domingo, abril 05, 2015

Textos / Iván Cruz Osorio: «Una estampa de perfil para José Vicente Anaya»

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José Vicente Anaya en el palacio de Bellas Artes. (Foto: Eduardo Miranda)

C iudad Juárez, Chihuahua. 16 de marzo de 2014. (RanchoNEWS).- Por allá del ya lejano año del 2006, tras severas, calcinadas y atrincheradas charlas de café en la cafetería de la vieja librería Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, el poeta y editor de la revista Alforja (que en aquella época era muchísimo que decir) José Vicente Anaya había aceptado que lo entrevistara sobre un tema que ya empezaba a ser una discusión bizantina: el infrarrealismo. Este tema, iniciado sobre todo por los escritores (ahora ex jóvenes) de mi generación, resultaba atractivísimo en la medida de que todos, a nuestro neoburgués modo, nos considerábamos subversivos y contestatarios como aquellos infras, creíamos entonces. Al llegar a su hogar para la entrevista, José Vicente semejaba un Confucio, mocetón e infranqueable, y así fue, durante la audiencia se encargó de matizar la insurrección infra en la poesía mexicana, y, desde luego, aclaró que Mario Santiago y Roberto Bolaño no eran el infrarrealismo, sino parte de él, como los restantes miembros fundadores.

Más allá del resultado de la entrevista, me fui convencido de haber encontrado a un poeta que por primera vez me exigía esgrimir argumentos o emprender la retirada. De tal forma el bardo de Villa Coronado, Chihuahua, me había develado quizá la forma más honesta de ser subversivo, es decir, la crítica argumentada y, mejor aún, la autocrítica argumentada. Como muchos, mi primer contacto con su obra fue el libro Híkuri, en su segunda edición, publicada por CONACULTA/Plaza y Valdés en 1989. Sin lugar a dudas, fue un libro puntual para mis inquietudes de lector y joven de esa época, todo en él parecía decir: experimenta, viaja, rompe todos tus nervios, como José Vicente también lo apuntaba en su Manifiesto infrarrealista (por un arte de vitalidad sin límites) de 1975.


a mil quinientas semanas por segundo / o en la
negrísima luz resplandeciente / en el Océano Negro
de mi pecho:
donde una muchacha triangular y esférica
me declama sus versos
cantándole al crepúsculo de una ciudad distante y
yo la escucho
desde las nubes rojas que bajan de la carretera
para clavarse en las montañas / y en este viaje
cada neurona me platica un sueño

Híkuri es un libro entrañable, sedicioso, inquisitivo, que se emparenta con libros igualmente trascendenteses de su generación, escritos o publicados en los años 70 como El turno del aullante (1971) de Max Rojas; Poemas (1973) de Raúl Garduño; Maquinaciones (1975) de Carlos Isla; Un (ejemplo) salto de gato pinto (1976) de José de Jesús Sampedro; Isla de raíz amarga, insomne raíz (1976) de Jaime Reyes; El pobrecito señor X (1976) de Ricardo Castillo; Cuerpo adentro (1978) de Joaquín Vásquez Aguilar; Versario pirata (1979) de Orlando Guillén. Es indudable que estos poetas nacidos en los 40 se encontraban experimentando nuevas formas o lenguaje en su obra, tomando tradiciones de otras lenguas, practicándolas y divergiendo de ellas, en busca de una voz propia, a diferencia de aquellos autores mexicanos que continuaban con la tradición sin tratar de problematizarla. Tuve la oportunidad de leer estas obras, junto a Híkuri, casi al mismo tiempo, y de inmediato sentí una afinidad que no ha variado con los años.

La obra poética de José Vicente anterior a Híkuri, en efecto, fue casi totalmente eclipsada por ésta, así Aludel trizado (1974) y Morgue (1975-1976) pasaron a ser una curiosidad, pero no puedo dejar de apuntar la gran manufactura de los epigramas reunidos en el primero, y la pasión libertaria y mística del otro, que ya da visos de su obra posterior:

Empiezo a dormir sobre el aliento
que dejó mi muerte / no puedo soñar.
D e a m b u l o
entre cavernas
que se toman por calles. Salgo
del alarido secreto de otros gritos y
vuelvo a ser el vagabundo perdido,
con huesos tan triturados
que se confunden con cocaína… ¿Qué me sostiene?

