sábado, julio 11, 2015

Literatura / Entrevista a Claudia Piñeiro

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Claudia Piñeiro construyó una novela de andamiaje sencillo y complejo a la vez. (Foto: Archivo)

C iudad Juárez, Chihuahua. 10 de julio de 2015. (RanchoNEWS).- El dolor agudo deviene crónico. Mary Lohan, Marilé Lauría o María Elena Pujol –la que es, la que fue, la que había sido alguna vez– está convencida de que debería escribir con la lengua con la que piensa, con la que sueña. La lengua con la que hace silencio. Esa mujer dañada, víctima de una desgracia, condenada y juzgada por toda una comunidad, vuelve veinte años después al país donde nació, a la ciudad donde vivió –Temperley–, al colegio inglés del sur del conurbano que quiso y odió con la misma intensidad. Regresa a los lugares de los que huyó, donde pasó los mejores y los peores años de su vida, camuflada como una extranjera, una norteamericana de Boston que enseña español. ¿Puede andar ligera de equipaje una mujer que carga con la muerte de un niño por haber cruzado una barrera baja, y que será despreciada por haber abandonado a su hijo de seis años? Al escapar eligió el peor castigo: ser una muerta en vida. «El dolor, el desgarro, la huida, el partirse en mil pedazos que nunca volverán a unirse, la mirada lejana, el abandono, el abandonarse, las cicatrices, sólo se pueden narrar en primera persona», escribe Mary al principio de Una suerte pequeña (Alfaguara) de Claudia Piñeiro. Silvina Friera entrevista a la autora para Página/12.

Revelar más podría estropear la lectura de esta excepcional novela de andamiaje sencillo y complejo a la vez. Un texto que, ladrillo tras ladrillo, palabra tras palabra, sucede en la escritura misma. La mujer que regresa luego de dos décadas es viuda de Robert Lohan, el hombre que logró aliviar el dolor de esa mujer dañada. En la escritura de la carta de su vida, Mary, Marilé o María Elena planteará una seguidilla de interrogantes acuciantes: «¿Por qué hay mujeres que damos por sentada la maternidad? ¿Por qué creemos que la maternidad llegará con la naturalidad –y la irreversibilidad– con la que llega el otoño o la primavera? (...) Pero más allá de amar a ese niño, ¿quería ser yo madre?». Hay una narración en tercera persona del accidente que funciona como el estribillo persistente de la fatalidad. Claudia llega al bar de Palermo y pide un café. Es una mañana demasiado fría. El invierno aprieta, pero no ahorca. Quizás a partir de Una suerte pequeña –la novela anterior, Un comunista en calzoncillos, y Elena sabe también serían el laboratorio de una exploración de la intimidad y los silencios– haya que revisar el piloto automático que encorseta su narrativa en el género policial. Si antes se la etiquetaba como «la Agatha Christie de Buenos Aires», ahora está en cómplice sintonía con la canadiense Alice Munro, premio Nobel de Literatura, a quien cita en el epígrafe de la novela.

«Cuando escribo una novela hay una imagen disparadora que no sé de dónde viene –cuenta la escritora a Página/12–. Se me instaló la imagen de alguien que esperaba en un auto para pasar una barrera. Después había otra imagen de una mujer que encuentra excrementos de murciélago en el balcón y empieza a hacer una investigación doméstica. Si esa imagen se queda, empiezo a tirar de ahí para ver qué contar, cuál es la historia. En este caso competían estas dos historias y me preguntaba: ¿Qué novela escribiré: la de la barrera o la del murciélago? Finalmente, en un momento me di cuenta de que era la misma novela y me puse a escribir. La imagen de la barrera viene del hecho de que cuando era chica hubo un accidente parecido al que cuento en la novela. En Burzaco había una barrera por la que pasábamos todos los días. Una mujer intentó pasarla y se le quedó el auto con sus dos hijos adentro. Entonces se bajó a empujar el auto y cuando lo estaba empujando pasó el tren y se llevó el auto con los dos hijos, que murieron. Ella sobrevivió. El accidente no es exactamente igual al que cuento en la novela.»

El relato de ese accidente en Una suerte pequeña suena demasiado real. El lector puede sentir que es algo que pasó, aunque la ficción y el escritor transfiguren los hechos...

