lunes, febrero 16, 2015

Literatura / Entrevista a Germán Maggiori

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«Todo tiende a que se exacerben ciertos elementos de la realidad que alimentan distintos miedos.»    (Foto: Bernardino Avila)

C iudad Juárez, Chihuahua. 16 de febrero de 2015. (RanchoNEWS).-Construida a través de una serie de guiños hacia los géneros de la ciencia ficción, el cine clase B y el western, la novela es una distopía delirante y apocalíptica en la que conviven servicios de Inteligencia y tribus que disputan territorio. Silvina Friera entrevista al autor de Cría terminal para Página/12.

Los miedos del presente explotan en un futuro no tan lejano. En 2051 Buenos Aires es una pesadilla demasiado truculenta, asediada por piqueteros, saqueadores, milicias villeras de algún cartel de la falopa, las fuerzas de seguridad y las tribus armadas que se disputan la tierra arrasada del conurbano. «El nuevo paradigma del terror», como se bautiza el fenómeno, convierte a cada ser vivo en una bomba potencial en movimiento. En este mundo en ruinas conviven gauchos matreros adictos a las drogas cuánticas, caballos pantaneros mutantes, tráfico e implantes de memorias falsas, servicios de Inteligencia, necrófilos y terroristas, con un peronismo de Perón comandado por el capitán Campson, un milico tan siniestro como caricaturesco. Chico Eisen, ex niño pobre devenido agente operativo entrenado por Alejandro Stellke, el analista bibliomaníaco del Archivo Nacional de Inteligencia (ANI) –amante argentino de la experta en clonación binaria, la china Mei Hóng– tiene que llevar a cabo una misión suicida de la que participa el ornitólogo norteamericano Kurt Sealow. Esta es la distopía delirante que propone Germán Maggiori en Cría terminal (Tusquets), novela construida a través de una serie de guiños hacia los géneros de la ciencia ficción, el cine clase B y el western.

 «Todo tiende a que se exacerben ciertos elementos de la realidad que alimentan distintos miedos. Hay que ver hasta qué punto el miedo es algo real o está orquestado –reflexiona Maggiori en la entrevista con Página/12–. Yo creo que se trabaja silenciosamente desde algunas cuevas y también desde los grandes medios, los constructores de la agenda diaria, tirando un poco de nafta y generando esa suerte de espiral de miedo, que lo único que hace es que el conflicto se profundice. Vivimos en una época en la que los actos de terrorismo han generado un nuevo paradigma de instalación del miedo. Pensando en lo que pasó en Francia, las nuevas generaciones de inmigrantes están tentadas por un movimiento extremista como los jihadistas. Estamos hablando de un acto de venganza incomprensible desde el punto de vista occidental, pero resulta incomprensible también cómo lograron seducir a esos chicos criados en la cultura occidental, cómo el sistema los fue excluyendo para que sea más tentador participar en incursiones asesinas. Los grupos jihadistas están reclutando a estos pibes dentro de las sociedades sobre las que quieren atentar. Algo está mal en esas sociedades para que prenda ese reclutamiento.»

Algo que conecta esta novela con la anterior, Entre hombres, es cierto interés por el submundo del espionaje, ¿no?

Sí, siempre me interesó meterme en el submundo de los servicios de Inteligencia, del Ejército... Lo que vengo viendo desde el primer menemismo a esta parte es el fortalecimiento de ese aparato subterráneo y cómo van operando en los distintos estratos, ya sea en la Justicia o en los medios de comunicación. El verdadero poder es la información. No es solamente el poder económico, sino que la toma de decisiones pasa por aquel que tiene más información del otro. Lo que me interesaba era poner en acto ese submundo y contarlo desde distintos costados: el papel que encarna el militar de toda una casta, que aún conserva una cuota de poder dentro de la institución. Y que también tiene un relación con esa parte del peronismo más facho y militarista, ese costado de Perón que siempre se soslaya en la literatura. Esos vínculos con el fascismo, esas afinidades, están puestas en la novela para reactualizar una vieja disputa que nunca se zanjó, que sigue estando vigente, que parece una guerra silenciosa que está latiendo y cada tanto aflora con algún evento inesperado u operado. La verdadera disputa del poder pasa por quién controla la información.

