

¿Por qué la violencia en Colombia ha dado mucha literatura?

Necesariamente el tema narco continuará en la literatura, en la televisión, en el cine, porque es parte de nuestras vidas, de nuestra historia; está vivo. Además es un mundo casi mítico, con historias tan absurdas que ellas mismas te llaman a que las cuentes. Forma parte del proceso natural de toda cultura contarse a sí misma. Si una de nuestras heridas mayores ha sido la del narcotráfico, estamos en el derecho de contarnos y contar qué pasó. Eso quedará como parte de una memoria colectiva. Rosario Tijeras colaboró en analizar el rol de la mujer dentro de la pandilla del narcotráfico y permitió mirarlas con más cuidado porque eran mujeres que habían sido violentadas y luego fueron violentas. La literatura tiene que poner el dedo en la llaga.

¿En qué llaga se concentra El mundo de afuera?

La novela muestra la herida que empieza a brotar porque es una historia de contrastes, de dos mundos opuestos, dos hombres que llevan vidas antagónicas. Uno como representante de ese Medellín idílico, de ese castillo donde trata de construir un pequeño reino, enfrentado a un Medellín marginal de unos jóvenes desarraigados, sin espacios para sus mínimas inquietudes. Son esos jóvenes que se van a la montaña a mirar a la ciudad desde arriba y a soñar un poco. Esos jóvenes fueron parte del problema; uno no puede acusarlos como culpables porque fue la sociedad la que se encargó de apartarlos y generar el escenario propicio para lo que vendría después. La novela muestra cómo se fueron rompiendo esos sueños para llegar a lo que fuimos después.

¿Se preguntó qué habría pasado si hubiera sido uno de esos jóvenes desarraigados?

Sí, ésa es una pregunta que varios nos hicimos en su momento porque siempre fue un tema de discusión. Hubo momentos en que compartías tu vida con ellos... Es que fue caótico porque la ciudad debió acercarse mucho antes y de una manera muy diferente. Me tocó ese acercamiento a partir del poder y esplendor de la droga, de toda la plata que ponía el narco. Era fácil encontrarte en un espacio como una discoteca a estos jóvenes que ya habían caído en el narcotráfico y tenían el dinero para poder ir. Lo curioso era que en la discoteca te dabas cuenta de que los chicos de clase alta y media copiaban los modelos de los «chicos malos» en su forma de vestir, de hablar, de cortarse el pelo. Todo el vocabulario marginal se empezó a usar en las clases medias y alta; la palabra parcero, «eres mi parcero, mi amigo», viene de ahí. Aunque no era una persona del mundo de la disco, sino un poco más marginal, un outsider de mi entorno por el gusto por el arte, la literatura y otras cosas, me pregunté si en condiciones de necesidad y de hambre no habría hecho ese camino, si no me daba miedo...



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