¿Sabés cuál es la sensación que me quedó? Yo no vi el accidente ni sabía cuál era la mujer, pero iba a misa con mis amigas y me decían: «Esa es la mujer de la barrera»... Todo el mundo la señalaba y todos opinaban que no se tendría que haber bajado del auto y tendría que haber sacado a los hijos, porque siempre con el diario del lunes uno dice lo que el otro debería haber hecho. Nunca supe el nombre de esa mujer ni qué fue de su vida, pero ese accidente, por algún motivo, me quedó en la cabeza. Más que el accidente, la reacción de la gente de opinar de la situación cuando uno no sabe que haría, al menos que estés ahí.

¿Por qué las personas del entorno de Marilé reaccionan de una manera tan negativa, como si ella fuera una asesina?

Ella tomó una decisión equivocada, fue imprudente, pero esto no justifica lo que le pasó después. Me interesaba trabajar la cuestión de la responsabilidad porque la responsabilidad en nuestra sociedad es algo que particularmente se diluye mucho: nadie tiene la culpa de nada, la culpa es guacha –como dice el dicho–, entonces nadie termina siendo responsable. En este caso, ella asume que fue imprudente, asume la responsabilidad, pero a pesar de eso, no alcanza. Y hay que ir, más o menos, a justiciarla en la plaza pública.

Un asunto complejo sobre la maternidad aparece problematizado en la novela respecto a la historia familiar de Marilé, que tuvo una madre depresiva. Que ella haya sido responsable del accidente y una muerte no tiene nada que ver con su madre depresiva. ¿Se usa esa información para enfatizar el escarnio y la condena pública que pesa sobre ella?

Exacto, siempre hay algo de lo cual agarrarse para hacer ese tipo de recriminaciones. La novela trabaja mucho sobre la maternidad y me parece que es un tema que aparece últimamente en muchas escritoras más jóvenes, como Distancia de rescate de Samanta Schweblin, Pendiente de Mariana Dimópulos, La débil mental de Ariana Harwicz y Contra los hijos de Lina Meruane. El tema de la maternidad y la no maternidad ingresó en la literatura. Más que no querer ser madre, Marilé se cuestiona si estaba preparada para serlo. Ella no decidió ser madre, le llegó la maternidad. Más allá de lo que siente por el hijo, vino de alguna manera sin pensar, sin meditar si quería ser madre o no, como algo natural: las mujeres tienen que ser madres y punto. Como si las mujeres tuviéramos un chip que nos indica que cuando tenés un hijo y te lo ponen en brazos ya sabés lo que tenés que hacer, no te vas a equivocar y vas a hacer todo bien. Cuando empecé a escribir la novela, sabía que iba a tomar la decisión de huir –que no lo hace cualquier madre ni cualquier padre– y quise componer el personaje para atrás para entender cómo era esta mujer. Y construí esta otra madre que no le enseñó a ella a ser madre y en ese vínculo hay un quiebre. Lo que me interesaba de esa relación era eso, no lo que la gente de afuera plantea: que como la madre tenía problemas seguro que ella tiene los mismos. Esa es una lectura lineal y tonta de una situación mucho más compleja. El amor de ella por su hijo no está puesto en cuestión, pero sí el rol de la maternidad: ¿qué es ser madre?, ¿cómo se es madre?, ¿qué es una buena madre?

Cuando se refieren a ella como una «porquería» de persona, está implícito que su entorno social la considera una mala madre.

Sí, pero ella cree que hizo lo mejor que podía para su hijo. Lo que es interesante es la lectura del hijo. El hijo podría haber tomado otra decisión con respecto a su madre. Cuando estaba escribiendo esta novela, escribí una reseña de La muerte baja en el ascensor de María Angélica Bosco. Ella empezó a escribir muy joven, pero lo dejó todo cuando se casó y tuvo tres hijos. El marido, cuando se enteró de que ella tenía un amante, la repudió, le sacaron los hijos y ella logró quedarse con el menor. Cuando él murió, ella recuperó a los hijos, pero se quedó sin su núcleo social y tuvo que empezar a escribir para ganarse la vida porque era lo único que sabía hacer. Un día le llegó al estudio de Ricardo (Gil Lavedra), mi pareja, una carta de Londres a mi nombre. Era uno de los hijos de Bosco, que me agradecía que hubiera rescatado esa parte de la madre. Era una carta hermosa porque hablaba amorosamente de su madre. Y pienso que hay algo de esa historia en mi novela, ¿no?

Hay cartas en Una suerte pequeña, una novela que sucede en la escritura.

Ella escribe y el hijo le escribe. Y también hay reflexiones sobre la escritura hechas desde el lugar de una profesora de lengua para que no parezca una cuestión implantada por el autor.