¿China funciona como una amenaza en Cría terminal?

Que pueda haber un movimiento terrorista en China en 2051 es pura especulación de la imaginación (risas). Me parecía interesante que siguiera presente la trama del terrorismo, que es el mal del siglo XXI. Los esquemas de terror van cambiando, pero se mantiene el mismo patrón del atentado y el miedo, que exacerba las fobias, los racismos, el cierre de las fronteras, las raíces del odio. Si no pasa algo para revertir la tendencia actual, las sociedades van a estar cada vez más cerradas. Hay un germen de odio y violencia que va creciendo cada vez más. Me parecía que exasperar ese argumento implicaba llevarlo a Oriente, con chinos que se vuelan, como una forma de estereotipo que funciona bien en Cría terminal. China es súper enigmático desde el punto de vista literario. Estamos tan en las antípodas que a veces cuesta entender esa cultura y uno tiene más libertad para escribir y tratar de pensar cómo piensa un chino.

¿Por qué el conurbano bonaerense es tierra arrasada en la novela, la marginación es extrema y la violencia remite al gaucho del siglo XIX?

La novela plantea una vuelta a la barbarie, el argumento es como las distopías clásicas catastróficas. El escenario más probable de la humanidad es el regreso a la barbarie; en ese contexto, como el conurbano es uno de los temas a los que me gusta volver, me parece que tenía que potenciar ese tipo de escenario donde hay una ausencia completa del Estado. Dicho así parece inverosímil, pero en el cuadro general de la novela la idea es generar esa especie de convicción de realidad que termina cobrando un grado de certeza para el lector. Me propongo escribir de la misma manera en la que uno está habitando un sueño y siente que hay una especie de convicción de realidad, de que eso, por más absurdo que sea, está sucediendo. La literatura que más me interesa es la que logra esa convicción de realidad. Es lo que decía (Marcel) Schwob sobre (Roberto Louis) Stevenson cuando se refería al «realismo perfectamente irreal», que sería como enunciar algo visto nada más con los ojos de la imaginación. La idea es ver hasta qué punto uno puede ser convincente contando algo completamente inverosímil. Este es el programa con el que me lanzo a escribir.

Hay una extraña tensión entre el repudio a la violencia y, al mismo tiempo, la fascinación que ejerce. ¿Por qué se da esta contraposición?

El problema no es tanto la violencia sino la conciencia. En una primera versión Cría terminal iba a tener una cita de (David) Foster Wallace, que no es una idea de él pero que me gusta cómo está enunciada: «La conciencia es la pesadilla de la naturaleza». La violencia, después de tantos años de evolución, no cesó. Cambiaron las maneras en las que se manifiesta, pero seguimos siendo seres violentos. El ser consciente de esta violencia nos está condenando a que termine manifestándose de las maneras más atroces. Tendríamos que pensar un poco por qué nos está pasando esto. Desde el punto de vista literario es un tema que me interesa: cómo las expresiones violentas de una sociedad la definen, cuál es el tipo de violencia que se ejerce, desde dónde y hacia quiénes, cuáles son las víctimas. La historia puede ser reducida a una historia de la violencia.

En un momento de la novela un grupo de intelectuales se va a un pozo para volver a una forma de vida no tan alienante. ¿Las nuevas tecnologías alientan la violencia?

La tecnología tiene dos caras: la aparente libertad absoluta, la comunicación instantánea y el acceso ilimitado a informaciones que antes se demoraba muchísimo en recabar, que es el costado más amable. La contracara es el control que se ejerce sobre el individuo, como los controles que te hacen sin que uno se dé cuenta de toda la información que cursás a través de las redes, la cantidad de cámaras con las que alguien está mirándonos. Todo tiende a esa fantasía orwelliana en la que estamos siendo controlados. Esta alienación termina germinando violencia porque hay que escaparse del control. Ese es el aspecto más peligroso. Me parece que es un equilibrio frágil en el que termina siendo mayor la libertad perdida por el control que la libertad ganada por el acceso. ¿Cuál es el precio que pagamos por tener en el teléfono celular ciertas informaciones? ¿A qué costo tenemos eso? También está la adicción que genera, la compulsión de las redes sociales, cómo uno se va metiendo en eso y de repente va perdiendo contacto con la realidad y se va mediatizando toda su vida a través de los posteos. Es un tema que cada vez se va a agravar más... O no... quizá mañana la gente rompa los celulares.