A decir verdad, cuando inició el boom del infrarrealismo, es decir, primero tras la muerte de Mario Santiago en 1998 y después con la de Roberto Bolaño en 2003, yo desconocía que José Vicente había formado parte de este grupo, y él mismo ya había dado vuelta a esa página, era ya el famoso editor de una época dorada en las ediciones de la Universidad Autónoma del Estado de México en los años 80, en donde dejó clara su postura literaria y política al publicar a autores como Herbert Marcuse, Antonio Negri, Jean-Paul Sartre, Georges Bataille, Paul Nizan, Heberto Padilla, entre decenas de otros; posteriormente se convertiría en el editor de la revista de poesía Alforja, que durante más de una década (1997-2008) se posicionó como una de las publicaciones periódicas más influyentes de nuestra lengua. Otro aspecto a resaltar de Anaya, se centra en los rescates de la obra de autores casi desconocidos o ignorados como Concha Urquiza, que se hizo patente en el libro El corazón preso, publicado por conaculta en la colección lecturas mexicanas en 1990; y asimismo con el poeta Juan Martínez, en el libro Toda la poesía reunida. He aquí otro hallazgo para mí en esos años, la posibilidad que te da la trinchera de la edición de libros y revistas para generar el debate de ideas estéticas y políticas, los vasos comunicantes en que puedes convertir las publicaciones.

De tal forma, pese a documentarme acerca de su pasado infra, mi visión sobre José Vicente siempre fue la del lector y editor insaciable, la del conversador, la del escritor completo en la medida de que explora el verso, el ensayo, y la traducción. En este sentido, cabe apuntar que no hay separación entre la escritura y la vida de José Vicente, él traduce y escribe ensayos sobre los autores que lo han marcado tanto en su formación estética como en su vida diaria, de esta forma encontramos relevantes traducciones y ensayos de los poetas beats, de los exponentes del haikú clásico japonés, de Antonin Artaud, de Arthur Rimbaud, de Jim Morrison, de Langston Hughes; es este sentido el mismo José Vicente apunta:

Hace más de cien años, otro joven francés (iconoclasta, como deben ser todos los jóvenes sensibles e inteligentes), Arthur Rimbaud, había escrito: «El poeta harto [ebrio] insultó al Universo». Y el poeta James Douglas Morrison, con su grupo de rock los Doors, gritaba: «¡Queremos el mundo! ¡Y lo queremos ahora!» Todas esas voces eran nuestras, venían desde muy adentro de nuestro ser, no eran las consignas políticas que alguien inventa y trata de imponer a los demás. Nosotros estábamos descubriéndonos en las palabras de los jóvenes que habían sentido lo que sentíamos.

Dentro de esta idea iconoclasta, efectivamente, podemos catalogar la postura de José Vicente Anaya, quien perfectamente puede tomar conceptos del anarquismo de Mijail Bakunin o el de los hermanos Flores Magón, como del existencialismo de Sartre y del otro existencialismo el de Camus, como la crítica a la sociedad capitalista de Herbert Marcuse, o los conceptos de la educación fallida de Iván Illich, pero sin encadenarse a ellos. Así nos encontramos con un escritor que puede debatir de temas políticos desde distintas pistas, alejado del dogmatismo y las militancias partidistas, pero sin pecar de ese mal que corroe las esferas de la intelectualidad mexicana llamado individualismo, ya que en José Vicente Anaya existe un compromiso en diversas causas sociales y políticas, pero de nueva cuenta de forma inquisitiva. Es patente además su crítica al poder y a quienes lo detentan, por ejemplo, en su libro de epigramas Aludel trizado (1974):

¿Esperas que te dedique
mis epigramas, nuevo César?
Te los doy a beber.
Los hago con veneno.

O en este otro:

El único poder trascendente
lo tienen los gusanos
devorando los cadáveres,
a través de los siglos
y los siglos. Amén.

Para finalizar este esbozo de perfil de José Vicente Anaya, yo podría definirlo como un hombre y un escritor coherente, quien ha decidido llevar sus acciones por el terreno espinoso de la crítica y la autocrítica argumentada, lo que sin duda le ha costado no pocas enemistades, sin embargo, se trata de uno de los pocos autores que ha creado escuela en todos los campos tanto el editorial, el ensayístico, el de la traducción y el de la poesía. Es sencillo distinguir a sus alumnos, algunos de ellos erizamente tímidos y otros peregrinamente extrovertidos, llevar la bandera de la disidencia y el apunte polémico. Así José Vicente Anaya no sólo ha trascendido como uno de los poetas más relevantes de nuestro presente, sino como un maestro que, como él apunto sobre el poeta Juan Martínez, «ha dejado una huella en la gente que ha tratado y que lo estiman y respetan, como se hace ante un verdadero maestro que no ha enseñado predicando sino tan sólo con su presencia».

(Texto leído en el homenaje al poeta durante el ciclo Protagonistas de la literatura mexicana, el 10 de marzo de 2015 en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México)

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