En la biblioteca de Robert en Estados Unidos hay tres libros claves para Marilé: Una tranvía llamado Deseo de Tennessee Williams, La mujer rota de Simone de Beauvoir y el cuento  «Las niñas se quedan» de Alice Munro. ¿Qué implica esta selección de textos y autores?

Nombra muchos libros más de distinta calidad literaria. No quería que pareciera que estoy bajando línea; es como uno que a veces le recomienda un libro a un amigo: «Leé esto que te va a encantar». Robert hace eso con ella: le recomienda libros que cree que la puedan sacar del silencio. Una de las partes de la novela se llama «La amabilidad de los extraños», una frase de Un tranvía llamado Deseo que siempre me acompañó. Me parece interesante eso que plantea Blanche Dubois que uno muchas veces está abandonado a su suerte y el que te rescata no es alguien que tenés al lado, sino alguien que es un extraño y te da una mano, ¿no? Me gusta mucho ese concepto de la amabilidad de los extraños.

Amabilidad que no se da en el núcleo familiar. «No me llevó demasiado tiempo darme cuenta de que las grandes familias también están llenas de resentimientos, mentiras, envidias y cañerías que huelen mal», dice Marilé.

La vida de las familias son muy largas y hay momentos en que todos se llevan bien y otros en que no. También habrá algunas familias más felices que otras, pero como dice el principio de Anna Karenina que todas las familias felices se parecen, pero las que valen la pena contar son las desdichadas. En el cuento «Una felicidad repulsiva» de Guillermo Martínez hay una familia tan feliz que los querés matar. El logra que esa perfección de familia sea lo peor del mundo (risas).

Hay una frase que se repite un par de veces: «El abismo atrae». ¿Qué es lo que atrae?

Marilé se va veinte años y dice que no va a volver nunca más. Pero cuando supuestamente el trabajo la obliga a volver, a su vez hay algo que la atrae. Ella sabe que se está lanzando al vacío, que a lo mejor la descubren o se encuentra con alguien que la reconoce. Ella quiere venir a ver lo que pasa. El abismo le va a provocar un cambio tan grande que por un lado le da miedo, pero por otro lo que viene puede ser mejor.

¿Por qué «callar está mal visto», como dice Marilé?

Para mí esta novela habla sobre el silencio. El silencio es una manera de hablar que me parece fundamental. Yo soy escritora para ponerle palabras al silencio. Si estás en un grupo y no hablás, sos como el raro. Pero del silencio surgen un montón de cosas, porque uno tiene que hacer silencio para poder reflexionar, para escribir. Esta novela se mueve en el plano de lo íntimo, donde ella puede hacer silencio, y tiene el plano de lo social con el grupo de madres del colegio. El silencio no existe en determinados ámbitos y está mal visto. Uno puede estar hablando todo el tiempo y no estar diciendo nada y uno puede estar en silencio diciendo cosas. Marilé tiene que reconocer que su silencio le hizo daño a otras personas y por eso decide hablar.

Al escribir la carta a su hijo, Marilé se pregunta si acaso un escritor sabe para quién escribe. Y recuerda que «Bertolt Brecht decía que escribía para Carlos Marx sentado en la tercera fila del teatro». ¿Coincide con esta definición?

Eso me lo dijo (Mauricio) Kartun en una de sus tantas clases. Yo fui alumna de Kartun y me enseñó muchas cosas muy buenas. En el caso de un escritor, cuando me lo preguntan a mí, no sé para quién escribo, pero sí sé que del otro lado hay una persona. La escritura es un acto de comunicación y no escribo una novela para que nadie la lea. Pero no tengo la menor idea quiénes son mis lectores. El otro día me puso muy contenta que José Chatruc, un ex jugador de Racing, me mandó por Twitter una foto en la que estaba mordiendo la novela y en la que dice que es fanático de mis libros. Mi hijo Tomás fue leyendo la novela en paralelo a que la escribía y en un momento, cuando yo estaba de viaje, me escribió y me dijo:  «Che, me parece que me equivoqué porque me puse en el lugar de ella y la estoy pasando muy mal. Yo me tendría que haber puesto en el papel de otro personaje». Yo le dije que hizo muy bien porque eso es lo interesante. Las mujeres armamos el universal todo el tiempo a partir del hombre. Si leemos La invención de la soledad de Paul Auster, nos ponemos en el lugar del hijo varón. Lo mismo con (Franz) Kafka con la Carta al padre. Y no pensamos: «Esta es una historia de hombres». En cambio a los hombres les cuesta más armar el universal. Pero a las nuevas generaciones les cuesta mucho menos armar el universal a partir de la mujer. Y esto es muy gratificante como sociedad.


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