También rompían las máquinas los artesanos del siglo XIX...

Sí, sería una vuelta al naturalismo de la mano de los extremismos, como por ejemplo Unabomber. No hay una manera pacífica de romper porque hay violencia en la imposición. Por más que diga que no quiero tener celular, hay un momento en que tengo que tenerlo. Se te impone porque hay una política empresaria de quienes fabrican los aparatos que genera la necesidad. Uno sucumbe, por más que no quiera. Todas estas cosas son como prótesis del cerebro; antes ese ejercicio lo hacíamos con la memoria. Hoy la memoria es Google; no me acuerdo de algo, gugleo y aparece. No está mal bien utilizado. Vamos a tener que ser buenos editores de la realidad para separar la buena información de la mala información. La novela juega con eso también en algunos aspectos, cosas que son falsas y están puestas en el contexto de informaciones científicas que se dan por buenas.

En uno de los capítulos como  «Bionómicom» se percibe una especie de fraseo poético. ¿Es deliberado?

No, es involuntario... Igual hay un trabajo sobre la voz narradora. Las escenas en las que participa Sealow, el ornitólogo americano, están narradas como si hubieran sido escritas en inglés, pero traducidas mal, como sucede en muchas ediciones baratas. Hay algo de lo que en música se llama  «tensión armónica»; fui poniendo en juego los distintos registros de circulación del lenguaje: las series clase B, las traducciones españolas de libros baratos, la lengua local, la lengua del documento, que es la lengua del ensayo. Quizás el fraseo se da por una cuestión inconsciente musical. Quería poner las dos tradiciones que tengo: la lectura iniciática de aventura en contraposición con la otra tradición que fui adquiriendo. La idea era ensamblar los registros para lograr cierta fluidez. Uno escribe siempre en relación con lo que lee. Me interesa más mostrar una forma nueva de leer, una poética, que me parece antecede al estilo.

J. G. Ballard sobrevuela en su novela. ¿Qué otros escritores fueron útiles para escribir Cría terminal?

Me encanta Ballard, tiene eso medio existencialista y filosófico que me gusta en la ciencia ficción. Philip K. Dick también me gusta mucho por la paranoia y el complot. (Thomas) Pynchon es un autor delirante y digresivo, y está también una tradición argentina, como (Rodolfo) Walsh, aunque no parezca, y Ricardo Piglia. Una obra es como un diario en clave en el que uno va incorporando sus lecturas.

En el contexto apocalíptico de la novela, ¿qué pasa con la identidad?

La novela es básicamente sobre la identidad, sobre la negación y la sustracción. Todo empieza y termina en la identidad. Lo peor que puede existir es que uno no sepa quién es. ¿Qué es lo que constituye la identidad, es la sangre o la educación que uno recibió? ¿Qué es la identidad: el ADN o la crianza? En tanto haya personas que no sepan quiénes son, el drama de la identidad va a seguir vivo...

De repente la mirada de Maggiori se congela por el asombro de una revelación que preserva el misterio.  «Mi abuelo materno huyó de Rusia después de la Revolución del ’17. Pertenecía a una familia que se había educado con el zar, el padre era ingeniero en Minas. Se escapó con una valija llena de rublos, pasó por México y Uruguay, antes de llegar a la Argentina. Como se cambió el nombre, mi mamá nunca supo su nombre real. Se llamaba Rodolfo Skujins, pero no era su verdadero apellido. Recuerdo que estaba muy paranoico, tuvo una enfermedad cardíaca, lo operaron y empezó delirar con que lo venían a buscar... Es una historia para escribir una novela», admite el escritor.

¿Nunca pensó en escribirla?

Sí, pero tengo que tener tiempo para documentarme. En algún momento tendría que hacerlo. Creo que me viene de ahí el tema de la identidad, de algo no resuelto, de no saber bien quién es uno. Yo no sé quién fue mi abuelo... Cuando llegó acá, se hizo peronista y terminó siendo elegido concejal en Florencio Varela. El arco dramático del zarismo al peronismo es genial, ¿no? (risas).



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